POR GIOCONDA BELLI
Cuando se ha vivido una vida como la que escogí, resulta sumamente difícil dejar la patria. Y no me refiero a la distancia; me refiero al terreno que ésta ocupa en el propio cuerpo, la manera en que vive tanto en nuestros sueños, como en nuestras pesadillas, la imposibilidad de separarse de ella y no andarla colgando del cuello como un cencerro que suena con cada gesto y cada movimiento que hacemos.
A menudo me siento vacía de otra cosa que no sea ese ímpetu feroz por hacer algo que pueda salvarla, hacer la diferencia. Sé que ya es poco lo que me queda por aportar a mi país en la esfera práctica. Hay días en que quisiera olvidarlo. Como escribí hace unos años en un poema a Nicaragua: «Tantas veces he querido olvidarte/como si fueras un amante cruel de esos que le cierran a uno la puerta en las narices/ pero nada de lo que hago lo consigue».
En esta España donde he podido sentirme, no sólo a salvo, sino acogida con gran cariño, pienso cuán admirable es haber logrado transitar, de años de dictadura, a una democracia como la que aquí existe. Ciertamente que no es tarea fácil mantener el equilibrio, menos en estos tiempos convulsos y desconcertantes, pero uno va por las calles, lee el periódico o viaja en autobús, y ve una ciudad y una comunidad que funciona y que debate, a veces ferozmente, los entuertos de una sociedad vital y compleja.
Leyendo hace poco ese gran libro de Martín Caparrós: Ñamerica, donde él abjura de los nacionalismos, igual que, teóricamente, lo hago yo, me preguntaba si será posible. algún día romper limpiamente con esas fidelidades. La idea de ser «ciudadano del mundo» un concepto quizás trillado, pero que encierra no poca sabiduría, es una utopía humanista digna quizás de perseguir. ¿Será acaso, como suelen serlo, una pompa de jabón bella e iridiscente que apenas puede mantenerse en el aire segundos antes de desaparecer?
Las fronteras van más allá, pienso, de las antojadizas y a menudo artificiales marcas que nos separan geográficamente. Los que apelan al nacionalismo, por intereses políticos contrarios a la inmigración, lo hacen porque saben cuánto puede inspirar temor -un temor más allá de lo racional- la idea de que la noción de patria se desfigure. Es, sin duda, una manipulación. A fin de cuentas, como dice la canción de Jorge Drexler: «Yo no soy de aquí, pero tú tampoco». Las migraciones han existido desde el principio de los tiempos y las identidades nacionales no son sino el producto de flujos y reflujos poblacionales. Los seres humanos que por una u otra razón nos trasplantamos, sobre todo de patios áridos o tóxicos, no queremos reproducir lo que dejamos. El apego del inmigrante a sus orígenes es emocional; son los recuerdos los que viajan con nosotros, el deseo de olores y sabores que nos trasladen momentáneamente a las esquinas del tiempo donde fuimos felices. La mejor manera de nacionalizarse es, a mi juicio, la de acumular recuerdos felices, encontrar en la tierra nueva los fertilizantes adecuados para crecer y dar fruto.
Esto no significa que desaparezca el dolor de las raíces cortadas por la sequía o por el terreno arrasado por las guerras. En eso los seres humanos nos parecemos a los árboles. Hay una parte nuestra que permanece enraizada, hay esa patria que se anda como cencerro en la garganta.
Yo, por ejemplo, a estas alturas de mi vida, quisiera ser esa ciudadana del mundo de raíces flotantes, pero no puedo dejar de ser aquel árbol de raíces hondas clavado en el páramo agreste en que se ha convertido mi pobre Nicaragua. Sin embargo, aquí estoy y mi ramaje sabrá florecer y echar semillas. Ya siento los brotes de verdor en la punta de mis dedos.