Chantal Maillard
La compasión difícil
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2019
220 páginas, 19.90 €
POR MARIO MARTÍN GIJÓN

 

 

La última década ha visto el despliegue y despegue definitivo de la obra ensayística de Chantal Maillard. Despliegue en su ambición y despegue de lo que hasta entonces había sido adscriptible a géneros como la poesía, el diario o la crítica cultural. Como si la liberación definitiva del constrictor ámbito universitario hubiera abierto hasta lo infinito el campo de sus indagaciones, su obra no es que rompa moldes, sino que crea nuevas formas transgenéricas.

La originalidad del pensamiento de Chantal Maillard viene dada, en buena parte, por su profundo conocimiento tanto del legado filosófico griego como de la cultura de la India. Sin las anteojeras de la mayoría, en obras anteriores ha expuesto todo lo que Europa debe a Asia, y siente ambas culturas como igualmente propias o impropias, en un fecundo entrelazamiento.

Al igual que La mujer de pie, su último libro se articula en tres partes y, también como en aquella obra, a un «Libro I» más extenso y politemático, sigue un «Libro II» que centra el foco y un «Libro III» que lo articula en modo dramático. El «Libro I», titulado «El hambre» parte de ese motivo como motor de la entropía que gobierna el mundo y que convierte en inútiles las pueriles armonías imaginadas. La autora, que reivindica al Albert Camus de El hombre rebelde, toma partido por los portadores de luz que fueron Prometeo y Lucifer, que en la sociedad de la información en la que se nos oculta la que más importa tendría su encarnación en Julian Assange y Wikileaks: «Prometeo nos ofreció el fuego. Satán, el conocimiento. Ambos fueron castigados. En la primera década de este siglo, cierta plataforma de filtración virtual difundió información prohibida. El empíreo del Pentágona tembló. Los colaboradores fueron aprisionados; el artífice, exiliado».

Maillard se burla de las concepciones humanistas que ponen la vida como valor supremo y sostienen «que la vida es un bien». Frente a esa afirmación que no considera lo insoportable de la carga que es a veces la existencia, la autora adopta una fraseología afín a la de Cioran, del que se cita su Del inconveniente de haber nacido, o a la del aún más pesimista Albert Caraco, aunque el machismo del olvidado pensador franco-uruguayo deje su lugar a un feminismo iconoclasta. Pese a afirmar la legitimidad del suicidio, se condena al kamikaze que arrastra en su decisión a otras personas, evocando el atentado de Niza del 14 de julio de 2016: «Ayer un camión atropelló a un centenar de personas. Las personas atropelladas celebraban algo. El conductor del camión también celebraba algo. A veces es difícil suicidarse a solas».

Con todo, se resiste a hacer el encomio del suicidio como acto de libertad (véase, para un exaltado elogio del mismo, el Tractatus lógico-suicidalis, de Hermann Burger, traducido hace poco al español; el escritor suizo, después de escribirlo, se quitó la vida, pero antes de ello se había gastado sus ahorros en un Ferrari del que disfrutó unos días conduciendo por las autopistas alemanas). Para Maillard, el suicidio no es un acto libre, pues se pregunta, «¿qué libertad es aquella que lleva a un individuo a desistir de su existencia cuando las circunstancias no le favorecen? Si éstas se transformasen de repente y, en el último momento, adoptasen una forma que le resultase satisfactoria, ¿acaso no desistiría de su propósito?».

Retomando un verso de la poeta danesa Inger Christensen, Maillard habla de las «ficciones mutuas» que hacen posible las relaciones personales que sustentan la vida en sociedad. Claro que algunas ficciones son más perjudiciales que otras, y lamenta la ingenuidad con la que «menores de edad madura festejan falsas identidades y libertades fabricadas ex profeso para la defensa de unas fronteras que ya no se trazan en mapa alguno, sino en índices bursátiles».

El terrorismo islámico global, acontecimiento por excelencia del siglo xxi, va salpicando las reflexiones de la autora, pues revelaría la oposición hipócrita entre lo que se dice y lo que se siente, a veces, seguramente, radicalizando sus conclusiones más allá de lo lógico. Así, del uso del término «tragedia» para referirnos a los crímenes o atentados o de «escenarios» para hablar de los territorios devastados por conflictos, se infiere su cualidad de espectáculo. En nosotros latiría la fascinación, como ya tematizara ese forense del sentir postmoderno que es Don DeLillo en Ruido de fondo (1985), cuando una periodista, informando del descubrimiento de varios cadáveres enterrados por un presunto asesino en serie, mencionaba lo probable de que aparecieran más víctimas, lo cual «anuncia como la promesa de una amante». Para Maillard, las ejecuciones que los verdugos del Estado Islámico perpetraron en el anfiteatro grecorromano de Palmira, grabados para nuestros ojos occidentales, nos dejan en evidencia. La sociedad del espectáculo, que diagnosticara Guy Debord, tiene para Maillard, como adelantara hace dos décadas en La razón estética, el riesgo de que la representación de lo real al mismo nivel que la ficción hace que nuestra conciencia procese con el mismo placer una película bélica o un thriller de psicópatas que los hechos que causan sufrimiento real.

Forjadora de una difícil ética de la vida en común en un tiempo sin dioses pero abundante en divos, la autora opone la confianza, que fomentaría la democracia, a la creencia, engendradora de autoritarismos, pues «mientras la confianza consolida la igualdad y el respeto entre las partes, la creencia asegura la subordinación del crédulo al imperio del que la instaura y la fomenta». Por eso, Maillard se opone al tópico de «respetar las creencias», pues «las mayores violencias han tenido lugar entre los humanos en nombre de una u otra creencia».

A partir del «Libro II. Mérmeros o la compasión», nos adentramos en el terreno más perturbador de la obra, al centrarnos en la olvidada figura de uno de los hijos de Medea. Entre tantas versiones del filicidio más célebre de la mitología grecolatina (no se menciona, y es una lástima, la adaptación de Unamuno de la tragedia de Séneca, que Margarita Xirgu interpretó en el teatro romano de Mérida en 1933), Maillard parte de la Medea (1988) de Lars von Trier, una de las primeras cintas del director danés, y en particular de la escena en la que Mérmeros, tras ayudar a Medea a ahorcar a su hermano pequeño, la consuela y le tiende la cuerda para que lo ahorque. Mérmeros, al contrario que Cristo, se ofrece como un cordero para un sacrificio sin dioses. Planteamiento extremo de la complicidad entre víctima y verdugo, de la que hablara Camus, sería también el punto máximo de compasión hacia lo imperdonable y monstruoso según nuestros códigos morales. Y es que, sin negar lo abyecto del crimen de Medea, Maillard no deja de subrayar su «coraje» al infringir «el orden moral dictado por los varones de la tribu», llegando a hablar de su «empoderamiento», con una selección léxica de un feminismo provocador que nos recuerda al de Elfriede Jelinek, en cuya obra también aparecen infanticidas, como la protagonista de Deseo (1993). Pero es Mérmeros, «el hijo sacrificial», quien es relevante, por su comprensión y compasión sin palabras hacia el crimen de su madre. Quien haya visto la escena descrita en detalle por Maillard (tan propia de Von Trier, y que puede relacionarse con el suicidio infantil de su reciente Anticristo), con todo, verá una falla en la argumentación sobre Mérmeros: la compasión por su madre excluye a su hermano pequeño Feres, al que atrapa cuando intenta huir.

Lo doloroso de la escena aumenta si se tiene en cuenta la biografía de la autora, con el suicidio de uno de sus dos hijos, poco después de superar ella un cáncer. Ello es lo que, se deja traslucir, provoca su interés por Medea. El lector puede sentir una incomodidad casi física ante ese regodeo en la congoja, que llega a su culmen en el «Libro III. Diálogos con Medea». Como en La mujer de pie o en su poemario Cual menguando, la argumentación o la expresión lírica dejan paso a la confrontación dramática. «La mujer», trasunto de la autora, ronda a Medea, que inicialmente la rechaza, hasta que aquélla le expone sus motivos, ese sentimiento de culpa de la madre que sobrevive al hijo («Y él partió en mi lugar, pagando el precio por mi vida —y yo sin ya quererla desde entonces—»), orfandad inversa para la cual, como dijera Sergio del Molino en La hora violeta, no existe denominación en nuestra lengua.

Coda sociológica: todos los últimos libros de Maillard han sido publicados gracias a ayudas a la edición, ya sea del Estado o de otras instituciones. Triste síntoma, tratándose de la que es, seguramente, la pensadora española más importante y original desde María Zambrano, de lo escaso de sus lectores y de que, en nuestro país, al intelectual no le queda otra opción que recurrir al mecenazgo. La autonomía respecto al mercado y las instituciones, que fue una vez garantía del pensar independiente, es ya cosa del pasado, y uno no puede sino, a su pesar, dar la razón a la misantropía que asoma a veces en la reflexión de la autora: «El parloteo de los humanos. Sus necios intereses. Un átomo de lucidez no hará inclinarse la balanza. Demasiado grave el peso de los creyentes, demasiado alto el número».