Clara Obligado
Todo lo que crece
Páginas de Espuma
120 páginas
POR NURIA BARRIOS

Desde hace años, leo a Clara Obligado buscándome, porque sé que, en algún momento de la lectura, sus libros empezarán a dialogar conmigo. Eso me sucede especialmente desde que Obligado publicó su primer ensayo, Una casa lejos de casa (editorial Contrabando, 2020). En él, la autora argentina habla de cómo su exilio en Madrid le hizo tomar una conciencia distinta de su lengua, al verse forzada a desplazar su español natal y traducirlo al español peninsular: valorar cada palabra, sopesarla, ser consciente de las variaciones semánticas, del ritmo, incluir dobles códigos de lectura… Con aparente levedad, sus páginas formulan preguntas (¿Cómo se construye la identidad a través del oficio de la literatura? ¿Qué es un escritor sino un exiliado? ¿Acaso el ser humano no es siempre un extranjero?…) y abren caminos inciertos y excitantes. Es difícil explicar por qué hay libros que conversan con nosotros, mientras otros permanecen mudos. Algo se produce en el ámbito estético, del que la razón es parte, y no la parte fundamental. No se trata de la excelencia de la escritura o del interés del tema, o no tan solo. Existe en nuestro interior una especie de ágora oculta donde las palabras resuenan con un eco especial. Solo algunas obras acceden a ella, y las que lo consiguen guardan el secreto de su tránsito tan celosamente como si fuese la contraseña de una cuenta de bitcoins. 

Todo lo que crece, el nuevo y soberbio ensayo de Clara Obligado, retoma algunos de los temas de Una casa lejos de casa: el exilio, la extranjería, el desarraigo, la escritura… Lo hace emprendiendo un viaje que ya apuntaba con timidez el primero: el regreso a la semilla. El punto de arranque, la madalena proustiana, es el recuerdo infantil de un geranio -o malvón, como dicen en Argentina- «quebradizo, hojitas polvorientas, rugosas», en una maceta. De aquí vengo, parece decir la autora. El regreso es doble, a su historia personal antes del exilio –la infancia, los padres, el amor…- y a la pampa, donde creció – «hay más cielo que tierra (…), el paisaje vuela sobre mi cabeza»-. Aunque hablar de regreso ¿no implica siempre volver a la naturaleza que nos forma y conforma? Fuimos peces, no lo olvidemos. Aún lo somos en el inicio de la vida, seres acuáticos inmersos durante nueve meses en el líquido amniótico. 

Los ensayos de Obligado son fractales, comparten una estructura básica, fragmentada o aparentemente irregular, que se repite a distintas escalas. Una casa lejos de casa se subtitulaba «La escritura extranjera», mientras que Todo lo que crece se subtitula «Naturaleza y escritura». Ambos libros son breves y la memoria y las reflexiones se suceden en ellos como latidos. Así funciona la vida, con esas casi imperceptibles interrupciones. Entre latido y latido, el silencio, tan bien trabajado en las elipsis narrativas que utiliza la autora. Si Una casa lejos de casa hablaba de la naturaleza de la escritura, en Todo lo que crece la escritura es parte de la naturaleza. Obligado escribe aquí como quien planta semillas, injerta esquejes, describe las raíces aéreas de su literatura, la sombra que proyectan las palabras, el viento a veces tempestuoso que agita el relato… La autora poda el lenguaje. No se detiene en las hojas, la flor, el fruto: ella busca la rama. El resto crece durante y después de la lectura. 

Somos seres traducidos, trasladados, afirma Salman Rushdie. Esporas humanas. La escritura es el viento que las mueve, que nos mueve. Clara Obligado se vio obligada, a mediados de los años setenta, a trasladarse de Argentina a España para salvar la vida. Todo lo que crece es la traducción que hace de sí misma. No hay nada más íntimo, más desnudamente biográfico que la buena escritura. 

El ensayo está dividido en dos partes: Sur y Norte, Argentina y España. A lo largo de sus páginas, Obligado recorre su vida. La escribe. Se reescribe. Selecciona lo esencial para explicarse a sí misma; en ocasiones le bastan las sensaciones. En la primera parte, la biografía está unida a la naturaleza. «Lluevo», dice la autora. En la segunda, la biografía, súbitamente rota, deja paso a la literatura. «Mientras escribo, llueve». Entre una y otra, el tajo del exilio y su lastre de violencia y dolor. Sur y Norte se convierten así en los nombres del paraíso y del destierro, del Edén y la expulsión. 

Un cuento de Kafka, El deseo de ser un indio, abre las páginas dedicadas al Sur. Es breve, lo reproduzco: «Si pudiera ser un indio, ahora mismo, y sobre un caballo a todo galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire, estremeciéndome sobre el suelo oscilante, hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas, y solo viendo ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo». Obligado describe la armonía plena con la naturaleza al inicio de su existencia, la fusión con todo lo que crece. Narra el Sí solar de la vida que comienza: las primeras palabras, las primeras frases, el primer amor. 

La muerte de su pareja cierra esa etapa: «¿Dónde estará su hermoso cuerpo, su cuerpo torturado?», se duele, para enseguida callar: «de todo esto no quiero hablar». A través de esa oscuridad, como si fuese la grieta por la que Odiseo entró en el Hades, la autora abandona el Sur y se destierra en el Norte. La travesía dura un instante, lo que se tarda en volver la página. Un parpadeo y todo ha cambiado. 

Al otro lado de la grieta, a modo de improvisada bienvenida a la exiliada, una cita de Zambrano: «Gracias al destierro conocimos la tierra». Pero la tierra ya no es bendición, sino castigo. El Norte, que es España y, más exactamente, Madrid, se convierte en otra forma de nombrar la negación. Nada de lo que quedó atrás se encontrará en el lugar de llegada. «Todo se perdió cuando le di la vuelta al mundo», escribe. 

A lo largo de esta segunda parte de su biografía, de ásperos inicios, Obligado da la vuelta a la épica convencional, que magnifica la muerte, y se entrega a la vida, que «sigue (…) Tira de mí», confiesa. Aceptar la pulsión de la naturaleza se convierte en su forma de alzarse contra la violencia que ha dejado atrás. En esa decisión resuenan ya una voz y un camino. El destierro da paso a una operación vegetal: trasplantarse. Pero ¿es posible arraigar sin raíces? ¿Acaso se pueden generar nuevas? Obligado describe cómo las raíces, no solo de aquellos que son arrancados de su país, sino de todos los seres humanos, están en la imaginación, que es al tiempo recuerdo y proyección. Somos nuestra propia tierra, nuestro propio abono, nuestro propio árbol. Nuestras raíces son aéreas. Somos historias.

En ese tránsito desolador del destierro nace la escritora: «Escribir es arraigar en el aire». Las palabras que surgirán en el Norte son semillas germinadas en el Sur. En las páginas de esta segunda parte crecen ahora los talleres de escritura, los nacimientos de las hijas y de los nietos, los amigos, los libros, la muerte de los padres. Y todo ello entreverado por reflexiones y lecturas sobre el paisaje, la extranjería, los árboles, la soledad, el bosque… «Vasos comunicantes entre escribir y plantar», señala.

Escribir. Cicatrizar. Renacer. Ese milagro.

A Clara Obligado le gusta llamar Una casa lejos de casa y Todo lo que crece «ensayitos», una manera irónica de distanciarse de la erudición solemne que ha sido y es la impronta masculina en el mundo del ensayo. Es preciso encontrar nuevos nombres para designar nuevas realidades. Desde hace años va adquiriendo más y más visibilidad una poderosa forma ensayística en la que pensamiento y biografía, lo hondo y lo cotidiano, lo lírico y lo pequeño van unidos. La practican fundamentalmente mujeres: Clara Obligado, Rebecca Solnit, Siri Hustvedt, Menchu Gutiérrez, Terry Tempest Williams, Myriam Moscona, Ursula K. Le Guin, Jeanette Winterson, Zadie Smith, Arundhati Roy… Mirar de otra manera implica pensar de otra manera y escribir de otra manera. Y a la inversa. En el mundo de las palabras, todo se alimenta: la lectura a la escritura, la escritura a la lectura, el fondo a la forma, la forma al fondo. Vivir en el margen, como nos ha sucedido a las mujeres, supone una visión inédita. Busquemos un nombre a esa forma de reflexionar antes de que sea devorada por el discurso oficial. Como dice Obligado, «poner nombre es también una estrategia de supervivencia». 

Termino Todo lo que crece y viene a mí la imagen de un árbol sobre una barcaza que atraviesa el océano de una orilla a otra. ¿O es un geranio?