Edward Wilson-Lee
Memorial de los libros naufragados.
Hernando Colón y la búsqueda de una biblioteca universal
Traducción de María Dolores Ábalos
Ariel, Barcelona, 2019
441 páginas, 21.90 €
POR BLAS MATAMORO

 

Cristóbal Colón tuvo dos hijos: uno matrimonial, Diego, heredero formal y destructor de buena parte de sus archivos, y Hernando, extramatrimonial, heredero simbólico, archivero y bibliotecario. Aquél se casó y dejó descendencia de diversa calidad. Éste murió soltero, con una vida sin mujeres, salvo su madre. Vivió hasta el final con su amigo íntimo Vicente del Monte y en su testamento dejó una suma de dinero a Leonor Martínez, hija de un posadero de Lebrija, como descargo de conciencia (sic). Estas íntimas minucias acrecientan lo novelesco de su retrato, que se completa con la narración, más bien fantástica, de la vida de su padre. Digamos que si Diego tuvo un padre histórico, Hernando lo tuvo legendario, lo inventó a su medida y se apoderó de ella. Durante siglos, las biografías fueron relatos paradigmáticos que proponían ejemplos de buena conducta a las gentes. Luego vino la historia y tradujo a los héroes, que pasaron a ser sujetos de carne y hueso, luminosos y tenebrosos, benévolos y dañinos. Colón lo intuyó. Echó sombras sobre su origen y, de hecho, sólo sabemos a ciencia cierta algo de él por sus viajes, que aseguraron la ruta por la que España habría de construir su único verdadero imperio.

El descubridor fue acaso también vendedor de libros, entre ellos los que le permitieron fantasear un viaje de vuelta al mundo. Lo acabó pergeñando con los reyes de Aragón y Castilla pero bien pudo hacerlo con los de Portugal o Francia. Quien endereza esta maraña de datos es Hernando, cuando escribe la vida de un Cristóbal Colón paladín de una novela caballeresca, señalado por la Divina Providencia para conquistar tierras en nombre de una verdad revelada y mesiánica, mediatizada por una entidad entre mundana y celestial llamada España.

Se trata de una leyenda pero la historia convierte el pasado en leyenda, según asegura Voltaire. Leyenda: algo legible. De la mano y la pluma de Hernando, su padre se convirtió en la figura novelesca de Washington Irving y Salvador de Madariaga, teatral de Paul Claudel y Antonio Gala, de una cantata de Carlos Gomes y unas óperas de Filippo Marchetti, Darius Milhaud y Leonardo Balada. Otra historia ve en Colón a un visionario ambicioso, que pretendía ser el señor de las tierras descubiertas o apenas intuidas y que, graciosamente, ponía las Indias en manos de los reyes peninsulares, cumpliendo con un mandato divino. Altanero y mandón —¿cómo, si no, guiar a sus mesnadas?—, deficiente gestor, chapucero como explorador, despiadado con los indígenas, dejó a los suyos enredados en pleitos con la corona, de modo que ésta debió recurrir a otras leyendas, esta vez paganas, para sostener que las Indias eran las Hespérides ya vistas por los griegos.

Entre ambas vertientes, la histórica y la romancesca, discurrió la vida de Hernando Colón. El principal mérito de la narración que se comenta es distinguirlas y no buscar una síntesis igualmente novelesca. Wilson-Lee imagina a partir de los documentos pero no los inventa. Su erudición es puntillosa y la expone con orden y frecuentes paisajes amables de lugares y personas, siempre fluyendo a través del tiempo. Contar es razonar, puede ser su lema como historiador.

Hernando convierte el proyecto fantástico de su padre en una circunnavegación por esa imagen del mundo que, para un humanista como él, cobra la forma de una biblioteca: un cosmos donde caben todos los dichos de la humanidad convertidos en textos manuscritos o impresos. Incluyo en ellos las anotaciones marginales del coleccionista pues, como todo buen lector, leía pluma en mano. Lo guiaba una suerte de obsesión clasificatoria, a su vez conducida por una confianza renacentista en el orden natural y jerárquico de las cosas: dominamos las cosas por la palabra como los humanos dominamos a los animales y los varones a las mujeres, fierecillas domadas. Palabras: no sólo notas al margen, sino un idioma secreto propio del bibliógrafo. Lo mismo con los epítomes que organizan la temática de los volúmenes, a veces mixta, compleja y enciclopédica. Hasta es posible «leer» sus jardines y huertos, donde plantó miles de ejemplares de árboles y plantas de las Indias, de Asia y de Europa, muchos de los cuales aún crecen y se reproducen en las calles, los parques y las plazas de Sevilla.

Así como su vida es parca en relaciones íntimas, es abundante en amistades y colaboraciones que, por su variedad, apuntan a un temperamento ecuménico y tolerante. No hay decisiones religiosas en su vida, aun cuando le tocaron vivir tiempos de revueltas y represiones en el seno de los cristianismos. Si bien alguna vez le pidió permiso al emperador para hacerse fraile, nunca llegó al extremo y el biógrafo entiende el gesto como una artimaña para conseguir mejores favores imperiales. Por lo demás, se codeó con los más exquisitos eruditos de Europa, con la ruda marinería de su padre y con los indígenas que se defendían con todas sus fuerzas del avance imperial, de modo que, junto a don Cristóbal en el cuarto viaje, casi no vuelve y deja sus huesos en América.

Quizá su máximo esfuerzo como humanista universal sea un inconcluso diccionario del latín moderno. En efecto, la lengua madre de las romances había quedado anticuada y petrificada en una Edad Media que los modernos querían dejar atrás. Y, dado que un solo mundo —hoy diríamos que globalizado— exige una lengua franca, que ella sea el latín. En rigor, el proceso globalizador ya había empezado con Colón, Vasco da Gama y la pareja de Magallanes y Elcano. Los Colón imaginaron un imperio mundial de modelo romano, con España en cabeza. La investigación llevó a Hernando a averiguar la historia de las palabras, es decir, su etimología posible, a comparar el latín con la diversidad de otras lenguas, o sea, el comparatismo, la autoridad de los clásicos, las alteraciones semánticas que traen los siglos y que enriquecen el campo significante de una lengua. Como en casi todo, Hernando tenía una noción naturalista de la palabra. Un solo ejemplo: que la letra «A» encabece el abecedario latino y sea la inicial de la palabra «Aleph» del hebreo no es una casualidad. Hubo una lengua originaria con la cual Dios se entendió con Adán (otra «A», de paso). Dios, para una mentalidad como la de Hernando, equivale al garante de la unidad natural del universo y de la continuidad del ser de las cosas, o sea, de su realidad como una constante ontológica.

Paralelamente, el lingüista que hay en él —me refiero a Hernando, no a Dios— estudia la variedad de las lenguas como algo histórico, que señala su inestabilidad en el tiempo y que, en consecuencia, impone la existencia de diccionarios. La lengua franca —para el caso, el latín— se convierte en la lengua de todas las lenguas, a la cual ellas son traducibles. La comprobada esfericidad de la Tierra pone en manos de España la unificación mundial, espacio de expansión latina. El inconveniente es que el emperador no sea español sino austriaco de Borgoña, pero esa es otra historia.

De la biblioteca hernandina sólo ha llegado a nosotros un pequeño resto. En 1537 constaba de quince mil piezas, que se supone pudieron llegar a ser veinte mil. De ellas, reunidas en Sevilla, subsisten cuatro mil. Naufragios, inundaciones, hurtos, ventas furtivas, hogueras inquisitoriales dieron cuenta de lo demás. Los cuadernos de bitácoras del almirante se pueden conocer hoy por las copias que hizo el padre Las Casas. El detalle y la cuantía del conjunto es factible juzgarlos gracias a los catálogos redactados por el mismo Hernando y un equipo de ayudantes o sumistas. En aquéllos aparecen unos cuantos volúmenes que hicieron esta biblioteca sospechosa de ser herética o, por lo menos, peligrosamente heterodoxa. Había textos luteranos y estaban las obras de Erasmo de Rotterdam, amigo del coleccionista y precursor de la Reforma, con su defensa de una espiritualidad libre, basada en la fe y no en las instituciones eclesiales. Entre los clásicos figuraba Lucrecio, un clásico del materialismo, que veía el universo como un conjunto de átomos que entrechocan entre sí —hoy diríamos que interactúan— en un espacio cósmico abandonado por los dioses. El alma humana también es algo físico y mortal. Estos detalles explican que, tras la muerte de su fundador, el legado pasase a las indiferentes manos de su sobrino Luis Colón, quien lo confió a la Iglesia, con lo que acabó arrumbado en un altillo de la catedral. Menos explicable es que haya permanecido allí varios siglos y que aún en el novecientos volviera a ser víctima de las inundaciones.

Una colección de tal índole merece esta definición de Wilson-Lee: «Una biblioteca nace sólo cuando los libros guardan relación con otros libros y con otras cosas que no están en la biblioteca». Ampliando lo dicho: uno de los instrumentos de organización del mundo. Nombrar y clasificar equivalen a entender, a hacer mundo. Y esto vale no sólo para la dominante presencia de las palabras, pues comprende dos series de canciones con sus correspondientes partituras, que componen el rescatado Cancionero colombino. Y aun otros signos, como los jeroglíficos egipcios, que permitieron estudiar los similares hallados por los conquistadores entre aztecas y mayas, más lo bibliogrifos inventados por el propio Hernando para realizar la clasificación temática de las piezas. En cuanto a lenguas, se sabe que el fundador conocía el latín, el griego y tal vez algo del hebreo, entre las clásicas, y que podía defenderse con las nacionales modernas de su tiempo. Para completar este panorama semiológico corresponde anotar sus cartografías, aptas para la navegación, y un relevo exhaustivo de lugares y poblaciones de España, que quedó incompleto, seguramente por presiones de los señores locales, que no querían inspectores públicos en sus dominios.

El único heredero jurídico de Cristóbal Colón fue su hijo Diego quien, a su vez, en su testamento ratificó esa exclusividad y, para mayor humillación de su hermano menor, a quien dejó una pequeña suma, lo designó albacea para que pleiteara sobre el señorío del mundo nada menos, como antes lo había hecho en Roma por los embrollos matrimoniales del mayor, ante el Tribunal de la Sagrada Rota. En 1534 la justicia española rechazó las pretensiones de los Colón y las redujo a unas módicas posesiones y un puñado de títulos nobiliarios. Hernando era ducho en estas complejidades porque había participado en las arduas, prolongadas e inútiles negociaciones entre España y Portugal para fijar la ubicación geográfica del meridiano de Tordesillas, es decir, la partición del planeta en hemisferios y gajos.

El emperador mejoró la pensión del menor de los Colón pero, en verdad, su haber hereditario es mucho mayor: una biblioteca que es la imagen del mundo, un mundo del que se adueña el hombre del humanismo, con la naturaleza y hasta con el mismo Dios a su favor.