Escribir para teatro no estaba en mis planes.
Tampoco dejar mi país natal.
Puedo decir que dos de las cosas que más feliz me hacen (vivir en Madrid, y trabajar con las palabras) no son decisiones que haya tomado yo. Menciono estas circunstancias porque tienen que ver con dos cuestiones que ahora me resultan fundamentales para pensar la escritura: tomar distancia y no hacer planes.
LO PRIMERO
Mi primer vínculo con una actividad artística fueron las clases de piano que tomé de los seis a los doce años. A esa edad, leímos en el colegio un artículo periodístico sobre la noción de inmortalidad que sostenía que la única manera de vencer a la muerte era quedar en la memoria de los otros. El artículo estaba ilustrado con una foto de Marilyn Monroe. Yo tenía muy claro, como el Rafael de La piedra oscura (obra de Alberto Conejero que aún no existía —la obra, él ya sí— y que me tocaría dirigir bastantes años después) que no quería «desaparecer del todo». Ya había leído con inquietud que «el delito mayor / del hombre es haber nacido», y la idea de haber nacido para morir me provocaba más de un insomnio. Aquel artículo fue la gota que colmó el vaso de mi angustia existencial preadolescente.
A la semana siguiente, ya me había apuntado en un taller de teatro. Sabía que mi vocación tendría que ver con alguna actividad artística y el piano estaba bien, pero era muy solitario. Yo necesitaba dedicarme a algo que implicara trabajar en equipo, cuanto más grande mejor, para así poder quedar en la memoria de más gente, llegado el momento. Mis padres me habían llevado a ver unas cuantas obras y yo notaba que algo en el cuerpo se ponía alerta cada vez que íbamos. Una especie de cosquilleo abajo del ombligo parecido al que, algunos años más tarde, sentiría al estar por primera vez frente a un hombre desnudo. Un vértigo nuevo ante un abismo nuevo: el del placer.
Aquel primer taller resultó ser un inesperado oasis de exuberancia en el que, de repente, en lugar de ser el raro, yo era el majo. En el colegio, para los chicos —salvo alguna excepción inquietante—, era el mariquita, y para las chicas, como me dijo una, «de los más feos, el más lindo». Cambiar ese panorama por otro en el que lo que se hacía era cuestionar la idea de una realidad fija y desplegar en cambio sus potencias fue toda una salvación.
Para aquel curso tuvimos que preparar algo para la muestra de fin de año. Entonces hice la versión escénica de un cuento que tenía escrito (sí, de vez en cuando escribía). Esto lo sé no porque lo recuerde, sino porque hace un tiempo mi abuela me mostró la copia del texto que, con caligrafía adolescente y en tinta azul, tiene escrito en un margen: «Adaptación teatral». Encontrarme con esa copia me hizo reparar en que, al contrario de lo que yo pensaba, lo primero había sido escribir. Y había sido en soledad.
LA VERDAD DE JERRY LEWIS
A los pocos años de hacer teatro en la ciudad donde vivía, quise dar el salto a la capital y me apunté en un taller en Buenos Aires. En aquel sitio se seguían las enseñanzas de Lee Strasberg (quien, a su vez, hacia la lectura yankee de las teorías de Stanislavski, en particular el entrenamiento de la «memoria sensorial» y la «memoria emotiva»).
En ese taller se hablaba mucho de la «verdad» y se hacía como que se tomaba café de mentira. Un ejercicio llamando «Momento privado» consistía en crear la ilusión de intimidad en una situación en solitario. Cuando me tocó hacerlo, subí al escenario con mis libros y me puse a ordenarlos alfabéticamente. Era algo que tenía pendiente hacer, y que iba a hacer solo. Así que me pareció ideal para hacerlo en clase y matar dos pájaros de un tiro, como quien dice.
Al profesor le pareció horrible aquel ejercicio. «No tiene interés», dijo. Pero verdad sí que tiene, pensé yo. Al ver los trabajos de mis compañeros y compañeras entendí que la cosa iba más bien de ponerse a llorar o tocarse un poco. «Una acción que interrumpirías si alguien entrara». Yo tendía a interrumpir cualquier acción si alguien entraba, por baladí que ésta fuera, por simple cortesía o timidez, que es lo mismo a veces. Así que esa consigna no me ayudaba. Pero por ver los trabajos de los otros, entendí que la íntima verdad de la que hablaban tenía que ver con lo que se elegía ocultar a conciencia. Pensé en abandonar la clase (entre otros motivos, porque era incapaz de soltar ningún líquido en escena), pero ya tenía preparado otro ejercicio para la semana siguiente, así que decidí quedarme al menos hasta fin de mes.
Habíamos preparado con dos compañeras una improvisación con objetivos, superobjetivos y deseos de verdad. La situación era la siguiente: yo era el guía inexperto (e improbable) de dos turistas pijas por el desierto del Sáhara. Nos perdíamos. Casi no quedaba agua, así que había que racionarla. Estábamos agotados y muertos de sed. Las pijas se dormían y yo me tomaba toda el agua en un ataque de egoísmo, de inconsciencia o de resentimiento de clase.
Aquel día, para preparar la escena, yo quería una sed de verdad. Para conseguirlo no había ingerido ningún líquido desde la mañana. Había tomado sal a cucharadas. Y había ido a correr vueltas a una plaza antes de la clase —que era a las seis de la tarde—. Llegué al taller hecho un cuadro. Pasamos la escena. Estábamos en el momento crucial en el que por fin actor y personaje saciaban su sed juntos cuando el profesor gritó «hasta aquí». Y nos dijo que… no había verdad. Yo le conté mis sacrificios del día en pos de una sed verdadera (o de mi sed de verdad), a lo que respondió: «¿En serio? Pero si parecías Jerry Lewis». Todo el mundo rio (menos un compañero que aún es mi amigo y dirige teatro en Buenos Aires).
Años más tarde, leería en Silvina Ocampo la frase que más me ha enseñado de dramaturgia y de puesta en escena: «Lo cierto es más raro».
DEVENIR TEATRO
Decía al comienzo que escribir para teatro no estaba en mis planes, y es cierto. Se fue dando por el deseo de ver en escena las cosas que quería ver. El teatro me había dado un «nosotros», y el alivio de entender que las palabras crean realidades.
Por eso, encontrarme con el texto Frankie y la boda fue para mí inmediatamente necesitar convertirlo en escena. La preciosa nouvelle de McCullers puede leerse casi como una oda a los grupos de pertenencia. A la necesidad que cada uno tiene de encontrar lo que la protagonista del texto llama the we of me. Así nació Antes, mi primera dirección y mi primera dramaturgia. Y desde entonces, y sin plan previo, seguí practicando la escritura por puro deseo de hacer las obras que quería ver.
Ahora bien: ¿por qué no hacer obras ya escritas por otros? Porque con los clásicos aún no me atrevía, y con los contemporáneos… Bueno, toca confesar que, en líneas generales, me aburre leer dramaturgia. Lo digo sin orgullo ni pena. Soy muy mal lector de teatro. Durante mi formación leí mucho, y hasta disfruté esas lecturas imaginando elencos o diseñando espacios. Pero con el tiempo, ese goce se fue apagando. Y en cambio encontraba y encuentro mucho placer en imaginar versiones escénicas de textos no nacidos para la escena. Y esto, paradójicamente, es porque me encanta la escena. Y el trasponer un texto de un soporte a otro te obliga a reflexionar acerca de la pertinencia (o no) de ese cambio. ¿Cuál es la especificidad del nuevo lenguaje? ¿Qué sentido tiene esa mudanza? ¿En qué medida puede ese material devenir teatro?
Uno podría imaginar que estas cuestiones ya han sido tenidas en cuenta por cualquiera que desee escribir para teatro. Sin embargo, abundan los textos contaminados por los procedimientos narrativos de la televisión y el cine (por no hablar ya de las puestas en escena). Por suerte, hay excepciones que nos recuerdan con su existencia que otro modo de relacionarse con la escritura, desde y para la escena, es posible.
QUEREMOS TANTO A BECKETT
Beckett llega al teatro desde la literatura. Tal vez por eso sabe que no pueden confundirse. Que en el teatro la palabra sólo adquiere potencia teatral si se pone en relación con los otros lenguajes que entran en juego.
La cuestión del espacio le interesaba particularmente (cosa evidente en sus obras, en las que la relación con el espacio determina el drama). Según cuenta el doctor H. J. Schaefer en Memories of a Meeting With Beckett and His Wife, Beckett le dijo: «Para mí el teatro no debe ser una institución moral, en el sentido de Schiller. No quiero ni educar, ni mejorar a la gente, ni ocuparme de que no se aburra. Quiero traer poesía al drama, una poesía que ha atravesado el vacío y renace en un espacio concreto».
Después de ver la versión de Esperando a Godot para televisión, dirigida en 1961 por Donald McWhinnie, Beckett comentó, desencantado: «Mi obra está escrita para hombres pequeños atrapados en un espacio enorme. Aquí parecen hombres enormes en un espacio pequeño. Se podría escribir una muy buena obra para televisión sobre una mujer tejiendo. Irías del rostro al tejido y del tejido al rostro» (citado por James Knowlson en Damned to fame).
Como se ve, no es que Beckett tuviera un problema con la televisión como medio expresivo (de hecho, escribiría varias piezas para ese formato en el futuro). Pero sabía que el teatro no es televisión. Como supo, de entrada, que el teatro no es literatura.
Beckett no escribe obras sobre cosas. Las obras son la cosa. El conflicto ya está en el espacio. Y las palabras (y esto es cada vez más cierto según avanza su escritura) son sólo las precisas. Beckett escribe para teatro (cuando escribe para teatro). No para la literatura. Ni para esperar una adaptación al cine (desde Hollywood intentaron comprar los derechos de Godot, y se negó rotundamente). El amor con el que se dedica al medio para el que trabaja es de una dedicación absoluta y envidiable. Leer su obra en orden cronológico es ser testigo de ese amor.