POR ISABELLA THOMAS
Querría compartir con ustedes uno de los últimos días que pasé con mi padre antes de su infarto cerebral el 27 de abril. Fue el lunes después de Pascua, estábamos en el campo, en Suffolk. No se sentía bien. Soplaba un viento frío y no podía caminar a gusto; le irritaba sentirse tan frágil. Le había afectado mucho el referéndum sobre nuestra pertenencia a la Unión Europea, una causa a la que había dedicado muchas energías durante su vida. Le partió el alma esta terrible votación que dividió a Gran Bretaña.

Pero luego, cuando vino la tarde y no sentamos a cenar, abrimos una botella de vino tinto y, por alguna razón, la conversación derivó hacia al Imperio austrohúngaro. ¿Por qué lo llamaron así? ¿Fue inevitable su fin? ¿Y Stefan Zweig? Mi padre se animó; hablar otra vez de estos acontecimientos históricos era para él como volver a casa. Su sabiduría sobre un vasto periodo de la historia europea siempre me asombró. Los Hohenzollern, los Habsburgo, Carlomagno, el Sacro Imperio Romano Germánico, por no hablar del contexto español o de las grandes figuras del Siglo de las Luces o el Renacimiento o de las facciones medievales, como los güelfos y los gibelinos: todos estos personajes europeos poblaban su imaginación, y entraban en su conversación detalles de sus vidas como si hubiesen sido viejos amigos suyos.

Se iba animando. Disfrutó de la conversación y se fue a la cama tan afectuoso y alegre como siempre, disculpándose por su mal humor de la tarde.

La última vez que vinimos mis hermanos Inigo e Isambard y yo a Madrid con mis padres, todos juntos, fue en 1980, cuando editaron una nueva versión de La Guerra Civil española. Tuvimos una cena en ese establecimiento tan encantador y anticuado, Lhardy, donde un grupo de personas, entre ellos un general y un antiguo comunista, se sentaban en torno a una mesa muy larga y pronunciaban discursos. Se podía palpar la emoción de ese periodo de la Transición, esa situación tan nueva y tan interesante en que podían sentarse en la misma mesa personas que antes desconfiaban los unos de los otros. Mi padre habló mucho del periodo de la Transición, que muy pocos fueron capaces de predecir. Sabía, como otros, que hacía falta profundidad y mucho tacto para llegar a un compromiso tan complejo como aquél. Y me acuerdo bien de que aquella noche me sentía muy orgullosa de ser capaz de pronunciar nombres para mí impronunciables: Salas Larrazábal, García Arteaga. Por ser hija suya la gente me prestaba atención y me hacía preguntas.

Recuerdo con cariño los chistes y las historias que contaba mi padre. Escribió algunas como libros para niños, a los que acompañaba de ilustraciones inimitables. En una serie llamada Bellabot, contaba las historias de una niña pequeña de tres años, muy mandona, que siempre tenía cara de enfadada y que intentaba controlar a la gente de su casa para navegar sin esfuerzo entre sus hermanos mayores y llegaba a manipular a los políticos y hasta al papa, sirviendo vino blanco cuando quería poner orden. Como en los mejores libros para niños, nos reíamos a carcajadas con estas historias tanto los pequeños como los mayores. Le pedíamos una y otra vez que nos las contara, y acababa cediendo, muchas veces contra su voluntad; la sopa se nos atragantaba de risa.

En una ocasión, encontró un erizo en el jardín de su madre, muy tarde por la noche: acudió a la enciclopedia para averiguar qué comen los erizos y, al final, le puso un tazón de leche; según él, el erizo estaba asustadísimo. Al día siguiente, salió al jardín y descubrió que el presunto erizo era una escobilla de baño.

Disfrutábamos mucho con las imitaciones que hacía en Navidad de políticos gruñones como Harold Wilson o Edward Heath, dictadores llamativos como Robert Mugabe. Estiraba el labio inferior como si estuviera enfurruñado y ponía todo tipo de caras. También imitaba a personajes de Alicia en el País de las Maravillas, como el Sombrerero, o hacía de camarero torpe (al estilo Groucho Marx). Ése era su fuerte. Mi padre siempre daba lo mejor de sí mismo.

Cuando éramos pequeños, le encantaba dar largas caminatas para explorar las montañas del norte de la Toscana, perderse entre los matorrales y encontrar el camino a casa utilizando un mapa viejo y medio roto que desenrollaba de un soporte de madera. A veces, atravesábamos los Apeninos durante veinte kilómetros y llegábamos a la plaza de la Señoría en Florencia como mendigos medievales, cubiertos de zarzas y hierbajos. Todos los años íbamos en coche de Londres a Italia, con mi madre al volante, cruzando Francia por rutas diferentes, todas emocionantes, y parábamos en la primera abadía cisterciense, en el lugar de nacimiento de Proust o en el paraje donde se libró alguna batalla remota. «Por aquí condujo Aníbal a sus elefantes —nos decía—, y fue aquí, precisamente, donde murió el último de ellos».

Nuestras vacaciones de verano eran, como él gustaba de decir, «vacaciones del siglo xx», y pasábamos meses en casas espartanas de granjas en la cima de las colinas, lejos de cualquier aparato o teléfono y acompañados sólo de cigarras, escorpiones, verracos salvajes y libros.

Aunque creía firmemente en las viejas instituciones británicas, fue siempre individualista y transmitió a sus hijos la convicción de que era esencial preservar la independencia: independencia de las instituciones, incluso de la escuela, que, a su modo de ver, quitaba originalidad y se basaba en estereotipos.

Era un viajero infatigable de gran discernimiento y le gustaba ir a los barrios populares de las grandes ciudades, como el Xochimilco de Ciudad de México o Lavapiés en Madrid. En una ocasión, viajamos él y yo de Nueva York a México en tren y autobús y cruzamos la frontera en Laredo junto a las hordas de quienes tenían que pasar de esa manera. Estuvimos varias semanas vagando por zonas bastante peligrosas del norte de México: Eldorado, Sonora, Chihuahua o Pátzcuaro, y por allí especulaba mi padre por dónde se habría movido fray Vasco de Quiroga o Bartolomé de las Casas.

Le divertía ir a comer o a cenar a restaurantes de postín con camareros estirados y alimentos «insustanciales», como solía decir. Con el paso del tiempo, le gustaban cada vez más las formas y la formalidad: era su manera de rebelarse contra la cultura contemporánea y de rendirle tributo al pasado.

Le encantaba mantener conversaciones absurdas con mi hijo Alexander, ése era uno de los pequeños placeres de sus últimos años. «No quiero desayunar», le decía, no break-fast, sino break-slow. A los niños les chiflaban sus bromas. Se pasó horas escribiendo con Alexander en su estudio un «Diario de Hugh», lleno de juegos de palabras e historias extrañas.

Le gustaba mucho su trabajo y le dedicaba muchísimo tiempo. «Pero, papá, no trabajes en Navidad», le pedíamos, y él nos respondía: «Tienes que entender, hija, que el trabajo es mi mayor placer».

Mi padre tenía eso que los ingleses llamamos «un temperamento galés», en referencia al país de Gales, con sus valles verdes y sus montañas; quiero decir que pasaba de momentos de gran jovialidad y alegría a otros de tristeza que no podía disimular. Cuando se enfadaba, podía resultar terrible, como un Beethoven en un mal día. Al final de su vida, desarrolló una aversión muy marcada por lo que él consideraba que era la falta de formalidad de la juventud inglesa. Nosotros nos acostumbramos y sabíamos sobrellevarlo en familia; pero nos daba la impresión de que algunos amigos se quedaban perplejos. Si resistían, veían que superaba esos brotes de mal humor y recuperaba enseguida el talante jocoso y expansivo que lo caracterizaba.

A Hugh le gustaba provocar y llevar la contraria, en el mejor sentido. Resultaba muy exigente cuando leía un artículo y hacía anotaciones al margen con grandes letras mayúsculas. Aborrecía los vulgarismos y las expresiones coloquiales carentes de sentido, los infinitivos sueltos o el uso de sustantivos como verbos. Propugnó siempre el uso de un estilo sencillo y bien equilibrado y sentía aversión por la prosa sobrecargada o rimbombante, por no hablar de la prosa académica pesada y pagada de sí misma.

Aunque pudiera ser cáustico al exponer sus argumentos, sabía deslumbrar a sus interlocutores con muestras de educación y elegancia que desarmaban a sus oponentes.

Una vez, durante la amarga campaña sobre la conveniencia de que Gran Bretaña fuera o no miembro de la Unión Europea, allá por los años noventa, mi padre participaba en una cena en Londres. Mi padre era partidario, al contrario del resto de los comensales, de que Gran Bretaña se integrara más en la Unión Europea. El ambiente se caldeó. En un momento dado, el diputado conservador Peter Lilley se giró hacia él y le espetó: «Hugh, lo que estás defendiendo es que capitulemos ante Bruselas, como el general Pétain en la Segunda Guerra Mundial». Mi padre guardó un largo silencio, ensombreció el semblante y dijo: «Lo siento, Peter, pero tengo que pedirte que retires ese comentario».

Era un golpe demasiado educado como para no asumirlo. Asustado, Peter Lilley retiró su observación. Esta anécdota quedó recogida en el libro que Hugo Young escribió sobre las relaciones de la Unión Europea y Gran Bretaña. Conviene añadir que mi madre vio a mi padre a la semana siguiente enfrascado en una conversación con Peter Lilley en el café de un teatro y ambos reían a carcajadas.

Mi padre era una persona muy poco práctica: no sabía encender el horno, no conducía ni era capaz de poner a hervir un huevo. Nunca habría podido hacer todo lo que hizo si no hubiera contado con mi madre. Lo veíamos a veces leyéndole a ella en voz alta a Henry James o Walter Scott y, luego, los dos hablaban de esos libros animadamente. Mi madre acompañó con serenidad, amor y amabilidad el espíritu creativo de mi padre. Su instinto editorial, su cocina, su criterio o su extraordinaria amabilidad y su cultura eran imprescindibles para él. Gracias, Vanessa.