Dicho esto —sin duda, en términos no poco etéreos—, podemos pasar a un apartado del todo distinto, pero que pone de manifiesto la querencia de Saura por la literatura y la influencia de determinados escritores en su cine. Saura ha hablado en varias ocasiones de su devoción por la literatura de Cervantes, Quevedo, Gracián y Calderón. De Gracián hay citas explícitas en Ana y los lobos, Elisa, vida mía y El Dorado. Calderón de la Barca es un autor crucial para Saura, y no sólo por la presencia inequívoca que tiene en Elisa, vida mía —con una representación de El gran teatro del mundo— ni por el hecho contundente de que Saura dirigiera un montaje teatral de la obra en 2013. La idea de la vida y del mundo como representación —y como ensayo de la representación—, la idea de que podamos ser intérpretes de un papel escrito por otro y, en fin, el ingrediente y el concepto mismo de la representación teatral —o del desdoblamiento de un personaje en otro— están presentes en varias películas de Saura, que ha tomado piezas teatrales para sus filmes y ha teatralizado escenas en otras películas —recordemos, entre varias, El jardín de las delicias (1970)— y que, además de teatro, ha dirigido ópera y ballet, por no hablar del carácter de espectáculo teatral filmado —con reglas del cine, eso sí— que tienen la mayor parte de sus películas musicales.

Elisa, vida mía —la película más literaria de Saura, por todas las razones posibles— debe su título a un verso de una égloga —la primera— de Garcilaso de la Vega y contiene citas de Rainer Maria Rilke (Los cuadernos de Malte Laurids Brigge) y de la novelista Margaret Drabble (The Waterfall), del mismo modo en el que en La prima Angélica —cuyo protagonista es un editor— se alude a la magdalena de Marcel Proust —¡el pasado en Saura!—; en Mamá cumple cien años (1979), a Los hermanos Karamázov, de Fiódor Dostoyevski; en El Dorado, a Edgar Allan Poe, y, en Fados (2007), a Borges, escritor —más allá de su adaptación de El Sur— muy querido por Saura.

De Elisa, vida mía a Dulces horas (1981), sin olvidar Los zancos, abundan los personajes que escriben y aparecen escribiendo. A mayor abundamiento, Saura se ha ocupado de pasajes biográficos de varios escritores. Así, de Antonieta Rivas, en Antonieta; de san Juan de la Cruz, en La noche oscura; de Federico García Lorca —y de Buñuel y Dalí, que también escribieron—, en Buñuel y la mesa del rey Salomón, y del libretista Lorenzo Da Ponte, en Io, don Giovanni.

Con toda razón, Carlos Saura ha dicho que un determinado uso por su parte de las canciones en sus películas no musicales confería, sin embargo, a éstas un carácter musical, premonitorio o paralelo a su dedicación al cine musical (digamos) de pleno derecho. Pues bien, sin forzar demasiado la cuerda (o eso creo), las letras de las canciones que Carlos Saura introduce en sus películas dan a éstas una dimensión literaria —poética— plenamente buscada, ya sea como elemento confluente con otras estrategias narrativas o, muy principalmente, como soporte del muy abundante contenido sentimental del cine y de la literatura saurianos. No estoy pensando —aunque es, asimismo, significativa su elección— en las letras de las canciones de sus películas musicales, sino en el modo en el que operan en sus películas canciones como Recordar (El jardín de las delicias, Dulces horas) o Rocío y Ay, Mari Cruz (La prima Angélica), sin olvidar, al contrario, lo que suponen las letras de las canciones de Los Chunguitos en Deprisa, deprisa o la decisiva Porque te vas, de José Luis Perales (cantada por Jeanette), en Cría cuervos.

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