POR SEBASTIÁN GÁMEZ MILLÁN

A Daniel Morales Perea, el más cronopio de mis amigos, donde quiera que esté dando la vuelta al día a través de ochenta mundos.

 

Si me pidiesen que definiera las principales características de la obra de Julio Cortázar (1914-1984) y su aportación a la literatura en cinco conceptos, no sabría elegir otros, a mi parecer, más acertados que los que he escogido a modo de título. Tenemos la necesidad de definir para abordar cualquier problemática, sea del tipo que sea, pero definir, para bien y para mal, es delimitar. Afortunadamente, a la literatura de Cortázar le basta con un guiño tierno y humorístico para deshacer o desbordar estos conceptos.

Obsérvese que afirmo su aportación a la literatura, y no a la literatura argentina o incluso a la literatura española. El concepto de literatura universal propuesto por Goethe, y más recientemente reivindicado, entre otros, por Milan Kundera, Juan Goytisolo y Tzvetan Todorov, está plenamente justificado, no ya solo por el horizonte hacia el que nos encaminamos desde hace tiempo, sino desde el polen seminal de las influencias y la propia formación de un escritor. Salvo rara vez, la génesis formativa de un escritor no se puede concebir dentro de un contexto nacional. Piénsese, sin ir más lejos, en las lecturas de formación de Cortázar y veremos cómo el contexto argentino o español son bastante reducidos y pobres para comprender su mundo: Poe, Jules Verne, Keats, Rimbaud, Kafka, Alfred Jarry, Henri-Michaux, Valle-Inclán, Borges, Roberto Arlt, Neruda, Salinas, Cernuda, Juan Carlos Onetti, etcétera.

La literatura de la mayoría de estos autores, si no todos, tampoco es plenamente comprensible desde un contexto nacional. Esto es, decir Borges es decir De Quincey, Stevenson, Chesterton, Schopenhauer, Whitman, Quevedo, etcétera; decir Cernuda es decir Garcilaso, Bécquer, Hölderlin, Leopardi, la poesía inglesa… Precisamente, de esta última escribe Cernuda (2002, p. 645) en su revelador «Historial de un libro» (1958): «Aprendí mucho de la poesía inglesa, sin cuya lectura y estudio mis versos serían hoy otra cosa, no sé si mejor o peor, pero sin duda otra cosa. Creo que fue Pascal quien escribió: “No me buscarías si no me hubieras encontrado”; y si yo busqué aquella enseñanza y experiencia de la poesía inglesa fue porque ya la había encontrado, porque para ella estaba predispuesto».

Uno de los supuestos erróneos que se suele cometer al interpretar la literatura en términos nacionales, casi siempre tan estrechos como reductores, es que por ser de la misma lengua o de la misma cultura debe mantener más afinidades. Pero vemos que no es así. Podemos sentirnos más cercanos a autores en otras lenguas y en otras culturas con los que acaso compartimos un mundo semejante, una atmósfera sentimental, un clima intelectual, una forma parecida de comprender, interpretar y expresar ciertos sentimientos como el miedo, la soledad, el amor o el desamor, la gratitud…

Pero comencemos a desarrollar el primero de esos cinco conceptos: el juego. Casi toda la obra de Cortázar no solo parece que tiene algo de juego sino que además ha sido concebida jugando. Y no lo decimos porque ofrezca la apariencia de no estar bien acabada, la impresión de que el escritor se ha ido sin haber hecho los deberes, sino por el placer que transmite y contagia, tal vez gracias a que detrás de las palabras sentimos al niño Cortázar jugando.

Es posible que nadie haya puesto de manifiesto de forma tan penetrante y aguda la importancia del juego para la condición humana como el historiador Johan Huizinga (1998, p. 211), que ha escrito: «[La función poética] se desenvuelve en un campo de juego del espíritu, en un mundo propio que el espíritu se crea. En él, las cosas tienen otro aspecto que en la “vida corriente” y están unidas por vínculos muy distintos de los lógicos». ¿Acaso no es cierto que en la literatura de Cortázar la «vida corriente» aparece transfigurada por su particular lenguaje-visión? ¿Acaso no es cierto que en la literatura de Cortázar eso que llamamos lógica aparece alterado y transformado?

Sigamos con las descripciones del juego de Huizinga, porque, si en las anteriores observamos vasos comunicantes con la literatura de Cortázar, en las siguientes sorprendentemente parece caracterizar el perfil psicológico del mismo, junto con la atmósfera de su literatura y el espíritu adecuado no solo para concebirla sino también para comprenderla: «Se halla más allá de lo serio, en aquel recinto, más antiguo, donde habitan el niño, el animal, el salvaje y el vidente, en el campo del sueño, del encanto, de la embriaguez y de la risa. Para comprender la poesía hay que ser capaz de aniñarse el alma» (Huizinga, 1998, p. 212). Para comprender adecuadamente la literatura de Cortázar también hay que ser capaz de aniñarse el alma o tenerla aniñada.

La poesía «es un juego sagrado, pero, en su carácter sacro, ese juego se mantiene constantemente en la frontera de la alegría desatada, de la broma y de la diversión» (Huizinga, 1998, p. 214). Se diría que la poesía, no ya como género, sino como creación, es para Cortázar un juego pero muy serio, sagrado, pues en él se juega la vida o, lo que es lo mismo, el sentido de la vida. Al mismo tiempo, no olvida el otro lado de la vida y de la literatura, el contrapunto dionisíaco donde encontramos la alegría, la broma y la diversión.

Por todo ello, con la excepción –a mi juicio– de algunos otros serios jugadores, como es el caso de Jorge Luis Borges, estoy de acuerdo con Vargas Llosa (28 de julio de 1991) cuando afirma:

Probablemente ningún otro escritor dio al juego la dignidad literaria que Cortázar ni hizo del juego un instrumento de creación y exploración artística tan útil y provechoso como él. Pero diciéndolo de este modo tan serio, altero, la verdad: porque Julio no jugaba para hacer literatura. Para él escribir era jugar, divertirse, organizar la vida, las palabras, las ideas con la arbitrariedad, la libertad, la fantasía y la irresponsabilidad con que lo hacen los niños o los locos. Pero jugando de este modo la obra de Cortázar abrió puertas inéditas, llegó a mostrar unos fondos desconocidos de la condición humana y a rozar lo trascendente, algo que seguramente él nunca se propuso. No es casual –o más bien sí lo es, pero en ese sentido de «orden de lo casual» que él describió en una de sus ficciones– que la más ambiciosa de sus novelas tuviera como título Rayuela, un juego de niños.

Sigamos con la fantasía. A pesar de que Benito Pérez Galdós ocupa para no pocos críticos un lugar de honor junto con Cervantes y quizá Pío Baroja, en la novelística española, Cortázar lo desdeña. Esta aversión parece estar fundamentada en el rechazo de Cortázar hacia el realismo, corriente que encarna Galdós como tal vez ningún otro escritor español hasta el punto de que su proyecto de Los episodios nacionales –seguramente inspirado en el realismo emergente de La comedia humana de Balzac– es una intrahistoria de España que nos permite recorrer y oler las calles, las casas, los negocios y el aire de la época de una forma casi insuperable.

Sin embargo, a Cortázar parecen no interesarle estas posibilidades de la literatura. Al igual que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, parece pensar que:

 Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia; personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad… Esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela «psicológica» quiere ser también novela «realista»: prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo rasgo verosímil (Borges, 2005, p. 513).

A Cortázar, por el contrario, le interesa explorar otras tradiciones y posibilidades de la literatura. Mediante la fantasía o, si se prefiere, la literatura fantástica, trata de superar los límites del «realismo psicológico». Evidentemente, no es que no le interese la psicología de los personajes, pues al fin y al cabo es un aspecto de la condición humana, sino más bien estima que la literatura fantástica puede dotarle de armas más eficaces para llevar a cabo ese propósito.

En este sentido, la literatura de Cortázar hunde sus raíces en los orígenes de la literatura moderna –Gargantúa y Pantagruel de François Rabelais, Don Quijote de la Mancha de Cervantes, Tristram Shandy de Laurence Sterne, Jacques el fatalista de Denis Diderot…–, en obras que emplean la fantasía y la imaginación para explorar, ensanchar y ampliar los límites de eso que llamamos realidad, al tiempo que se valen de intrépidas digresiones, reflexiones filosóficas, mezcla de géneros, etcétera.

Esas raíces de su genealogía literaria entroncan con el Romanticismo por su individualismo, su rebeldía y su sentimentalismo –frente al racionalismo ilustrado– y también por su deseo y sus repetidos intentos, desde la literatura, de derruir la frontera que separa el sueño de la realidad, de desdibujar los límites de lo uno y lo otro. Cualquier lector familiarizado con su obra observará que este procedimiento y ambiente son muy recurrentes a lo largo de la literatura de Cortázar.

Por último, la genealogía literaria de Cortázar entronca con el surrealismo, que, inspirándose en el proyecto de igualdad y justicia de Marx y en los descubrimientos del psicoanálisis de Freud, reivindica la importancia de lo inconsciente en nuestras vidas, así como el papel de los sueños, el sexo, lo erótico, el azar, la escritura automática, el humor negro, la restauración de lo humano…

Según uno de los más profundos conocedores de su obra, Saúl Yurkievich (2005, p. 35): «Emulando a sus paredros surrealistas, Cortázar buscó el punto de incandescencia donde lo poético y lo político se coaligan. Creyó en la capacidad redentora de la poesía, compensadora de carencias, conciliadora de antinomias, despertadora en la conciencia del hombre de la fuerza primordial que lo lanza a su superación. A partir de la insuficiencia del mundo posible, postuló una experiencia radical cuya demanda de humanidad no acata límite. Cortázar quiso cambiarnos la vida».

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