Ingrid Rojas Contreras
La fruta del borrachero
Traducción de Guillermo Sánchez Arreola
Impedimenta, Madrid, 2019
416 páginas, 23.95 € (ebook 14.24 €)
Una de las más interesantes manifestaciones de la literatura hispanoamericana actual es la escrita por mujeres… en inglés. Un ejemplo de esto es la primera novela de Ingrid Rojas Contreras, una autora colombiana afincada en la costa oeste de Estados Unidos. En La fruta del borrachero, la llegada de una joven criada de nombre Petrona al hogar de la familia Santiago trastoca la tranquilidad de sus cuatro miembros, sacándolos de la cómoda burbuja de cristal de la clase media bogotana, para lanzarlos dentro de la vertiginosa y brutal realidad de la Colombia de los años noventa, después de que Pablo Escobar y el Cartel de Medellín —organización criminal dedicada al tráfico de cocaína y otras drogas— le declaran la guerra al estado de derecho. Omnipresente como un asfixiante dios-padre, «El Patrón» es el leitmotiv de la violencia manifiesta en forma de espectaculares explosiones de vehículos o magnicidios vistos a cualquier hora en los avances de noticias por la televisión. «Sabía lo suficiente como para entender que, cuando la gente decía los paras, era una forma corta de decir los paramilitares, cuando la gente decía los narcos, se referían a los narcotraficantes, y al decir narco, de quien realmente estaban hablando era de Pablo Escobar», recuerda la narradora: la hija menor de los Santiago, Chula: «Pablo Escobar era como el Rey Midas de las palabras. Todo lo que tocaba, lo transformaba en narco seguido de un guión: narco-paramilitar, narco-guerra, narco-abogado, narco-congresista, narco-Estado, narco-terrorismo, narco-dinero» (páginas 107-108). La misma violencia se manifiesta de formas más íntimas. Una es en la fractura de la polis; no sólo en lugares reales a lo largo de la geografía del país, sino dentro de sus habitantes. El paisaje de las «invasiones» se reproduce en la idiosincrasia y el espíritu común. Las invasiones son tierras del gobierno en las laderas de las colinas tomadas por los pobres y los desplazados; lugares donde, ribeteados por el terror y la imposibilidad de la convivencia, la ocupación ilegal y otros comportamientos criminales penetran y se multiplican en lugares y comportamientos, razones por las cuales cada hogar representa un drama particular en el óleo inconmensurable de la tragedia colectiva. La generalización del miedo es la medida del fracaso desarrollista.
Las cosas más dolorosas e increíbles en el argumento de La fruta del borrachero ocurrieron de verdad. Rojas Contreras narra allí acontecimientos políticos y hechos históricos acaecidos entre 1989 y 1994, lustro en que Chula, la narradora-protagonista llegó a la edad de diez años; entre esos incidentes, se encuentran el asesinato del candidato presidencial Luis Carlos Galán, la sequía, la espectacular persecución de Pablo Escobar, así como su última entrevista y la noticia de la oración que fue hallada en el bolsillo de la camisa que llevaba su cadáver. La inspiración de la autora fue su historia personal. Con la excepción de algunos detalles que aderezan la trama, los padres de Chula son el trasunto de los suyos: un intelectual excomunista que trabajó para compañías petroleras y una clarividente, descendiente de un linaje de adivinos. También Rojas Contreras conoció a una criada similar a Petrona. A su padre también lo secuestraron los guerrilleros, aunque su historia personal fue mejor que la de Antonio Santiago, el personaje de ficción, quien pasó seis años cautivo en la selva.
La autora colombiana escoge mostrar todo esto a través del mundo femenino narrado por Chula, donde su madre, su hermana y ella misma representan el triángulo de un hogar con el padre casi siempre ausente, una geometría a la cual se añade la «niña» Petrona. Aquí la palabra «niña» es más que un eufemismo del sustantivo «criada». Petrona es apenas tres años mayor que Cassandra, la primogénita de los Santiago, y trabaja para mantener a su propia familia que vive en una de las invasiones: «El nuestro era un reino de mujeres, con Mamá a la cabeza, tratando continuamente de encontrar una cuarta mujer como nosotras, o como ella, una versión más joven de Mamá, humilde y desesperada por salir de la pobreza, para quien Mamá pudiera corregir las injusticias que ella misma había sufrido» (18). Así se establece el paralelismo entre Petrona y Alma, la madre de Chula.
A lo largo de la novela, se va reflejando cómo cada una representa una actitud contrapuesta. Una es la «mosquita muerta» y la otra es la adivina, una sabelotodo, imagen del antiquísimo arquetipo de la bruja. Una, pasiva; la otra, activa. Chula describe a Petrona como «una estatua»: la mujer que calla —«nunca usaba más de dieciséis palabras», dice— y que hace todo lo posible para que no la tomen en cuenta (26). Alma, en cambio, no puede parar de hablar y, debido a su verborrea o a su exótica belleza, le resulta imposible pasar desapercibida. Ella tacha a Petrona de mosquita muerta; lo peor en su universo moral es alguien que aparenta ser débil. Y es comprensible: en un mundo dividido entre víctimas y victimarios, la segunda situación siempre es mejor que la primera.
Se trata de una novela narrada a dos voces: la narración es interceptada por el fluir de la consciencia de la criada. En la historia de Petrona, La fruta del borrachero establece un segundo bildungsroman que avanza en paralelo, y también en primera persona, al de Chula. Pero, mientras ésta logra (aunque fuera por los pelos) salvarse de la violencia, la otra madura en la ejecución de su papel de víctima. Y su condena es su propia «salvación». Es en esta estrategia discursiva de lo femenino atravesado por la dicotomía víctima y victimario que Rojas Contreras puede ser tomada en cuenta como parte de la más reciente generación de escritoras hispanoamericanas que escriben en castellano con estilo realista, entre quienes son más visibles ahora la mexicana Valeria Luiselli, autora de Los ingrávidos y las ecuatorianas Mónica Ojeda, autora de Mandíbula.
La pregunta sobre si puede considerarse literatura hispanoamericana a una novela escrita en inglés es menos importante aquí que la discusión sobre los imaginarios de la violencia que maneja la autora y cómo los localiza en el cuerpo de las mujeres. Es un viraje fundamental desde la tradición literaria de la Hispanoamérica del boom, con sus relatos épicos y sus escenas portentosas. Demasiado bellos para estar dentro de las realidades sórdidas producidas por el fracaso de la modernidad. La escritura de Rojas Contreras transita una doble vía de la comunicación: no se trata del spanglish que distingue la prosa del neoyorquino de origen dominicano, Junot Díaz, autor de La maravillosa vida breve de Óscar Wao. Si bien puede establecerse una genealogía entre su novela y La casa de la calle Mango, de la mexicana-americana Sandra Cisneros, o la obra de la dominicana-americana Julia Álvarez, De cómo las muchachas García perdieron el acento, la autora colombiana hace algo propio: transforma su trauma personal en arte, enmascarándose tras otro idioma. Ese procedimiento es uno de los gestos más revolucionarios que una autora hispanoamericana haya hecho nunca en contra de la tradición letrada de la región.
Por otro lado, la textura del realismo de Rojas Contreras está fabricada con sistemas de alegorías que dilatan el significado del argumento comprimiendo juntas una multitud de sórdidas realidades. Entre todas las metáforas de la violencia latente, de la injusticia sistemática o de la desigualdad social, la flor del árbol del borrachero se alza como una imagen de Colombia durante las últimas décadas del siglo xx. Esa flor se usa en la elaboración de la burundanga, conocida como «la droga de la violación» porque inhibe la voluntad de las personas. La gente anda por allí como zombi, cumpliendo los órdenes de los demás. Zombis también son, en la novela, la madre y las hijas cuando el padre es secuestrado y ellas, poseídas por el miedo, de pronto y a la carrea deben vender todas sus cosas, sacar la totalidad de su dinero y huir del país —«Casandra y yo nos sentamos en el sofá de la sala, y vimos a los vecinos acaparar nuestras pertenencias», recuerda Chula (329). Igual a como la burundanga hace que alguien no ponga resistencia colaborando con el saqueo de su hogar y de sus cuentas bancarias o entregando su cuerpo a los deseos más salvajes de sus agresores, los colombianos han sido víctimas de una violencia enajenante y atroz de parte de los grupos que han estado en guerra con el estado de derecho, los mismos grupos definidos por la narradora como un «misterioso montón de acrónimos» que se hacían cosas «entre sí» (22). Pero también la gente de bien —aunque ya se sabe por Alma, la madre de Chula, que «no se puede creer en nadie» (19)— ha sido víctima de los sucesivos gobiernos de ese país, no sólo demasiado ineptos para hacer cumplir la ley, sino muchas veces incluso cómplices de los mismos delincuentes que debían mandar a la cárcel.
El valor fundamental de La fruta del borrachero es su manera de manifestar los efectos de la violencia en las personas comunes. Un ejemplo ocurre al principio de la segunda mitad de la novela, cuando las hermanas y sus amiguitas terminan convirtiéndose en agresoras y malogran el generador eléctrico de la Oligarca, dueña de la única casa que en tiempos de sequía podía disfrutar de agua y luz. La consideran «la persona más rica del vecindario» y por eso la culpan de la explosión de un carro bomba, que al reventar una ventana, deja a Chula una herida en la mejilla (267). Llama la atención que las niñas no adjudiquen la responsabilidad de ese acto terrorista a delincuentes, ni siquiera a Pablo Escobar. O sí lo hacen, sin decirlo; en el fondo necesitan un enemigo (una enemiga) menos abstracto (abstracta) sobre quien descargar la frustración de un ambiente que comienza a exhalar desesperación. La cabeza de turco debía ser aquella adornada con mayor opulencia. «Es la misma historia de siempre. […] Los ricos se hacen más ricos»: con estas frases simplistas explican décadas de terror las gemelas Isa y Lala, amigas de Cassandra y de la narradora.
En ese momento de vandalismo comienza la protagonista a perder la inocencia; cuando pasa de ser víctima a victimaria. He aquí el mensaje de la narrativa hispanoamericana actual, aunque a veces venga escrita en inglés. Se trata del nacimiento de una nueva tradición literaria que defenestra los simplismos del realismo mágico y otras taras del boom latinoamericano. Su mensaje recuerda que el mundo no se divide entre buenos y malos. Subraya que las víctimas pueden convertirse en victimarios; o, peor, que se puede ser ambas cosas a la vez, como en el caso de «la niña» Petrona. El dolor en la nueva literatura no es consecuencia del nacimiento de niños con rabos de cochino o de la nostalgia por las mujeres que se han ido volando por los aires; la causan las violaciones en grupo y los jóvenes que se ausentan para reaparecer en forma de cadáveres calcinados o descuartizados. En la realidad donde han crecido las escritoras hispanoamericanas del siglo xxi no hay nada tierno, dulce o bonito. Vienen de lugares donde no se puede creer en nadie. Por eso sus alegorías cortan la piel como el filo de un cuchillo.