En varias ocasiones la pareja de novios, Iván y Céline, habla de Nada. ¿Qué función desempeña la novela de Carmen Laforet en la historia?

A unos chicos tan jóvenes como ellos la novela de Carmen Laforet les ofrece algunas claves para interpretar la vida. El contexto histórico de Nada es bien distinto del de los protagonistas de Fin de temporada. La España cainita y siniestra salida de la Guerra Civil se parece muy poco a la España de la transición en la que Juan y Rosa viven su noviazgo y, por supuesto, aún menos a la España europea y democrática de finales de los noventa en la que Iván y Céline viven su historia de amor. Al mismo tiempo que las referencias a Nada ayudan a entender la radical evolución de la sociedad española, advierten también sobre elementos que se mantienen a lo largo del tiempo: entre ellos, cierta dosis de violencia que parece estar implícita en las relaciones familiares. En la novela de Laforet hay personajes que se destruyen a sí mismos al tiempo que destruyen a sus parientes más próximos. Ese potencial destructivo no está ausente en las relaciones de algunos personajes de mi novela a los que también unen lazos de sangre.

 

La atención al niño, sobre todo en la literatura española, es escasa, salvo en la clásica, donde en realidad es siempre un pícaro. Sin duda ha cambiado nuestra percepción de la infancia en la realidad, pero ¿lo ve reflejado en la novela?

Como empecé a escribir muy joven y no tenía mucho conocimiento de la vida, mi primera novela, La ternura del dragón, tenía precisamente por protagonista a un niño. A los veintipocos años la infancia es una de las pocas cosas que conoces bien y tiene la ventaja de que la tienes muy cerca. Recuerdo que una de mis referencias literarias principales fue Un mundo para Julius, de Alfredo Bryce Echenique, una excelente novela que tiene a un niño por protagonista. Pero es cierto que a medida que los escritores nos hacemos mayores el mundo de la infancia nos interesa cada vez menos como fuente de inspiración. A mí lo que me atraía era ese punto de vista infantil que podía mezclar y confundir la fantasía y la realidad. En ese sentido, mi otra gran referencia no era literaria sino cinematográfica: la película El espíritu de la colmena, de Víctor Erice.

La autoficción me interesa poco, aunque las autobiografías, a las que soy muy aficionado, siempre incorporan una buena parte de ficción

 

Usted ha escrito con anterioridad sobre la familia y sus conflictos. La familia es uno de los grandes temas universales de la literatura, se ha escrito mucho y se supone que se seguirá escribiendo sobre las relaciones familiares. En los últimos tiempos se está escribiendo un número importante de publicaciones de autoficción. ¿Cree que pudiera ser la forma que se ha adoptado para amoldarse al tiempo presente?

La autoficción me interesa poco, la verdad, aunque las autobiografías, a las que soy muy aficionado, siempre incorporan una buena parte de ficción: las fantasías que el autor ha elaborado sobre sí mismo, las mentiras o medias verdades con las que en ocasiones modifica el pasado, los silencios sobre algunos rincones oscuros de su propia vida… Pero todo eso forma parte del pacto que el autor establece con el lector, y no pocas veces tiene que venir un biógrafo para contradecir o matizar los recuerdos del propio escritor. En cambio, el pacto que el escritor de autoficción propone es una especie de patente de corso: ese que aparece en la novela es unas veces mi yo real y otras veces un yo inventado, así que no tengo ningún compromiso con la verdad y no tengo que rendir cuentas a nadie sobre lo que cuento o dejo de contar… Yo prefiero no mezclar. Los escritores vamos dejando retazos de nuestras vidas en nuestras novelas pero nadie lo sabe. No sé si algún día escribiré sobre mí mismo porque mi vida no es muy interesante. Pero, si lo hago, supongo que me atendré a las convenciones del género autobiográfico.

 

Díganos algo que le guste de la narrativa española actual y algo que le moleste o encuentre inviable. Es decir, aciertos y logros, aunque no mencione obras ni nombres.

Siempre he seguido con interés y curiosidad lo que escribían los novelistas más jóvenes que yo. Al igual que en los años ochenta, en los que empecé a publicar, conviven las tendencias más diversas, lo cual es un síntoma de vigor y buena salud. Me gusta comprobar que la vieja tradición realista, que tantas veces se ha dado por muerta y enterrada, sigue vivita y coleando. También, como en los ochenta, es una literatura que no se nutre únicamente de los antecedentes locales sino que más bien está abierta a todo tipo de influencias internacionales. El llamado «realismo sucio», que hace más de treinta años renovó la tradición narrativa norteamericana, sigue orientando a muchos de los novelistas y cuentistas españoles que ahora rondan los cuarenta años.

 

¿Cómo ha sido publicar un nuevo libro en estos momentos de pandemia?

Sé de algunos colegas a los que la pandemia bloqueó, al menos en un primer momento. Yo había terminado ya la novela y podría haberme entregado a un bloqueo más o menos voluntario. Pero, precisamente para huir de los fantasmas de la pandemia, me impuse el deber de escribir, que, al fin y al cabo, es crear mundos. Y en los mundos que empecé a crear existen problemas de todo tipo, pero no existe este coronavirus que nos ha amargado la existencia durante tanto tiempo.

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