«Los escritores vamos dejando retazos de nuestras vidas en nuestras novelas pero nadie lo sabe»Por Carmen de Eusebio

© Iván Giménez

Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) es autor de más de quince libros, entre los que destacan las novelas La ternura del dragón (1984), Carreteras secundarias (1996), El tiempo de las mujeres (2003), Dientes de leche (Seix Barral, 2008) –galardonada con el Premio San Clemente y el Premio Giuseppe Acerbi–, El día de mañana (Seix Barral, 2011) –por el que recibió el Premio de la Crítica, el Premio Ciutat de Barcelona y el Premio de las Leras Aragonesas–, La buena reputación (Seix Barral, 2014) –Premio Nacional de Narrativa y Premio Cálamo al Libro del Año–, Derecho natural (Seix Barral, 2017) y Fin de temporada (Seix Barral, 2020). También ha publicado los ensayos Enterrar a los muertos (Seix Barral, 2005) –que obtuvo los Premios Rodolfo Walsh y Dulce Chacón y fue unánimemente elogiado por la crítica en varios países europeos– y Filek, el esfador que engañó a Franco (Seix Barral, 2018), y el libro de relatos Aeropuerto de Funchal (Seix Barral, 2009). Su obra está traducida a una docena de idiomas.

 

Fin de temporada es la historia de dos adolescentes, Juan y Rosa, que van camino a una clínica abortista clandestina, pero un trágico accidente de tráfico cambiará para siempre la vida de Rosa. Lo primero que nos llama la atención en esta historia son los personajes. Nada en ellos destaca. Son personajes comunes y corrientes. ¿Qué interés subyace en la historia?

Me gustan las historias protagonizadas por personajes comunes y corrientes, como tú dices. No faltan los géneros digamos «nobles» que se ocupan de los grandes personajes: las biografías, los tratados de historia. De las vidas de la gente común nos ocupamos los novelistas. Y no todos los novelistas. Solo algunos: solo aquellos que buscamos que el lector se identifique con los personajes, y se reconozca en sus sentimientos y emociones, que de vez en cuando descubra un pensamiento propio formulado con palabras ajenas. Cuando existe tal identificación, se produce un pequeño milagro: el novelista se ha acercado a una verdad que le trasciende, una verdad que tal vez no sea universal pero que ha dejado de ser únicamente individual porque implica al menos a esa otra persona, a ese lector desconocido. Pero ya digo que no todos los novelistas buscan ni esa verdad ni ese milagro. Hay otros novelistas que no construyen su literatura a partir de esa relación con ese lector imaginario. De hecho, hay muchos novelistas que ignoran al lector, lo que viene a ser como ignorar la realidad de la sociedad en la que viven.

 

Después de veinte años huyendo, Rosa y su hijo Iván encuentran un lugar donde podrían empezar a llevar una vida estable, y eligen un camping junto a la central nuclear de Vandellós, Tarragona. ¿Por qué situarlos en un lugar como este para comenzar una nueva vida?

Una de las preocupaciones eternas del ser humano es la necesidad de arraigo, ese sentimiento de pertenencia que en un momento u otro de nuestras vidas se manifiesta de algún modo. Rosa es una mujer que ha roto deliberadamente con su pasado y, por tanto, con sus raíces. Pero es también una mujer que, tras una fuga constante, necesita asentarse en algún sitio. Y lo intenta en un sitio que paradójicamente está marcado por la provisionalidad. Una localidad de veraneo que en invierno está casi vacía, un camping que en sí mismo es una imagen de lo temporal, lo no definitivo, un lugar además presidido por las dos grandes moles de las centrales nucleares, que intervienen como una especie de memento mori… Del mismo modo que ya hubo un accidente en una de ellas, podría haber otro que liquidara para siempre su forma de vida. Esa nueva vida que quiere inaugurar no puede ser más provisional. Y eso contrasta con el lugar del que procede, Plasencia, una ciudad histórica, monumental, cargada de pasado, que descubriremos de la mano de Iván, un chico que por la vida que siempre ha llevado ni siquiera se ha planteado esa necesidad de tener unas raíces en algún sitio. Todo en esa madre y ese hijo es inevitablemente paradójico.

 

Iván no había tenido sensación de orfandad hasta el momento en que encuentra una correspondencia dirigida a él y que su madre le había estado ocultando. Conocía de su padre lo que su madre le había contado, realmente poca cosa. Es en ese momento, al conocer a la familia de su padre y la forma en que murió, cuando reconoce la pérdida y, con ella, otra posible vida que nunca tuvo. ¿Ese conocimiento le cambiará la vida o solo le ayudará a entender la realidad?

Toda la historia gira en torno a una serie de preguntas. Una de ellas es: ¿preferimos saber aunque eso que sabemos pueda hacernos daño o preferiríamos no saber y seguir viviendo en un limbo indoloro? Se trata, en definitiva, de la pérdida de la inocencia. Más paradojas: un chico que nunca ha echado de menos a su padre, al que no ha conocido, empezará a echarlo de menos cuando descubra que en el mundo en el que su padre habría vivido no habría sitio para él y que, si él está ahora en el mundo, es solo porque su padre no está. Para un chico de veinte años como Iván, esa paradoja en la que nunca había reparado es algo que le sume en una especie de desconcierto existencial que no está preparado para gestionar. Pero eso también implica el descubrimiento de la complejidad del mundo, lo que a su vez le convierte en una persona más reflexiva, más madura, también más compleja. El viejo tema literario de la pérdida de la inocencia tiene el inevitable correlato del acceso a la madurez y, en cierto modo, a la sabiduría: Fin de temporada es también una novela de aprendizaje, una educación sentimental.

 

Usted perdió a su padre cuando era muy niño, tan solo tenía nueve años. ¿Esa herida solo cicatriza al escribir?

Esa es una de esas heridas antiguas que hace tiempo que perdieron el aguijón, la capacidad de causar dolor, pero que al mismo tiempo te acompañan toda la vida porque se producen en un momento clave de tu formación como persona y te marcan para siempre. Yo no sería el mismo si mi padre, en vez de morir con cuarenta y tantos años cuando yo tenía nueve, hubiera muerto con ochenta y tantos cuando yo era ya un adulto. Pero ya digo que no hay ninguna herida real que tenga que cicatrizar. Es más bien una herida metafórica, y quizás por eso solo admita una cicatrización metafórica como la que puede proporcionar la literatura.

 

La relación entre padres e hijos es muy compleja. En el caso de Iván, sin él saberlo, lleva una vida de huida, una huida que su madre emprende desde el primer momento que decide tenerlo. Su intención es protegerlo de todos aquellos que ella piensa que le harán daño. Sin duda, esa sobreprotección pasará factura. La falta de amor, en muchas ocasiones, crea monstruos. ¿Y la sobreprotección? ¿Cuál es el problema de los afectos en esta relación?

Una de las imágenes icónicas de nuestra cultura es la de la Virgen María amamantando al pequeño Jesús. El cristianismo además no ha cesado de representar el momento en el que, treinta y tantos años después, esa misma mujer recoge a los pies de la cruz el cadáver de ese mismo hijo. Tal vez eso quiera decir algo sobre nosotros como sociedad, como comunidad que a lo largo de los siglos se ha expresado a través del arte religioso y la historia sagrada. No todas las culturas rinden ese homenaje a la maternidad, que constituye uno de los pilares tradicionales de nuestra civilización. Todo eso forma parte de nuestro imaginario colectivo, de un sustrato que sigue viviendo en nosotros aunque las formas de vida hayan cambiado y ni siquiera estén presididas por la religión. Y algo de ese sustrato se manifiesta en las historias de conflictos entre una madre y un hijo, como esta de Rosa e Iván, dos personajes que a veces se comportan como en las tragedias clásicas, en las que salen a la superficie las pulsiones más primarias de la especie humana, ajenas al control y a las limitaciones que la sociedad se ha impuesto en su progreso. Es ahí, en ese terreno de los atavismos, donde ese amor materno amenaza con convertirse en un sentimiento dañino, nocivo, perjudicial.

La familia es algo de lo que en algunas fases de la vida queremos huir y a lo que en otras fases ansiamos regresar para sentirnos seguros y protegidos

 

Una derivada de esa actitud de sobreprotección es el chantaje emocional. Iván, después de buscar y encontrar respuestas, decide quedarse con su madre para no ocasionarle más sufrimiento. Sin embargo, esto conlleva, entre otras cosas, el fracaso en su vida sentimental. ¿La familia puede volverse peligrosa? Hay una larga tradición, de Rimbaud a Gide y que llega a Cernuda, en la que la familia tiene una dimensión sórdida o peligrosa. ¿Qué piensa usted?

La familia como jaula, la familia como refugio. O lo que es lo mismo: la familia como algo de lo que en algunas fases de la vida queremos huir, y la familia como algo a lo que en otras fases ansiamos regresar para sentirnos seguros y protegidos. En esta novela he tratado de combinar ambos movimientos. Para Rosa, la familia es algo de lo que escapar. Para Iván, que en realidad nunca ha tenido más familia que su madre, la familia se presenta en algún momento como una gratificante ensoñación de la que querría formar parte. Pero, sí, las historias de familia son en buena medida historias de fracasos sentimentales.

 

En Fin de temporada la relación filial es de madre e hijo, un patrón muy frecuente en la literatura. ¿Cree que son distintos los efectos en las relaciones de los padres con los hijos?

En cierta medida, Fin de temporada es una respuesta a otra novela mía de hace casi un cuarto de siglo, Carreteras secundarias. En esta eran un padre y un hijo adolescente los que huían de un pasado oscuro. Pero los conflictos que allí se planteaban eran, precisamente por tratarse de dos hombres, bien distintos. Conflictos de poder, una lucha soterrada por cierto tipo de hegemonía, reproduciendo actitudes atávicas, como las de los machos de ciertas especies animales que se disputan el liderazgo de la manada. La relación que el padre y la madre establecen con los hijos está evidentemente marcada por la propia biología. El hijo formó parte alguna vez del organismo de la madre y durante un tiempo, digamos hasta el destete pero seguramente hasta bastante más tarde, se fue alejando de él de forma paulatina. Esa vinculación física no existe para el padre, que tiende a ver al hijo como alguien exterior, ajeno a su propio organismo.

 

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