POR JUAN MALPARTIDA
¿Qué espera encontrar un lector en un volumen de memorias, diarios o autobiografía? La pregunta parece ingenua y se podría aducir que se contesta por sí misma; pero si no la damos por resuelta y la dejamos que haga su labor, que penetre en nosotros, creo que cualquier persona honesta se hallará ante más de un problema. Las memorias del escritor y profesor Rafael Argullol (nacido en Barcelona en 1949) no son un documento histórico, tampoco una confesión ni un texto donde la cronología y el yo se den la mano. En cuanto a lo estrictamente biográfico, lo habitual es que asistamos al resultado de una autoinspección, de tomar al sujeto como otro, y además del recurso de la memoria se supone que el autor utiliza diversa documentación que le permitirá saber lo que no recuerda. Una reconstrucción que puede ser una restauración. Pero puede haber otros recursos, y de hecho en esta obra, Visión desde el fondo del mar (Acantilado, 2010), hay muchos otros niveles, porque asistimos, además de todos los modos mencionados, a la reflexión moral, filosófica, estética; también, en ocasiones, a momentos recorridos no por la memoria y los documentos, personales u históricos, sino por la imaginación: son experiencias que no han ocurrido y que el autor, impelido por el mismo impulso que lo lleva a analizar y contar un recuerdo amoroso, un accidente o un viaje, ha imaginado, y así las ha dotado de una cierta realidad, por lo pronto literaria, pero inmediatamente percibimos que forman parte de esa totalidad inextricable que llamamos persona.

Rafael Argullol: un joven barcelonés que pasaba las vacaciones de verano con su familia en Ribes Roges, un lugar ya mítico en su obra, y donde un pescador en una ocasión le dijo que si le atrapaba un remolino, no opusiera resistencia y se dejara llevar hasta que él mismo remolino lo subiera a la superficie. El joven alto, elegante, de ojos muy claros que frecuentó un gimnasio y pidió que le rompieran la nariz, como así hicieron. Quien quiso ser cirujano y comenzó a estudiar medicina, que pronto abandonaría. El universitario brillante (filosofía, estética), compañero del comunismo de entonces (y de la oposición antifranquista) que le llevó en dos ocasiones por una breve temporada a la cárcel. El estudioso del quattrocento, de Leopardi y del Romanticismo. El exaltador del amor que se enamoró por primera vez a los veinticinco años. Alguien que siempre se ha preguntado: ¿quién es mi interlocutor? Un viajero, y por lo tanto, un solitario. El poeta que ha frecuentado un verso casi en prosa, o una prosa hecha de ritmo. El descreído enamorado de los mitos, que piensa que el alma «es una emoción del pensamiento». Un poeta, un pensador, un narrador siempre, el niño viejo que pasea por la playa y mira y escucha el mar en Ribes Roges; el viejo niño que no ha dejado de ser fiel al sonido del mar y su espiral platónica; a pesar de su antiplatonismo fundamental. Es «alguien que trabaja sigilosamente en medio del olvido», que sabe que lo importante es aquello que tiene la facultad de renacer en nosotros. Lector apasionado, sin modas, sin la angustia de la actualidad, que se ha sentido siempre el héroe de sus lecturas. Alguien que nunca ha dado por terminada su propia casa. Un pensador al que repugnan «por igual los sicarios y los cantores de lo universal», ajeno a doctrinarios, alguien forjado «en la dura y fecunda incertidumbre de la existencia».

Pocos escritores españoles de su tiempo son tan personales y auténticos como Rafael Argullol, pocos que se hayan entregado a una aventura tan tenaz como exigente, regida por fuerzas y energías diversas, pero que pasan todas por una ética de la escritura que no quiere disociarse de la vida, en el sentido de lugar común de todos: el lector implícito de su obra, táctico en su escritura, puede ser cualquiera a condición que se exija lo mejor. Pero siendo todo esto valioso y que, como veremos, son aspectos que sitúan su obra de manera muy singular en el panorama de nuestra lengua, lo que más me impacta es que esas más de mil doscientas páginas de memorias son una presencia absorbente, no un documento sino una realidad plena de vivacidad y lucidez, o dicho a lo Goethe, de belleza y verdad. Argullol logró aunar todos sus saberes y el conjunto no es una alternancia de ellos sino un solo relato, hecho de voces y procedimientos distintos resueltos en una unidad narrativa. En muchas obras biográficas, en numerosos diarios, encontramos pronto, y hasta al final, a un individuo cuya identidad carece de conflictividad: se asiste a lo indivisible, a una morosa acumulación de lo mismo, y por mucho viento que agite las velas generalmente son obras que no tienen puerto. En Argullol, como en Charles du Bos, Gide, Jean Guéhenno o Josep Pla, percibimos a una persona. Ciertamente hay, como en la etimología de la palabra persona, máscaras, no para ocultarse sino para mostrarse mejor. Lo que aparece y desaparece, lo que se insinúa y vuelve, a veces de manera rotunda, como un fuerte viento, frío o cálido, no es un individuo, una realidad mostrenca, sino un ser hecho de una compleja, sutil y lúcida alteridad conducida por un mismo río. A ese río lo llamamos Rafael Argullol, un solitario corregido, cada vez que lo proclama, por un el vasto mundo que lo constituye.

Creo que nuestro autor asentiría ante la afirmación a lo Montaigne de que él no canta el ser sino el tránsito. Lo cual no quiere decir que todo sea momento de paso de lo uno a lo otro. El ser es tránsito, algo que viene muy bien para entender a un viajero empedernido que nos ha contado con maestría en estas memorias algunos de ellos, como «La noche de Otolum», en México en 1981, o el del transiberiano, desde Pekín a Moscú, un texto que hubiera deleitado, creo, a Blaise Cendrars y a un poeta menos conocido, el argentino Enrique Molina, que pensó en hacer una novela, que nunca llevó a cabo, sobre una pareja que viajaría sin fin en un tren. Todos lo hacemos, ciertamente, sólo que ese tren se llama tiempo. Hay autores que al mostrarnos su vida nos la dan paso a paso, de manera lineal, en cambio Argullol, sin rehuir esta forma secuencial del tiempo que avanza, algo irrenunciable salvo en los sueños, une en un mismo capítulo tiempo y sucesos distintos unidos por una dimensión subterránea que los alimenta y conduce. El mismo personaje pasa de una edad a otra muy distinta, de un país a otro, y sin embargo lo leemos con la misma naturalidad (o la inquietud) que recordamos etapas o sucesos de nuestra propia vida. Pasadizos, galerías de la sensibilidad, de las emociones y la memoria.

No deja de ser curioso y encomiable, en una obra tan amplia, que no mencione ni uno solo de sus numerosos libros publicados. Tampoco habla de su vida como profesor de estética en la universidad. No hay nada de currículo. Ni una sola frase que alguna eminencia haya dicho sobre sus escritos. Por otro lado, tampoco es exhaustivo en su evocación de los amigos, y algunos, muy importantes en su vida, no aparecen. Pero sí creo que están todas las mujeres que amó, así fuera durante unas semanas. Se trata de un capítulo que roza el donjuanismo si no fuera porque carece de todos los elementos esenciales que definen a este personaje: la burla, la metafísica cristiana forjada por la relación culpa/castigo y el olvido de una mujer en otra, que es ninguna. Argullol habla de sus amores porque formaron su sensibilidad y le dieron gravedad, en el sentido de afirmación terrena no exenta de cielo.

Rafael Argullol tiene una relación conflictiva con la concepción del individuo heredera, en lo filosófico, del idealismo alemán y, en parte, del Romanticismo, que desplaza el mundo hacia la subjetividad y encierra a ésta en un yo que pareciera dar cuenta de todo o en el que todo desemboca de modo que el eje gravitatorio se inclina hacia él. Aunque esta reserva ante el individualismo nada tiene que ver con la perversa moda filosófica que encarnó Althusser por un lado y, por otro, el estructuralismo. También, se opone a la doxa actual que exalta al individuo, porque en realidad es la máscara del narcisismo y de una angustia que no reconoce su naturaleza. No es casual que su memoria (Visión) comience con su propia prueba de los ADN materno y paterno. No tanto saber quién es (todos tenemos como especie un mismo origen, más bien cercano en términos de especie, algo que sabemos gracias a la moderna genética de poblaciones) sino de saber el camino, un poco a vista de pájaro, que nuestros antepasados han recorrido, sus cruces y alianzas corporales. Rechaza a Narciso y su mito, esa elección del único en primera persona, pero tiene curiosidad tanto por la soledad meditativa del Buda, en cuya escala casuística se van desvaneciendo las identidades, como por el aislamiento de san Antonio en su cueva. El autor, ante los datos que le arroja su historia (etimológicamente: investigación) constata que su identidad está, como la de todos los seres humanos, signada por el nomadismo. ¿Hay que recordar que uno de sus libros se titula precisamente Aventura. Una filosofía del nómada. Por otro lado, es importante saber que Argullol no es creyente; aunque dado que la existencia o no de Dios no le parece una cuestión interesante ni sostenible filosóficamente, tampoco es un ateo. Le gusta pensar en los dioses siempre que sepa —y esto es de una importancia radical para entender su atracción— que en algún lugar no los haya. Además, su obra es rica en reflexiones sobre el arte y la imaginaría religiosa y teológica, al fin y al cabo forma parte de los esfuerzos humanos por expresarnos y responder a lo que somos, de ser lo que somos. Piénsese en Pasión del dios que quiso ser hombre. Su axioma metafísico sería, creo, éste: en el fondo no hay forma de establecer de manera fuerte, suficiente, nada, ni el bien ni el mal, sin embargo hay resquicios… No hay bien absoluto (luego no cuenta con Dios), ni mal (luego el demonio forma parte de nuestros sueños, pesadillas y poemas pero sin realidad ontológica). No cree en Dios en el sentido feídista del término, piensa en él como «una sobredosis de vida de la conciencia».