Particular interés y significado tiene la desbordante actividad tertuliana de Zúñiga. Madrid fue, en la alta posguerra, un festival de tertulias literarias y plásticas: café Gijón, Gambrinus, café Varela, Cuevas de Sésamo, café Viena, café Comercial, café La Elipa, Marlyn, Fuentesila, Granja Castilla, el círculo falangista Tiempo Nuevo, las semanales de la librería Ínsula y la Tertulia Literaria Hispanoamericana…, y otras más. Fueron lugares de encuentro y convivencia. Un refugio de tolerancia en una España reprimida, triste y desalentada. Los asiduos iban de una a otra, aunque tuvieran especial querencia por alguna. En realidad, no se diferenciaban mucho entre ellas y todas eran el recogedero de artistas y creadores que, al decir de las crónicas, perdían parte de su vida en aquel ocio de café con leche y deriva con frecuencia etílica. En todas se conspiraba más o menos, o al menos un poco, pero una, a la que enseguida volveré, la del café Pelayo, era casi un centro de subversión política. Tan conocido por el gobierno que entre los fijos se encontraba un policía camuflado que llegó a alcanzar familiaridad con los habituales.
El bucle de relaciones literarias y políticas que informa la vida de Zúñiga en el quicio del medio siglo comienza en una tertulia, la que el filósofo Antonio Rodríguez Huéscar mantenía en un local de la calle Mayor, en el entorno de la Puerta del Sol y la plaza Mayor, el café Lisboa, a la que eran asiduos el aún inédito Antonio Buero Vallejo, los narradores José Corrales Egea, Francisco García Pavón y Vicente Soto, el editor Arturo del Hoyo o el promotor de Ínsula, Enrique Canito. A esta gente de la primera promoción de posguerra, elementos de un apenado exilio interior, se sumaron sujetos de la generación siguiente. El discípulo de Ortega le presentó a Zúñiga allí a Antonio Ferres, quien, a su vez, llevó a un compañero de trabajo, Armando López Salinas. Los tres letraheridos trabaron entonces estrecha amistad y forjaron el núcleo inicial de la circunscripción madrileña del realismo histórico. La tertulia tuvo una deriva más restrictiva y doméstica en las reuniones frecuentes del trío de incipientes narradores en casa de Ferres, donde conversaban sobre literatura y política, y sometían a crítica sus balbuceantes originales inéditos.
Quizás llevados por esa especie de segunda naturaleza madrileña dada al café y la charla, hacia algo después de 1950, Ferres y López Pacheco decidieron reunirse los lunes por la noche en La Estación, un cafetín antiguo de la glorieta de Bilbao, en la esquina contraria al conocido café Comercial. Desde el comienzo acudió Zúñiga y, aparte los fundadores, y otros nombres sin interés para nosotros, participaban unos cuantos creadores vinculados con el PCE, los novelistas López Salinas y García Hortelano, el poeta Julián Marcos o el cineasta Julio Diamante.
En fechas próximas, avanzado el año 56 o comienzos de 1957, fue Zúñiga quien promovió otra tertulia, la del pequeño café El Bígaro, cercano a la estación, en la glorieta de Iglesia. Eran asiduos los escritores Ferres y López Salinas y el pintor García Ortega, los tres militantes comunistas. Allí apareció un día la entonces aprendiza de pintora y más tarde ocasional prosista Felicidad Orquín. Iba a buscar a Pepe Ortega, figura emblemática del realismo socialista plástico y promotor del combativo movimiento artístico Estampa Popular. La circunstancia propició la relación de Orquín con Zúñiga que desembocaría en perdurable matrimonio. El Bígaro puede considerarse el embrión del realismo social madrileño, tras la anecdótica coincidencia de varios de sus representantes en el café Lisboa. Además, y esto marca su trascendencia, constituye el germen de la mencionada tertulia del café Pelayo. Los habituales de El Bígaro se trasladaron al Pelayo cuando empezaron a añadirse nuevos aficionados y el local resultó incómodo. El lugar elegido, mucho más amplio, estaba situado en la calle Menéndez Pelayo, de donde tomaba el nombre, esquina con la calle Alcalá, enfrente del Retiro, a un paso, por cierto, del que ha sido, desde hace muchos años, el domicilio familiar de Zúñiga con inmejorables vistas al parque madrileño.
Ahora tenemos a Zúñiga recogiendo los frutos inesperados y sorprendentes del, en principio, reducido cónclave de El Bígaro. El café Pelayo pasa a ser una reunión muy concurrida, casi multitudinaria, una cita «semipública», en apreciación de Carlos Barral en su memorialístico relato Cuando las horas veloces. Su largo momento de esplendor discurrió entre finales de los años cincuenta y los primeros sesenta, o sea, en riguroso paralelismo con la erupción del realismo social en narrativa y los nacientes síntomas de revisión del movimiento.
La tertulia del Pelayo transformó el carácter común de estos habituales encuentros madrileños. Si las reuniones cafeteriles citadas tienen un papel en las letras medioseculares de favorecer una sensibilidad literaria de época conectada con la disidencia, la del café Pelayo adquirió un sesgo particular por su acentuada politización y es la que se halla en la mayor cercanía al humus sobre el que se desarrolló la vertiente más comprometida de las letras. «Sería imposible escribir una crónica de la oposición de los intelectuales al franquismo sin hacer referencia» a aquel conciliábulo, sostiene Antonio Ferres en Memorias de un hombre perdido. Y otro promotor de la tertulia, Armando López Salinas, especifica, en unos recuerdos de «Juan García Hortelano y su época», que era «el lugar público de encuentro de la izquierda cultural comunista madrileña con otros intelectuales de izquierda». Allí, añade, «se recibía a toda gente de izquierda del ámbito cultural que llegara a Madrid desde otros lugares de España».
En el Pelayo, a diferencia de otros cónclaves, las discusiones literarias, el comentario amistoso, variado, el cotilleo o la evasión de la áspera realidad eran lo de menos. Lo característico estaba en el activismo conspirativo que se cocía. Se transmitían noticias ocultas por la prensa, se difundían consignas políticas, se apoyaban las valientes pero modestas formas de agitación política, recuerda el mismo López Salinas. Fue uno de los focos de la «insurrección firmada frente al franquismo», dice con humor. El café Pelayo se convirtió en inexcusable lugar de cita literario política (o viceversa) madrileña. Una especie de institución con normas reguladoras. Las reuniones tenían lugar una vez a la semana, los martes, excepto los festivos. El éxito hizo que se habilitaran también los lunes para sustituir a los martes inhábiles y, a veces, las sesiones se celebraran con mayor e indeterminada frecuencia para atender a motivos candentes.
El núcleo principal de asistentes estaba vinculado con el Partido Comunista. Lo evidencia la mayoría de sus participantes. Primero, los promotores, Zúñiga (y con él su esposa y entonces narradora Felicidad Orquín), López Salinas y Ferres. El locuaz Ferres era uno de los más animosos concurrentes, y en torno a él giraban las reuniones, según le recordó García Hortelano a la periodista Rosa María Pereda. Con ellos, el referente de la poesía social de la generación anterior, Gabriel Celaya (con su inseparable Amparitxu). Y a su lado la promoción que daba sus primeros pasos en las letras, Antonio Bernabéu, José María de Quinto, Juan García Hortelano (fue ocasión de conocer a la que sería su esposa, la joven militante María Jesús Martín Ampudia), Ángel González, Diego Jesús Jiménez, Jesús López Pacheco, Antonio Martínez-Menchén, Lauro Olmo, Alfonso Sastre (en compañía de la activista Eva Forest), Marcial Suárez…, cabecera, con las matizaciones que sean del caso, del realismo socialista. En la tertulia se codeaba Ávalos con las personas reales a las que dio estatus literario en su novela. Y echaba unas horas en 1960 otra encarnación del obrero-escritor, Antonio Parra, mientras escribía su historia del mundo de la minería que la censura le obligó a publicar en París. También acudían sin asiduidad otros militantes con carné y compañeros de viaje o, como los menospreciaba la dictadura, tontos útiles: José Manuel Caballero Bonald desde su regreso de Colombia en 1962 (y con él su cómplice esposa, Pepa Ramis), Alfonso Grosso, el matrimonio Esther Benítez e Isaac Montero (ella, traductora, militante «pecera», él, compañero de viaje), Julián Marcos, Mauro Muñiz, Daniel Sueiro, Ramón Nieto o el algo más joven Félix Grande.
Igualmente afluían autores de convicciones antifranquistas, aunque no adictos e incluso refractarios al realismo social: los poetas del cincuenta Claudio Rodríguez, Gabino Alejandro Carriedo y Ángel Crespo; de la promoción anterior, el dramaturgo Antonio Buero Vallejo y el novelista Ángel María de Lera. Hay que añadir gente del mundo de la cultura, el arte o la prensa. Los críticos y periodistas Javier Alfaya, Eduardo García Rico o Ricardo Doménech, militantes del PCE; Carlos Vélez y Rafael Conte, de la falangista Acento Cultural; el republicano crítico de arte José María Moreno Galván. Los pintores Ricardo Zamorano y José Ortega, vinculados con el Partido por antonomasia, y el rebelde Manolo Millares. Gente del cine: los comunistas Julio Diamante y Ricardo Muñoz Suay; el antifranquista Luciano Egido. Asiduo, casi de plantilla, el librero y editor vinculado con el PCE José Esteban; ocasional, el editor antifranquista Carlos Barral.
EN EL REALISMO SOCIALISTA
He detallado tanto la larga senda de relaciones personales de Juan Eduardo Zúñiga y lo que implica de activismo clandestino porque lo sitúa inequívocamente en el corazón mismo del realismo socialista español. ¿Y en cuanto a su literatura? El asunto no resulta ni muchísimo menos indudable y dar una respuesta requiere delgadas matizaciones. Los colegas narradores en cuya compañía lo hemos visto se atuvieron con diverso grado de fidelidad a una estética que reclamaba unos cuantos principios: héroe positivo, tipicidad, totalidad, sentido «progresivo» de la historia, testimonio y objetivismo. La obra narrativa de Zúñiga de aquellos años, relatos y dos novelas, no respeta estas categorías ineludibles en la doxa del realismo soviético en su totalidad, y mucho menos en la medida en que lo hicieron buen número de sus afines realistas. Es más, respecto de uno de esos requisitos inexcusables, el protagonista «típico», lo trasgredía de modo absoluto en El coral y las aguas. De ahí que surja la tentación de considerarlo amigo de los realistas sociales y no inscribirle en la narrativa social. El dilema presenta bastante complejidad.
El itinerario narrativo general de Zúñiga no lo incardina en el realismo crítico del medio siglo de la pasada centuria. Nada sabemos de los «cuentos budistas» que su amigo Carlos Edmundo de Ory menciona en su Diario, pero, con ese marbete, serían cualquier cosa menos documentales. La primera novela de nuestro autor, Inútiles totales, de 1951, se inscribe en la narrativa existencialista convencional de la época. Tampoco apuntan al testimonialismo cuentos suyos de por entonces, a pesar de que tuvieran acomodo en una tribuna con frecuentes voces críticas, Índice de Artes y Letras, o en otra propicia al documento verista, Acento Cultural. Y su primera novela extensa, El coral y las aguas, se decanta por el simbolismo, lo cual, en una primera impresión, la aleja de la fotocopia de actualidad, del reporterismo crítico común en la narrativa joven de aquellas fechas. Aunque todo ello le separa del realismo histórico, no puede darse como un dictamen inapelable porque otras referencias, exteriores e internas de los textos, sí que mantienen el vínculo. Atendamos, primero, a tres datos externos: el galardón de Acento Cultural, un concurso de Triunfo y la antología italiana de Arrigo Repetto.
El coral y las aguas obtuvo el premio de novela breve de Acento Cultural en 1959. Recordaré, como síntoma, algo de sobra sabido: que la publicación del SEU había servido un año antes de trampolín al «manifiesto» de Alfonso Sastre «Arte como construcción». En su subversiva proclama, el dramaturgo asentaba que «lo social es una categoría superior a lo artístico». Aseguraba que «Preferiríamos vivir en un mundo justamente organizado y en el que no hubiera obras de arte, a vivir en otro injusto y florecido de excelentes obras artísticas». Y sostenía que «precisamente, la principal misión del arte, en el mundo injusto en que vivimos, consiste en transformarlo». Aunque la dirección de Acento no compartiera sin reservas tales postulados, según tuvo cuidado en advertir, en esa atmósfera ideológico-estética se inscriben sus premios. El jurado que falló a favor de Zúñiga lo integraron Daniel Sueiro, Luis Goytisolo y López Pacheco, narradores en aquel entonces beligerantes a favor del realismo social, y Dámaso Santos, crítico falangista bastante tolerante que favoreció a la nueva corriente juvenil. Quedó finalista el navarro Pablo Antoñana, postergado narrador de corte crítico, y obtuvieron votos, entre otros autores de diversas tendencias, García Hortelano, adalid de la novela antiburguesa, y Antonio Bernabéu.
Todo apunta en una dirección prioritaria y resulta muy relevante para lo que aquí nos interesa otro premio del mismo concurso, el de cuento. El jurado lo formaron firmes apoyos de la operación realismo en marcha: los escritores Isaac Montero, José María de Quinto y Ferres y los críticos Rafael Vázquez Zamora y Castellet. Fue finalista Alfonso Grosso, y obtuvieron votos, entre otros narradores también de diversas tendencias, Bernabéu (hizo doblete, por tanto), Jorge Ferrer Vidal, Nino Quevedo, Miguel Buñuel o Julián Marcos. El premio lo obtuvo Armando López Salinas con el autobiográfico «Aquel abril», audaz, durísima, trasparente y emotiva denuncia de la represión franquista que la censura masacró sin dejar una sola línea indemne cuando el autor recogió el relato en el libro prohibido Crónica de un viaje.
Pocas dudas caben de que El coral y las aguas se entendió como representativa, en el grado que fuera, del realismo comprometido. El premio en cuento a López Salinas, y no perdamos de vista el de poesía al capitán republicano y represaliado Julián Andúgar con un poemario de clara denuncia, A bordo de España, más la nómina de jurados y finalistas instan a situar la novela corta de Zúñiga en la órbita de la joven literatura de denuncia.
En 1962 el semanario Triunfo abrió un gran concurso de cuentos. La convocatoria de esta revista gráfica popular dedicada al reporterismo social y cinematográfico camuflaba una intencionalidad política y, bajo el celoso escrutinio de dos colaboradores militantes del PCE, Ricardo Doménech y Eduardo García Rico, seleccionó semanalmente relatos en su mayor parte «sociales». Hubo protestas de los lectores por el predominio de textos «tan repelentes y sombríos», «con sello tremendista y desesperanzado», por la falta en ellos de «poesía». La revista adujo imparcialidad y explicó que se debía a que el realismo prevalecía de modo «abrumador» entre los concursantes. Como fuera, y sin olvidar un claro sesgo manipulador en la selección, la mayoría de los textos seleccionados pertenecen a lo que Doménech señaló como rasgo principal del momento: «la problemática social es una de las características más definitorias de la nueva narrativa española». Aunque hubiera excepciones, entre ellas el cuento de Felicidad Orquín, «Como un rumor», alejado de esa preocupación extendida.
En el rosario de finalistas semanales figura un censo bastante completo de la narrativa militante. Con ellos se podría fijar la nómina de los narradores sociales. Abrió fuego Daniel Sueiro. Le siguieron, entre otros que no menciono y en el orden en que fueron siendo elegidos: Ramón Nieto, José Antonio Parra, José María de Quinto, Nino Quevedo, Ferres, Bernabéu, López Pacheco, Isaac Montero, López Salinas, Grosso, Carlos Muñiz, Juan Mollá, Luis Martín-Santos, Ferrer Vidal, Marsé, Carlos Álvarez o Francisco Candel. Y también nuestro autor, lo cual de nuevo lo coloca en la órbita del realismo social.
El mismo efecto tiene la acogida por Valentino Bompiani de la antología Narratori spagnoli. La nueva ola preparada por Arrigo Repetto. Era el activista libertario Repetto un personaje novelesco, de firmes convicciones ácratas (aunque terminó como militante socialista). Estuvo tan involucrado en la acción antifranquista que le proporcionó documentación falsa y protegió al guerrillero José Luis Facerías a raíz del atentado que este célebre maquis perpetró contra el consulado español en Génova en protesta por el ensañamiento de la dictadura con el anarquismo. La antología, publicada por uno de los editores confabulados contra el Régimen en los encuentros literarios de Formentor, acogía una pequeña y flexible representación de la joven narrativa realista: Fernández Santos, Martín Gaite, Juan y Luis Goytisolo, López Pacheco, García Hortelano, Ferres, López Salinas y Zúñiga.
Que al aventurero Repetto le moviera su hispanofilia no debe cuestionarse porque tiene un buen currículo como traductor de nuestra lengua: edición bilingüe de Pongo la mano sobre España, de López Pacheco (curiosamente no incluyó en la compilación a un autor tan representativo de sus intereses), Los muertos no se tocan, nene de Rafael Azcona o Tutta la poesia di Leon Felipe, precedida de un informado prólogo. Un objetivo distinto le guiaba, sin embargo, al preparar la antología de narradores. Perseguía mostrar la regeneración de nuestras letras tras el tajo cultural de la Guerra Civil bajo el estro de una nueva promoción: «Oggi in Spagna sono i giovani scrittori della nueva ola gli autentici iniziatori del rinnovamento di tuta loro cultura». En apoyo de su trabajo puso un ensayo de Castellet, «Il giovane romanzo spagnolo», en el que, subraya Repetto, se exponen el origen y las primeras etapas «del “realismo storico” spagnolo». La antología situaba a Zúñiga en la órbita de la literatura del «realismo histórico», eufemismo con el que Castellet prefería denominar al realismo socialista. Por si fuera poco, declara sin disimulo, además, que busca dar a conocer y facilitar la lectura de escritores que carecen de libertad para expresarse en su país. Enseguida anotaré cómo el cuento de Zúñiga, «Infortunio sul lavoro», encaja a la perfección en la corriente socialista.
Dejemos los datos ambientales y pasemos a las referencias internas proporcionadas por varios textos zuñiguescos de estas fechas. En alguna medida confirman lo dicho, pero también lo desmienten. Se comprueba en la escala de menor a mayor compromiso que suponen las tres piezas cuyo contexto ya he considerado y a las que echo un vistazo a continuación, el relato aparecido en Triunfo, la novela El coral y las aguas y el cuento difundido por Arrigo Repetto. Estos textos, desde luego, evidencian acusadas indecisiones autoriales de fondo.
El cuento seleccionado por Triunfo en su número 63 del 17 de agosto de 1963, «Un ruido extraño», presenta una anécdota sucinta. Un soldado republicano camino de la Comandancia se siente impulsado a entrar en un palacete en ruinas del madrileño barrio de Argüelles. Sospecha que alguien anda escondido en el caserón abandonado. Tropieza con espantadizos gatos y agresivas ratas. Siente aprensiones y vislumbra imágenes difusas: confunde su imagen en un espejo con la de otra persona y ve a una mujer vestida de verde que también le parece un viejo. En realidad, se trata de un joven con barba, seguramente un «emboscao», y las manos manchadas de sangre. En un giro final de la peripecia, magnífico remate inesperado del relato, el narrador da paso a su intimidad: «mi pensamiento fue muy lejos, corrió por todo el país que goteaba sangre, pasó por calles y caminos, por huertas, olivares y secanos, y me pareció que en todos los sitios encontraba manos iguales a aquellas desgarradas y sangrientas en el atardecer de la guerra».
«Un ruido extraño» transita los caminos del goticismo, se apoya en el motivo del laberinto e incide en la imaginería del mal. Su ideación se entronca con un simbolismo personal, de difusas asociaciones subliminares, ajeno a códigos establecidos o claramente descifrables. Las dos ilustraciones del cuento, debidas al levantino Arturo Martínez, refuerzan esa percepción del mundo. Una ofrece la estampa expresionista de unos gatos que evoca un aquelarre y otra anima el texto con las figuras enigmáticas de un hombre y una mujer. Nada de los dibujos del joven pintor de la politizada Estampa Popular apela a un contenido referencial o crítico. «Un ruido extraño» no pertenece estéticamente a la corriente mayoritaria del concurso que lo premió. Zúñiga identificó su verdadero color narrativo al rescatarlo en 1980 en Largo noviembre de Madrid, su primer conjunto de relatos de la guerra, cuyas piezas diluyen el testimonio entre la decantada emoción de las vivencias, lo visionario y lo simbólico.
La novela El coral y las aguas emparenta con «Un ruido extraño» por practicar una poética alusiva. El libro sugiere o evoca la realidad común por medios indirectos que producen una alegoría. Manifiesta una cosa para dar a entender algo diferente, nada críptico pues ambas realidades se identifican con facilidad. El hilo principal cuenta la historia de amor entre una joven que escucha un amenazante oráculo, Parataca, y un también joven pescador, Ictio. Zúñiga emplaza esa ternurista relación en un pueblo griego en la época de Alejandro el Grande y la recrea con tintes legendarios y apelaciones mágicas. Al impreciso tiempo remoto de la acción narrativa se trasponen rasgos de la actualidad: opresión, injusticia, dictadura, inhumanas condiciones sociolaborales, fetichismo del dinero, existencia banal, sentimiento de ruina y decadencia…
El autor practica lo que él mismo ha calificado como «realismo metafórico» en una enjundiosa entrevista con su admirador Manuel Longares. La materia inventiva recubre una parábola de la sociedad franquista en la que, por encima de esos signos relevantes, se aplaude el ansia juvenil de libertad y se incita a la rebeldía («deja de sentirte esclavo y serás libre por tu voluntad»). La poética fábula se convierte en metáfora del presente. Este tratamiento sitúa la obra en el polo opuesto de dos rasgos básicos de la joven literatura crítica, el realismo testimonial y el objetivismo, y obliga a establecer una frontera entre la afinidad amistoso- ideológica de Zúñiga con los autores antifranquistas y su práctica literaria.
La percepción de que la novela no pertenecía a la literatura canónica de denuncia debió de contar en el ánimo de Carlos Barral a la hora de decidir en cuál de las colecciones de Seix la incluiría. Lo hizo en Biblioteca Breve, de orientación ecléctica y cosmopolita y con espíritu modernizador de las anquilosadas letras nacionales, y no en Biblioteca Formentor, que reservó en mayor medida para las obras de marca comprometida más reconocible. Por otra parte, merece la pena preguntarse por qué Barral acogió un libro tan excéntrico de las preferencias de su catálogo. No habría, creo, otra razón que el haber sido premiado en el Sésamo, y lo que ello significaba respecto de la orientación del autor y de la intencionalidad de la obra. En un plato de la balanza está la filiación de la novela con la narrativa de denuncia y en el otro el rupturismo con esa práctica artística. Y no puede hacerse una separación tajante entre ambas características. Lo vamos a comprobar.