No sé si vivimos en tiempos paralelos, pero sin duda, como dice usted, la literatura nos concentra en un lugar determinado, nos clava en un entorno concreto, dándonos el «alma» de la situación. Y si nos interesa leer historias es porque estamos ávidos de eso, de alma. En el cuento que usted cita, las dos personas que esperan en un lugar desolado dos camiones que van en sentido opuesto, no pueden dejar de mirarse, separados apenas unos cuantos metros por la cinta de asfalto. Intentan ignorarse, pero no pueden. El viaje que atraviesa los pocos metros de carretera que los separan se torna más importante que el viaje a lo largo de ella, para el cual los dos estaban ahí. Eso era lo que me atraía de la situación. Pensamos que la lejanía resolverá nuestros problemas, que la vida siempre está en otra parte, cuando en realidad está allí, a unos pasos, tan sólo cruzando la carretera.
Cuando leí por primera vez a Raymond Carver creí que mi ejemplar de su libro venía defectuoso y que le faltaban páginas al primer cuento. Luego leí el segundo y comprendí que así era su estilo, escribir historias aparentemente inacabadas y casi truncas. A medida que las leía y me adentraba en su especial densidad, comprendí que sus cuentos estaban terminados como cualquier otro. Lo que había que ajustar era mi idea de cómo debe acabar un cuento. Ese ajuste se hizo sobre la marcha, a medida que leía su libro. Una de las características de un buen escritor es que nos convence de inmediato sobre la sinceridad y pertinencia de su estilo o, mejor dicho, nos convence de que tiene estilo, o sea, un mundo propio. Lo tomas o lo rechazas, pero no lo puedes negar. No me gusta el concepto de final inacabado, o de final abierto. Es un concepto comodín que no significa nada. Un cuento debe concluir y, como dije antes, el final de un cuento es crucial para que el cuento funcione o fracase. Lo que ocurre es que ya no podemos terminar nuestras historias como lo hacían los hermanos Grimm en su momento porque nos hemos vuelto más descreídos sobre la rotundidad de lo que acaece a nuestro alrededor.
Sería tremendo que así no fuera. Una historia bien contada es inabarcable y Ricardo Piglia lo sintetizó con su célebre afirmación de que un cuento cuenta siempre dos historias, una exterior y visible, que podemos resumir con nuestras palabras, y otra oculta o latente que transcurre (el verbo es mío, no de Piglia) debajo de aquella. ¿Qué cuenta esta segunda historia invisible? Piglia, sabiamente, no lo dijo, y no lo dijo porque creo que se trata de una historia que no se resume ni compendia con palabras que no sean del mismo cuento, que se activa con el cuento pero fuera de él se desvanece, y ahí reside su misterio y su fuerza.
Un escritor, en el fondo, aunque nos provea de alma, es un ser bastante miserable. Observa la vida y escribe sobre ella. Qué fácil. ¿Por qué no se pone a vivirla, como todos? Se escuda tras la escritura, dizque para conocer a la vida a fondo, como si los comunes mortales no conocieran la vida a fondo con sólo vivirla día a día. Yo no me ufano de ser escritor. Lo soy por debilidad y presunción. Admiro a los que llevan su vida sin mayor afán de trascendencia que llegar al final de cada día y poder decir: «No ha sido un día malo». Son ellos los que hacen girar el planeta, no los que escribimos. La literatura nos provee de alma, pero no de vida; una vida bien vivida viene con alma integrada y no necesita asomarse a ningún libro.
La poesía tiene el prestigio que tiene toda actividad secreta, inútil e incomprensible. Si no fuera tan incomprensible para la mayoría, no tendría prestigio y los poetas no viajaríamos como viajamos. Una amiga mía poeta solía repetir: «Escribir poemas no me ha hecho rica, pero cómo me ha hecho viajar». Y también viajar es una forma de riqueza. La poesía «viste» a cualquier iniciativa cultural. Ay, de aquel funcionario cultural que se olvide de la poesía. Pobre, inofensiva, tediosa para el gran público, la poesía sin embargo es insoslayable. Se trata, pues, de un gran malentendido. Hago votos para que siga siendo eso, un malentendido, un enigma para la inmensa mayoría de la población. Eso garantizará, en lo oscuro, su permanencia.
Enseñarnos dónde está la poesía, y mostrarnos dónde puede aparecer: en un refrán ingenioso, en la letra de un bolero o de un tango, en la gracia de un chiste bien contado, en la escena de una película que te corta el aliento. Enseñarnos que la poesía existe, que no es un espejismo. Unos cuantos, después, la buscarán en los poemas, se harán lectores de poesía, y serán una minoría. ¿Qué importa? La escuela, antes que nada, debería enseñarnos que la poesía existe.
Mire, yo puedo tardar horas para encontrar el lugar adecuado de una coma en una frase o en un verso, y quisiera que mi lucha con las comas fuera en beneficio de todo aquel que me lee, tanto el lector sofisticado y exigente como el más ingenuo. Tanto uno como otro, si me leen, deben transitar por mis comas. El primero podrá objetar una coma que según él está mal puesta o elogiar otra que le parezca una joya de coma, mientras que el segundo no objetará ni elogiará nada, pero su lectura se verá afectada por mis comas igual que la del primer lector y, si yo cambiara el lugar de las comas, mis palabras adquirirían para ese lector ingenuo otro ritmo, otra velocidad y otra densidad de pensamiento. Así que, tanto para el lector muy avezado como para el más ingenuo, vale la pena seguir luchando con las comas.