Mariana Enriquez
Nuestra parte de noche
Anagrama, Barcelona, 2019
670 páginas, 22,90 € (ebook 13,99 €)
POR ANTONIO RIVERO TARAVILLO

 

La argentina Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) ha conseguido algo en verdad difícil: ascender a la primera fila de la escritura hispanoamericana desde un género doblemente marcado como minoritario, el cuento, y, además, el cuento de terror, sospechoso habitual de ser literatura de segunda. Sirva para este marbete de cuento de terror un amplio espectro (¡vaya, ya salió un fantasma!) de obras que van del suspense psicológico a lo abiertamente «de miedo», y con un abanico de influencias que Enriquez asimila y reinventa, trasladando lo gótico a su país. La autora ya había demostrado su maestría en dos colecciones: Los peligros de fumar en la cama y Las cosas que perdimos en el fuego (publicadas en orden inverso en Anagrama). Posteriormente, publicó La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo. Ni que decir tiene que Enriquez halla en la compiladora de la Antología de la literatura fantástica (junto con Bioy Casares, marido suyo, y Borges) un aire de familia, especialmente en los cuentos de terror que surgen no con gran aparato de prodigios, sino con la aberrante naturalidad de las amenazas de lo cotidiano.

Ahora ha ganado el Premio Herralde de Novela con Nuestra parte de noche. No sorprende que el galardón haya ido a parar a una autora de la casa (Anagrama), puesto que es práctica habitual en editoriales grandes y medianas la de barrer para adentro, pero sí puede causar estupor que Enriquez parezca haber dado el salto a la novela con un volumen cuya narración supera en una las seiscientas sesenta y seis páginas (quede ahí el dato para los amigos de la numerología) después de haber cultivado la distancia corta; también puede sorprender que el premio, se entiende que generalista, haya ido a parar a una obra de literatura de terror. Cabe apuntar, no obstante, que Enriquez ya era autora de un par de novelas (mucho más breves) y que, además, no es de terror a secas Nuestra parte de noche, pues también está presente en ella la imagen de la Argentina de la dictadura y del regreso (con dificultades) a la democracia, sin que se eluda lo político como contrapunto realista al mundo de lo sobrenatural o fantástico.

La novela cubre varias décadas, con saltos atrás, en la historia de una secta (la Orden) de origen británico, aderezo africano y ramificación argentina. Su razón de ser es la búsqueda de la inmortalidad, aunque sea mediante el expediente de que un alma o individualidad pase a otro cuerpo en una transmigración forzada en el recipiente, una metempsicosis que tiene más de violación de un organismo que ya existe que de reencarnación hindú o céltica en otro ser al que no se usurpa, porque se nace siendo él. Esto de apoderarse de cuerpos para seguir viviendo en ellos quienes mueren no es nuevo, por supuesto, pero sí un ansia vieja de quien ilusamente se resiste a la paz que da el cesar por completo. Edgar Allan Poe, maestro del género de terror, reseñó en 1836 la narración de Robert M. Bird Sheppard Lee, escrito por él mismo, donde se cuenta cómo el alma de un difunto va apoderándose de diferentes cuerpos. Aquel relato, sin embargo, posee un tono jocoso (o Poe se lo otorga) que lo aleja de lo terrible de la novela de Enriquez.

Los principales protagonistas son aquí un padre, Juan, y su hijo Gaspar. El primero posee características que lo convierten en médium, alguien que abre las puertas de la oscuridad en rituales escabrosos durante los cuales hay mutilaciones y seres que resultan engullidos en medio del éxtasis de los asistentes, algunos de los cuales actúan como escribas de los mensajes que pueda proferir la oscuridad. El argumento de la novela es la lucha de Juan por evitar que su hijo siga sus pasos y escamotearlo a la Orden, a los planes que ésta tiene para Gaspar. Virtud de Enriquez es no haber hurtado un solo aspecto desagradable a Juan, que es personaje lleno de matices y contradicciones, lo que lo hace más de carne y hueso (ambos castigadísimos por las ceremonias a las que se ve sometido). Hay mucha presencia corporal en las descripciones de padre e hijo: sudores, migrañas, debilidad, dolores, cicatrices.

Aloysius Bertrand escribió los precursores poemas en prosa de Gaspar de la noche, donde reina la fantasía y se cita a Nostradamus. Ravel lo llevó al piano. El poeta colombiano León de Greiff lo homenajeó, parafraseándolo en algunos libros que escribió con máscara (a lo Yeats). Mariana Enriquez ha escrito un libro que, teniendo poco que ver con el del francés, bien podría adoptar su título, que incluye el nombre de su atormentado protagonista y, por noche, a la oscuridad que lo persigue, ciega.

Siendo en general poderosas las descripciones, éstas adquieren una particular intensidad en dos momentos concretos en los que Enriquez exhibe la gran capacidad plástica de su prosa: el primer ceremonial oficiado por Juan y, años después, la desaparición de una niña, Adela, en una casa cuyo interior no se corresponde con el exterior, y que constituye uno de los viajes al Otro Lugar de los que hay varios más en el libro, donde el mal acecha y la crueldad se desparrama con una gratuidad apabullante. He escrito la palabra mal, y es preciso añadir de inmediato que no hay en la novela el maniqueísmo signado por ideas religiosas de la lucha entre mal y bien, oscuridad y tinieblas. Hay personas que tratan de vivir sus vidas con normalidad pese a todo, y de otro lado está el mal que las reclama y trata de devorar.

La Orden está formada por personas de extracción social alta, grandes propietarios en connivencia con el poder y los militares. Y hay personajes, que, por el contrario, son activistas políticos y pagan las consecuencias. Hay escenas de manifestaciones y represión policial, ya después de la dictadura. Y también, igual que se recrea con gran verosimilitud el Londres de los sesenta, con el hipismo, las drogas y la psicodelia, se traslada aquí el mundillo artístico argentino de finales de los ochenta y de los noventa, época de Alfonsín y Menem, y el impacto del sida que roza a algunos de los personajes. El episodio en el que Pablo, un amigo de Gaspar, visita un cine frecuentado por homosexuales promiscuos, enclave de orgías tenebrosas amenazadas por la destrucción, tiene correspondencia con las infernales incursiones al Otro Lugar en diferentes momentos de la novela.

Se distingue entre lo divino y lo sagrado, se muestra un buen conocimiento de las sociedades secretas (¿es el personaje Thomas Mathers trasunto de MacGregor Mathers, uno de los fundadores de la Golden Dawn que llegaría a enfrentarse a Aleister Crowley?). Hay frases que parecen firmadas por Stephen King: «El estado de clarividencia, cuando, cuando es permanente, es locura». O por Lovecraft: «Los dioses siempre tienen hambre». Enriquez es buena lectora de poesía, como lo son Juan y, por influencia de éste, Gaspar. Hay varias alusiones a Keats y también a Yeats. Del segundo, una cita explícita de The Wanderings of Oisin y otra implícita (p. 466) del poema «Presences» («presencia», palabra ominosa y lovecraftiana donde las haya y que con ese sentido aparece en el libro): «One is a harlot, and one a child / That never looked upon a man with desire, / And one, it may be, a queen». La cita es más relevante si se tiene en cuenta que otra palabra que aparece en el poema es «monstruos». Los primeros versos, traducidos: «La noche ha sido extraña. Parecía / que el pelo se erizaba en mi cabeza. / Soñé desde el ocaso que mujeres, / con un frufrú de encajes o de sedas, / tímidas o alocadas, ascendían / mi crujiente escalera».

La autora crea ambientes en los que el lector a veces no logra respirar, y consigue muy bien trasladar ese viaje a Misiones (adonde fue a suicidarse el gran cuentista argentino Horacio Quiroga) en secuencias que perfectamente podían salir de una road movie. Aletea sobre la novela toda, por otra parte, una idea de fatalidad que se manifiesta en frases como ésta: «él solamente debía ir hacia los que buscaban, había un corazón negro que lo necesitaba y algún día él cumpliría sus deseos porque, cuando no se puede pelear, la única manera de estar en paz es rendirse».

La parte más pegada a la realidad argentina es el documento titulado «El pozo de Zañartú», un texto atribuido a una periodista llamada Olga Gallardo. Aquí se nota la capacidad a lo Leila Guerriero o Martín Caparrós para la crónica de Enriquez, periodista subdirectora del suplemento Radar Libros del diario argentino Página/12. Sirve como correlato histórico y social de las torturas y desapariciones que promueve la Orden, y luego será bien insertada en la acción de la última parte. El final de ésta es, en mi opinión, el tramo más débil de la novela. Se diría que, fatigada por el esfuerzo, Enriquez no logra trasmitir ya con fuerza el desenlace. Envejecidas, las altas instancias de la Orden (un heteromatriarcado brujeril) no ofrecen ya resistencia a Gaspar y se desmoronan como un castillo de naipes, de Tarot si se quiere, pero cartas que caen al cabo, más farol que otra cosa. No creo que la novela sea excesivamente larga ni lenta, pero sí que la autora se debería haber esmerado más en estas páginas postreras.

Por otra parte, el lector acaba con la impresión de que un personaje tan importante como el de Rosario, esposa y madre respectivamente de Juan y Gaspar, y que goza de cierta detallada atención en algunos momentos, luego queda deslavazado y se esfuma no tanto porque su vida haya sido reclamada por la secta, sino porque no se dibuja bien qué sucedió con ella, aspiración legítima del lector, que al menos en varios momentos se pregunta, con Juan, por cuál haya sido su suerte.

El libro, sobre todo al comienzo, incurre en algunos errores y erratas atribuibles a las prisas por editar el original premiado. Si no, no se entiende que se dé como título del famoso poema de Eliot The Wasteland (sic, p. 9), cuando lo correcto es The Waste Land; se acentúe «rió» (p. 15) y no se haga lo propio con el adverbio de afirmación sí: «si y no» (sic, p. 16), «dijo que si» (sic, p. 97); el solecismo «la ducha estaba demasiada baja» (sic, p. 21); «las árboles» (sic, p. 117); la duplicación de la palabra «acerca» en «lo que él piensa acerca acerca de» (sic, p. 402); «asistente del Graciela» (sic, p. 437); «acercó su boca a la Eddie (se omite el «de», p. 454); punto en lugar de coma (p. 586). Naturalmente, son deslices de poca importancia y fáciles de subsanar. La autora ya ha hecho bastante con escribir tan formidable novela, pero Anagrama debe incluir las correcciones oportunas para la segunda edición, más que merecida.