Ya tenía el lugar y las guitarras desafinadas en mis manos. Había que empezar a berrearle al micro. La obra que me convirtió en dramaturgo, escrita inevitablemente a la luz del neón bajo tierra, fue Cuando llueve vodka, estrenada hace ahora quince años. Fue la primera pieza original de la compañía Grumelot, grupo que fundamos Íñigo Rodríguez-Claro, Carlota Gaviño, Javier Lara y yo. Los cuatro terminamos a la vez nuestros estudios en la RESAD y salimos con muchas ganas de hacer cosas… y con una mano delante y otra detrás, también. Speed the plow de Mamet, Push-up de Roland Schimmelpfennig… ésas eran nuestras pretensiones de primer montaje de compañía independiente. Evidentemente, no podíamos pagar unos derechos que sólo estaban al alcance de grandes productoras, así que fue cuestión de tiempo que decidiéramos dar el paso de crear nuestros propios materiales; tal y como se han dado las cosas, fue el acierto de nuestras vidas. Otra vez más, fuera de plan, yo me ofrecí a escribir algo a partir de nuestro acervo, tratando de responder a esa pregunta trampa: «¿Qué queremos contar?». La hice por inexperto, procuro esquivarla como al fuego desde entonces, porque la respuesta en muchos casos va a ser que no tengo ni la más remota idea de lo que quiero contar, sólo sé que quiero contar algo. Intelectualizar un proceso, sea con material preexistente o en una creación desde cero, me genera una tremenda animadversión. Creo que es perderte un pedazo importante del hallazgo. En muchas escuelas se trata de imponer la razón en los actores como único medio para llegar a su arte; nada es dogma, ya se sabe, pero este único punto de partida me parece un error que acartona y endurece lo que debe ser fluido. Nosotros, después de discutir no poco, leerlo todo, verlo todo, ponerle muchas horas de raciocinio (algo que tuvimos que desaprender), escucharnos y tomar mil apuntes, concluimos que la mejor manera de arrancar nuestra actividad como compañía era contar una historia sobre un grupo de gente de aproximadamente nuestra edad y completamente desorientada dentro de su mundo profesional y afectivo, en los albores del siglo xxi. Efectivamente, no nos quedaba muy lejos. El proceso no fue fácil, pero bienvenido sea: aprendimos a base de golpes que el teatro es un arte colectivo y que dar las cosas por hecho acaba hasta con el proyecto más pintado. Por cierto, aún no he contado que sobre el escenario estábamos los cuatro y que la dirección la asumió Íñigo. Al principio, nuestras interpretaciones eran tirando a rígidas (generalizo), tratando de aplicar la técnica aprendida, el alfa y el omega, pero el paso de los ensayos y de las funciones nos fue soltando, fuimos desaprendiendo el manual y cediendo a la lógica de la escena. Aquellos primeros ensayos tuvieron lugar en más lugares recónditos: una casa okupa en Moratalaz, salas en San Sebastián de los Reyes, el salón de nuestras casas… Había que sacar el trabajo adelante como fuera y eso fue lo que hicimos. Ganamos un concurso a la mejor dirección en la ya desaparecida Sala Ítaca, repusimos la obra, e incluso hubo una tercera en la siguiente temporada con diferente reparto. Tengamos en cuenta que eran otros tiempos, acceder a una sala independiente para un grupo de chavales que salía de la escuela era tarea imposible, no había muchas y se nos miraba con recelo, incluso por gente cercana que veía nuestro propósito como poco menos que un disparate. Ese proceso fue impagable y ninguno de los que los que lo vivimos lo olvidaremos jamás, ya no por el hecho de haber conseguido estrenar, que por supuesto, sino porque nos dotó de algo indoblegable cuando se consigue: la fe. Se dice poco, pero la fe debe ser una constante en quien quiera dedicarse al teatro; casi por pura epistemología, has de creer en algo cuya existencia a día de hoy no puede probarse: algo etéreo que en tu voluntad y en ningún sitio más tiene forma a día de hoy. Esto es un salto al vacío, y más cuando se está empezando; una lección profesional que aprendí a fuego en Grumelot. Abandoné la compañía en 2012. Fue muy doloroso (como la peor de las rupturas de pareja), pero necesario (quién nos lo iba a decir). Si todos nos hubiésemos plegado a nuestros roles de compañía (actores, director, dramaturgo), no hubiera ocurrido la explosión creativa que vino poco después. Era difícil admitir que todos empezábamos a tener aspiraciones diferentes a las que nuestro organigrama original podía ofrecernos. Hoy Grumelot es una compañía consolidada que ofrece unos trabajos arriesgados y de excelente calidad. Carlota, Javier e Íñigo escriben, dirigen y actúan en sus propias propuestas desde hace años. Mi presencia allí hubiera sido una interferencia para ellos, y viceversa. Todo es conjetura, claro, pero bastante probable. Ah, como no podía ser de otra manera, lo subterráneo sigue presente: poco después de estrenar Cuando llueve vodka, empezamos a ensayar en un sótano del barrio de Carabanchel cuyo alquiler nos costaba el hígado. Pero lo hicimos: durante algo más de un lustro convocamos a profesionales, propusimos talleres, creamos obras con nocturnidad y algo de alevosía. Del garaje al sótano: en esos espacios del inframundo, nací como escritor y profesional de las artes escénicas. Cada vez que pienso en aquellos años de Grumelot es imposible no acordarme de estas palabras del dramaturgo Antonio Rojano:
Para el grueso del mundo, entre esas cuatro paredes, puede estar ensayándose la muerte de Julio César o preparándose un explosivo químico. Los vecinos siempre pensarán que ese grupo de despeinados actores, que suben alborotados las escaleras, están tramando un golpe de estado o que ese grupo de barbudos terroristas islámicos está ensayando una obra de teatro. Para el mundo nada de esto importa antes, porque el resultado de la Conspiración de los Dramaturgos Emergentes, como el resultado de la conspiración de los tiradores solitarios, sólo se conocerá después. Una vez que la sangre manche el asfalto o que el texto se haya estrenado. Tras el acierto o el fallo de la detonación.
Y hablando de Julio César… permítanme hablar de Shakespeare, y con él de otros autores clásicos que me construyeron y me dieron recursos, pero preeminentemente él. No puedo calibrar la fortuna que he tenido de encontrarme en mi vida profesional en varias ocasiones con este coloso. Nuevamente cero dogmas, pero considero firmemente que todo dramaturgo debería acercarse a los clásicos siempre que pueda, no solamente como lector o espectador, sino como versionador, dramaturgista, o como queramos llamarlo. Al trasladar un texto canónico a un público contemporáneo es inevitable detenerse en el qué y en el cómo. Resulta fascinante observar cómo esos autores jugaban con las estructuras, cómo sus personajes son pura carne de escenario, cómo la palabra guía la acción y es puro espacio. Su teatro es compulsivo, es imperfecto y basto incluso, bello, apolíneo y exuberante, sanguinolento, paroxista en ocasiones. Es teatro, joder. Y cuanto más tiempo te detengas en Shakespeare, más posibilidades tendrás de que te regale cosas. Creo que su obra me ha traspasado de parte a parte por lo alejado de ser una literatura docta. A ver, claro que lo es, y ha sido digna de los más sesudos estudios (demasiados, probablemente), pero lo que me arrebata de su teatro y lo que contradice lo académico es que es un amplio muestrario de toda pasión humana, de las altas, mostradas por muchos, pero sobre todo de las de baja estofa, sin miramientos y hasta con recreo, enseñadas mucho menos por otros autores por aquello del decoro y del pudor. Esto es lo que lo diferencia y por ello es por lo que se le conoce como el inventor de lo humano. Son consustanciales a la condición humana, todos esos personajes de denunciable moralidad, y Shakespeare hace las veces de notario de este hecho, lo constata. Hoy ocupa el lugar que debe en la literatura universal, pero no siempre fue así: durante dos siglos fue repudiado, tildado de loco e irrepresentable. Y todo esto, precisamente, por su impudicia. Tuvo que ser otro loco, Víctor Hugo, quien lo rescatara del olvido ensalzando justo aquello por lo que había sido rechazado durante doscientos años. Belleza hay a espuertas en sus palabras, pero también mucha tripa y mierda (¡!). Macbeth es una espiral de locura y sangre, Tito Andrónico descuartiza a Chirón y Demetrio, los pasa por el horno y se los da de comer a su madre, que mastica sin saber lo que mastica; Cordelia, la hija buena de Lear, muere ahorcada en una celda, Romeo y Julieta fallecen víctimas de un equívoco por segundos de diferencia; Cleopatra se entrega a una muerte dolorosa y larga acercándose una serpiente al pecho; el Duque de Clarence en Ricardo III acaba muerto en un tonel de vino con dos perros decapitados sazonando el caldo… Y es justo a esto a lo que me refería hace ya un rato con lo de la aplicación de según qué técnicas actorales a la escritura. No puedes hallarle lógica a parir la imagen de un tipo que yace en vino con un par de cabezas de perro. Pero es justo esta la labor que diferencia al dramaturgo de un actor o de un director: un escritor ha de ser osado y cero complaciente, tiene que retar y no ser cómodo. El actor también ha de ser valiente, pero si es a texto escrito, sobre un material que ya existe, no es lo mismo en absoluto. Quizás estos retazos de Shakespeare sean explícitos de más, pero ocurre tres cuartos de lo mismo con Beckett, Chéjov o Lorca. No se trata de la sangre, no se trata de la violencia, se trata de saber cómo romper un orden establecido para que pueda tener vida en escena. Quizás esta definición sea ramplona, pero creo que un dramaturgo tiene que crear el caos sobre el que un actor y un director deben encontrar su propio orden, por entrópico que éste sea. Todo texto de teatro tendrá que suponer un reto; si no, no será teatro. Esto lo aprendí con Shakespeare. No soy capaz de cuantificar el valor que ha tenido para mí como dramaturgo el haber podido trabajar sus textos con frecuencia. Hasta la fecha, profesionalmente, he versionado Otelo, Enrique VIII, Trabajos de amor perdidos, Medida por medida y El mercader de Venecia. Cada uno de estos trabajos ha sido muy diferente al anterior, porque cada puesta en escena nació de un lugar distinto, en ocasiones diametralmente opuesto al precedente. En Otelo enhebré la trama con retazos de El extranjero de Camus; en Enrique VIII (obra que me convirtió en el primer dramaturgo español en representar una versión de Shakespeare en el Globe Theatre de Londres) saqué a flote la trama secundaria de Catalina de Aragón, convirtiéndola en la principal; en Trabajos de amor perdidos (nuevamente producida por el Globe) pude cometer la osadía de recrear un acto v (inexistente en el original); Medida por medida la dirigí yo mismo, y uno de los retos aquí (la obra presenta muchos, los ingleses la llaman problem play) consistió en adaptar un dramatis personae extensísimo para sólo cinco actores. En El mercader de Venecia me entregué a la propuesta de dar forma a las inquietudes que un texto tan políticamente incorrecto leído hoy provocaba en el equipo. Nuestra obra finalmente se llamó Mercaderes de Babel. Todos estos shakespeares me han marcado y, aun estando yo a un millón de kilómetros de su saber hacer, han estado a mi disposición, en el trabajo, muchos de sus recursos para aplicarlos a mis textos. Espero haberlo hecho con tiento. A lo largo de mi carrera también he podido habitar otros clásicos como Cervantes, Bulgákov o John Webster, y abordar cada uno de ellos ha sido un privilegio. Aspiro a que hayan dejado honda huella en mí y a poder tener nuevamente la oportunidad de tratarlos. Cuando he andado con ellos, he andado sobre hombros de gigantes.