Selva Almada
No es un río
Literatura Random House, Barcelona, 2021.
144 páginas
POR MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ

Pocas veces un libro sorprende de manera agradable cuando está a punto de terminarse. Justo eso me pasó con No es un río (2021). De pronto, unas treinta páginas antes del final, una narración que hasta ese momento había transcurrido sustentada en el más absoluto realismo se convierte en una ilusión de los sentidos. El argumento de la novela escrita por la argentina Selva Almada (Entre Ríos, 1973) cuenta la historia de dos hombres que han salido a pescar rayas de agua dulce con Tilo, el hijo de su amigo Eusebio, quien murió años atrás. En el recogimiento que exige este deporte, el recuerdo de Eusebio es igual de palpable que los cuerpos de los amigos y del hijo. En esta novela, como en la mexicana Pedro Páramo, la presencia espectral del padre encamina el argumento. Sin embargo, Juan Rulfo está lejos de ser una influencia literaria demasiado intensa en Almada; pues lo que ella cuenta y la manera en lo hace la acercan más a la narrativa sureña. Por eso, algunos críticos la han comparado con Jorge Luis Borges, otros con Horacio Quiroga, y hay otros más que han ido a buscar el sur mucho más al norte, comparando las descripciones que ella hace de la vida rural —en este y otros libros— con la narrativa de las estadounidenses Carson McCullers y Flannery O’Connor. Ya esto me parece establecer una genealogía muy lejana, sino en el tiempo, sobre los mapas. Para mí son más evidentes los rastros de Quiroga —al menos, en esta novela—aunque sea solo debido al interés que Almada y el autor uruguayo comparten por narrar los aspectos extraños y hasta angustiosos de la naturaleza.

En No es un río, la autora evita profundizar en cómo el declive de la población de estos animales emparentados con los tiburones resulta de la pesca deportiva, aunque esto podría esclarecer el rechazo que muestran los isleños a los forasteros Enero, el Negro y Tilo. El énfasis se encuentra en la descripción de las relaciones entre la generación de los adultos y la del joven, a través de la pesca de rayas, una costumbre muy extendida desde hace décadas entre los varones de los pueblos del litoral de Argentina. Almada lo conoce bastante porque sus familiares del sexo masculino la practicaban cuando ella era pequeña. Nació en una ciudad de la provincia llamada Villa Elisa —parte de la provincia de Entre Ríos—, ubicada trescientos kilómetros al norte de Buenos Aires. A pesar de que se mudó a Paraná en 1991 para estudiar la carrera de Comunicación Social y desde hace más de veinte años vive en la capital de su país, el lugar donde nació y creció es el ambiente de sus tres novelas publicadas hasta la fecha: El viento que arrasa (2012), Ladrilleros (2013) y, por supuesto, No es un río.

En la primera novela, un pastor evangélico llega con su hija a un pueblo de la provincia del Chaco donde deben instalarse en el taller mecánico del gringo Brauer y su joven protegido, Tapioca. Ladrilleros puede describirse como una versión del drama Romeo y Julieta de William Shakespeare adaptado a una pareja del mismo sexo y a los problemas de las clases populares. Ambas novelas se conectan con No es un río a través su atmósfera masculina. Entre todas constituyen la «trilogía de los varones», según la información que suministra el texto de la contratapa de la más reciente, publicada en el marco del proyecto «Mapa de las Lenguas 2021» del sello Literatura Random House, a través del cual se promueve el trabajo de quienes escriben en España y los países de Hispanoamérica más allá de sus respectivas fronteras. Aunque Almada no concibiera desde el principio a cada obra como parte una trilogía ni antepusiera el tema a los argumentos narrados, en retrospectiva, el mundo de lo masculino unifica a las tres.

En No es un río, un segundo hilo dramático se suma al de los varones que pescan. A historia de la tríada que forman Enero, el Negro y Tilo se le opone la encabezada por Siomara, que espera el regreso de sus jóvenes hijas perdidas, Lucy y Mariela. Mientras el tiempo pasa, la ansiedad y el miedo de esta madre se van convirtiendo en melancolía y escapismo, signados en la imagen del crepitar de una hoguera encendida. «A veces diría que el fuego le habla», escribe Almada: «No así como le habla a uno una persona, no con palabras. Pero hay algo ahí en el chisporroteo, el sonido mínimo de las llamas (…) Siomara sabe que la está invitando. Como decir: vení, dale, vení». La conexión entre la historia de esta mujer que antes de entregarse a las brasas debe encontrar a sus hijas y esa de los amigos que cuidan al huérfano se encuentra en un lugar donde la luz desdibuja el punto de fuga de la realidad.

He allí la ilusión de los sentidos, la fantasmagoría a la que me referí en el primer párrafo. Cuando esta emerge, los personajes hasta ese momento trazados a través de pinceladas demasiado generales terminan de fundirse con el paisaje. El resultado es un prodigio en donde el argumento de la novela deja de ser el avance de Enero, el Negro, Tilo y Siomara hasta una posible revelación íntima para convertirse en algo mucho más abstracto, en donde la casi inconsistente dimensión material de cada uno de ellos trasluce el debate espiritual que los determina. De esa manera, los personajes dejan de ser interesantes debido a sus historias propias y se convierten en elementos de la atmósfera. La escritora logra así con su narrativa lo mismo que hicieron con sus pinturas Edgar Degas, Camille Pissarro o Claude Monet durante la segunda mitad del siglo XIX: experimentar con las luces del paisaje para alcanzar la belleza. Difuminar las siluetas del mundo para restar importancia a su condición material.

El impresionismo del estilo narrativo de Almada no solo exalta lo visual. En su narración, con frecuencia, un estímulo de la vista se convierte en otro táctil; o un sonido en un olor, haciendo vívido cada paisaje relatado en nuestra mente. Un ejemplo de esto se encuentra en la manera como se describe el momento cuando el Negro recoge algunos troncos y ramas para encender una hoguera: «El cielo está anaranjado, el aire espeso, calenturiento. Siente que un frío le recorre por el lomo y le eriza los pelos del culo. Gira la cabeza, mira por sobre su hombro. Juraría que el monte se ha cerrado». Unas líneas antes, Almada ha personificado la tierra cubierta de arbustos que rodea la orilla del río donde han ido a pescar con estas palabras: «Este hombre no es de este monte y el monte lo sabe. Pero lo deja. Que se meta, que se quede el tiempo que le lleve juntar la leña. Después, el propio monte va a escupirlo, los brazos llenos de ramas, otra vez hacia la orilla». Como se puede ver en los dos textos citados, lo que prima aquí es la creación de una atmósfera a través de silencios y pocas palabras que imitan el recogimiento de la pesca.

La prosa sintética de Almada dota de lirismo el sencillo lenguaje de No es un río. No debe olvidarse que la autora se dio a conocer en 2003 como poeta, cuando publicó Mal de muñecas. Quizá por esta misma inclinación a la poesía, en la novela se multiplican los símbolos. En el centro del argumento se encuentra el del río, aunque el mismo título intente negarlo. Porque el río es mucho más que el símbolo de lo oscuro en los sueños de Enero, más que el lugar en donde se sumerge el cuerpo agotado de Eusebio o en donde se encuentra su cadáver con el de la raya muerta de tres balazos. Es aquello que no pueden atravesar las hermanas Lucy y Mariela. Es el elemento contrario a ese fuego en el cual Siomara quiere inmolarse. Porque como el fuego, el río es el signo de lo desconocido. Por eso, no es. De la misma manera en que el dibujo de la pipa de René Magritte no es precisamente una pipa, el río en No es un río tampoco es precisamente un río: es un lugar caótico donde se encuentran los vivos con los muertos. La última frontera en donde desaparece la silueta de los personajes. Es un paisaje sin gente.