Estelrich, sin embargo, vehiculó su humanismo mediterráneo para servir un programa de cuño novecentista-catalanista del que D’Ors se mantuvo invariablemente distante. Vivió la irresoluble tensión entre cosmopolitismo y localismo, mediándolo por la vía del humanismo y la actualización de los clásicos, desde un catalanismo militante que lo llevó a asimilar el europeísmo a través del prisma de las naciones pequeñas y de la salvaguarda de las minorías dentro de Europa, entendiéndola como «tradición cultural» transida de diversidad: «Europa es en su interior ante todo diversidad. Y la idea europea no puede ser más que conciliación dentro de la diversidad; acomodación y respeto a la diversidad», afirmaba, admitiendo, a continuación, que de esta diversidad arrancaba el principal problema europeo:

Es indudable también que la organización interior de los Estados europeos entre sí es deficiente; quiérese decir, que está erizada, políticamente, de peligros, en amenaza continua de conflictos. Es evidente también que en el interior de Europa, los pueblos, las colectividades nacionales, cuyos límites no coinciden siempre con las fronteras de los Estados, están descontentos e inquietos, con una inquietud que toma a veces y en ciertos lugares aspectos moralmente trágicos. En resumen; ante el exterior, Europa ha perdido prestigio y poder político; y en su interior, Europa está mal organizada en sus Estados y descontenta e inquieta en sus pueblos.

 

Estaba convencido de que la idea europea era mucho más consciente en muchas de las pequeñas naciones que en los grandes Estados y que las naciones conservaban, «hoy más que nunca», sus «virtudes creativas»: «Las naciones —afirmaba— son el elemento vital, duradero, creador, formador y continuador de la cultura europea» (Estelrich, 1933b, pp. 9 y 13). Desde un cierto romanticismo esencialista, hallaba encarnada en la nación la cultura del espíritu («En la nación reside la parte vital y afirmativa de las colectividades humanas»), puesto que creía en el fondo que el resurgimiento de las nacionalidades favorecería la vitalidad interna europea: «Sólo así una Europa será posible, por encima y por debajo de las fronteras estratégicas y políticas» (Estelrich, 1933b, pp. 14 y 15). En su trayectoria posterior de periodista y publicista, ya dentro del régimen franquista, el pasado catalanista no dejó de granjearle enemigos y reticencias por parte de un buen número de intelectuales, pero, con el sostén de Cambó, logró mantener su modus vivendi en el mundo de la cultura y del periodismo. Tras la desaparición física del mecenas en abril de 1947, su intenso recorrido al frente de las empresas culturales cambonianas, su extensa red de contactos y su experiencia internacional, en definitiva, lo ayudaron, indudablemente, a obtener una posición estable como delegado español en la Unesco, a partir de 1951 hasta su muerte, ocurrida, de forma inesperada, en París el 20 de junio de 1958.

 

LA PROYECCIÓN DE LA CUESTIÓN CATALANA
Estelrich había trabajado con ahínco, fundamentalmente, durante los años de la dictadura de Rivera, en la proyección exterior de la cultura catalana, a través de la campaña de expansión catalana, que, aunque descollaba en su proyección más allá de los Pirineos, no cejaba en el empeño de incidir en la península ibérica. El esfuerzo se traduciría en una activa colaboración en La Gaceta Literaria, financiada por el mismo Cambó, desde la que se impulsó una magna «Exposición del libro catalán», que tuvo lugar en la Biblioteca Nacional de Madrid en diciembre de 1927, con un generoso despliegue en la revista.[iv] Un retrato a lápiz del humanista mallorquín, con su aire escultórico y tupido cabello rizado, aparecía en la portada del monográfico. «¿Dónde termina Cataluña para empezar Castilla?», se preguntaba Ernesto Giménez Caballero, director de la revista, en un coloquio ficticio que precedía una primera semblanza del humanista. Según el interlocutor, «Un portugués se entiende más fácilmente con un catalán que con alguien de Valladolid», pues su lengua es «muy pareja a la de los portugueses». El que firmaba Gegé (Ernesto Giménez Caballero) resumía, de forma esquemática, la tesis de su amigo: «Que Cataluña se distingue de Castilla en la lectura de los clásicos antiguos. Y Castilla de Cataluña, en el sentimiento de América». Los últimos eran «atlantes»; los primeros, «mediterráneos» (Nosotros [Giménez Caballero], 1927, p. 1).

No era una disquisición banal; por entonces Estelrich estaba ocupado en sesudas reflexiones sobre la cuestión de las minorías nacionales. En la misma Gaceta retomaba la cuestión en un artículo en dos partes: «Entre los derechos y libertades necesarios al hombre —escribía en la primera entrega— hay el de guardar sus características personales y colectivas: lengua, religión, cultura. La asimilación forzosa, es decir, la supresión por la violencia, la amenaza, el temor, etcétera, de estas características a favor de otras, es el procedimiento de lucha utilizado por el Estado mayoritario imperialista contra sus minorías nacionales. Éstos son los términos sociales del problema. La opción por una conciencia que aspira a la libertad no es dudosa»; y, tras repasar la actividad de la Sociedad de Naciones —hacía poco, en agosto de 1926, había participado en el II Congreso de Nacionalidades en Ginebra—, concluía: «Vista la imposibilidad de constituir Estados nacionales homogéneos, era necesario pensar, para evitar nuevos irredentismos, en dar garantías a las poblaciones minoritarias que permanecían dentro de las nuevas fronteras» (Estelrich, 1929).

 

Al desembarco cultural catalán en La Gaceta respondía su director con una visita al despacho de la vía Laietana, sede de la Bernat Metge, a «uno de los humanistas más significativos de la nueva Cataluña […], ese gran hombre de acción e incunables que es Joan Estelrich».

 

RENACIMIENTO Y HUMANISMO: VOLUNTAD DE CONTINUIDAD
Estelrich abogaba por una organización clásica de la vida y por la dignificación de su público, por vía del clasicismo humanista, transitando del localismo pintoresco al «sentido de concordia humana, de internacionalismo y de supremacía espiritual». De ahí el concepto y el sentido de resurgimiento o renacimiento, aplicado románticamente, no exento de ribetes telúricos, tanto al individuo como a los grandes colectivos sociales. La operación clasicista se afanaba por convencer de la utilidad de los clásicos para el renacimiento humanista personal; pero igualmente engarzó este mensaje de la continuidad clásica individual al conjunto del discurso humanista europeísta, fuese en los periódicos catalanes donde colaboraba como, más allá de su polis, en los extranjeros, amén de los diferentes congresos y plataformas vinculadas a asociaciones clasicistas, y a la misma Sociedad de Naciones, en los que participó de forma activa en la primera mitad de los años treinta. El espíritu de renacimiento, así lo creía, engendraba pasión educativa (poética, moral o política) y ésta, a su vez, garantizaba la continuidad y la salvación de la civilización, herida tras la Primera Guerra Mundial: «La historia nos enseña con toda evidencia que todo renacimiento auténtico, si es completo, se traduce en humanismo». Y, luchando contra los peligros de la desintegración de la cultura (barbarie y decadencia), creía que el humanismo era voluntad consciente y activa de civilización: «El humanismo es sentido de la duración, de la continuidad, de la tradición; tiene como fundamento el hombre, el respeto de toda cultura, de toda intelectualidad, de toda humanidad. Exige el conocimiento de la filología clásica, no sólo para los hombres de letras, y nuestros universitarios, sino también para nuestros ingenieros, nuestros hombres de negocios y de acción». He aquí resumida, de un artículo en francés, la misión a la que dedicó su vida: actualizar las humanidades y hacerlas accesibles a un público burgués con inquietudes. Según él, el método y el resultado del humanismo era el clasicismo, concebido ya no sólo como el instrumento para «controlar el caos», sino también, a título individual, para alcanzar un perfecto estado de armonía y equilibrio (Estelrich, 1938, pp. 319 y 320).

Estelrich no se aleja nunca de su cometido como intelectual de acción, del periodista consagrado a culturizar la burguesía de su tiempo. Sus escritos y discursos, por lo general, de poco calado, divulgativos y poco exigentes, apelaban claramente a una clase media con afán de instruirse en las bases de la cultura humanística: si a los lectores de La Veu les ensalzaba las bondades de los clásicos, entre otras cosas para seducirlos como futuros suscriptores de la Bernat Metge, a los de Riel y Fomento, revista oficial de los Ferrocarriles del Estado de Argentina, a la que sin duda tuvo acceso por medio de Cambó, con un gran volumen de negocio en aquel país, los instruía sobre el nuevo humanismo y la revitalización del movimiento de aproximación a los clásicos. Reconociendo este movimiento como un fenómeno enraizado en Francia, postulaba las bases psicológicas y morales del nuevo humanismo y su utilidad para la educación del hombre de hoy: «También la herencia griega es para el político una lección práctica. Maurras regresó, treinta años ha, de su viaje a Atenas, con toda su teoría del hombre político. Ciertamente, en política la Grecia antigua nos da todas las teorías y, prácticamente, todos los malos ejemplos». Trasladando el ideal clásico al retrato espiritual del futuro catalán, afirmaba en la misma revista argentina:

En cuanto a la proporción, a la cantidad, al plasma civil, no nos atrae el genio monstruoso y colosal de los Estados modernos; nos atrae, más bien, esa figura familiar, tan próxima al individuo humano, tan fácil de contemplar en una sola mirada, de los pequeños Estados griegos, hirvientes de carácter y de rostros originales. Nos seduce esa cosa viva, fuerte, dúctil, la inteligencia griega, que se dobla pero no se rompe, y nos ilusionamos por una posible polis catalana en que floreciese, en todas las ramas —del gobierno, de la ciencia, del arte—, la savia intelectual más densa y pura, y en que se acumulase por el trabajo y por el ingenio fuerza y riqueza (Estelrich, 1933, p. 51).