POR  GIOCONDA BELLI

Hace unos años, mientras estaba en Madrid presentando un libro, fui de visita al Prado. Al cruzar la calle Ruiz de Alarcón, mi esposo me señaló el edificio de la Real Academia Española. Le pedí que me hiciera una foto. Para mí ese edificio era emblemático de una institución cuya función -muy particular, por cierto- es el cuido del español, la lengua que hablamos más de cuatrocientos millones de seres humanos. El lema de la Academia, «limpia, fija y da esplendor» es tan antiguo como la Institución, que creó el Marqués de Villena en 1713. 

Poco podía imaginar que la vida y el exilio me llevarían a pasar muchas horas en el edificio de la Real Academia Española en Madrid curando un diccionario fraseológico latinoamericano. Tengo un escritorio en la sección dedicada a ASALE, la asociación de Academias de la Lengua Española en todo el mundo, Hace setenta años se creó esta vinculación de la RAE con América Latina y también con Puerto Rico, Filipinas y otros sitios donde el español vive y se practica. Los académicos de número de las diversas academias de la lengua regadas por el mundo pasan a ser académicos correspondientes de la Real Academia Española. Tengo el diploma, en Nicaragua, lejos ahora de mi alcance, que atestigua mi pertenencia a la RAE. Esto me ha permitido asistir los jueves al pleno de la Academia, en el salón plenario. La reunión se da alrededor de una tabla ovalada, que me hace relacionar a los académicos de la lengua con los Caballeros de la Mesa Redonda del mítico Rey Arturo; en España, en este caso se trata de caballeros doctos defensores del español. Antes de la sesión plenaria, en la bella sala de pastas, de sillones de grana, se sirve un refrigerio y los académicos tienen la oportunidad de socializar entre sí. No puedo dejar de celebrar el acierto de la RAE al no restringir el español al hablado en España, y reconocer la enorme riqueza que representa el uso del español por tantos millones de personas como las que lo hablamos en el mundo. Creo los hablantes hispanoamericanos con nuestros acentos, nuestras palabras ancestrales y nuestro cotidiano manejo del idioma, aportamos una variedad espectacular de acepciones y derivaciones, aparte de una literatura digna de todo respeto. El diccionario de americanismos que tengo sobre mi escritorio, dirigido por Víctor García de la Concha, ese personaje cuyo nombre ha trascendido por lo que él ha logrado en su carrera como abanderado del español, es un testimonio de peso sobre esa mezcla fascinante que devino de la Colonia y que subsiste y sigue creciendo hasta nuestros días. Neruda hablaba de cómo los Conquistadores españoles, con sus caballos, arcabuces y armaduras aplastaban civilizaciones americanas, pero mientras cabalgaban y destruían, iban dejando caer esas palabras, ese idioma hermoso que fue el verdadero conquistador de la inmensa extensión del Nuevo Mundo que España reclamó y eventualmente perdió para sí. De no ser por el español, su presencia no habría subsistido y mucho menos atestiguado el desplome de esa Torre de Babel que cayó desde México a la Patagonia, proporcionando a nuestra América un idioma común.

Y vuelvo al asombro: sumirme en el ancestral tejido de esa antigua y conocida y a menudo maldecida España, ha logrado que lo que mis ojos ven no apague del todo, pero consuele a lo que mis ojos no ven. No tengo la lujuria de las plantas tropicales y el verde como un manjar para el hedonismo de los sentidos que gozaba en Nicaragua, pero entrar al silencio y recogimiento de la Academia, ver sus escaleras magníficas, los salones quietos, incluso las peculiares y antiguas cerraduras en puertas donde se diría se guardan tesoros seculares, caminar por pasillos donde cuelgan litografías de Goya, o estampas del Quijote, es unir mi identidad mestiza con su origen. Es también unir mi pasado de muchacha solitaria en un internado de monjas en Atocha, refugiando su soledad de los domingos en el museo del Prado, con esta mujer que ahora soy y que baja por la calle Felipe IV, pasa por la nueva entrada del Museo del Prado, para tomar el autobús frente a la fuente del Neptuno, frente a la fachada del mismo hotel Palace donde visité a mis abuelos cuando venían a Madrid y me invitaban a recordar que tenía familia y otra vida en Nicaragua.

Me observo encontrando placer en estas experiencias y visiones. Hallo consuelo dentro del desconsuelo de mi país, sumido de nuevo en una dictadura. Me maravilla el impulso de sobrevivencia de la mente humana, el optimismo del que, afortunadamente, padezco y que me deja inventar significaciones y gratas revelaciones en las vueltas de mi vida. Estoy convencida de que, dentro de nosotros, podemos respirar y tener ojos para la humanidad histórica y profunda a la que pertenecemos y esperar contra toda esperanza que, a pesar de todos los pesares, la historia y el tiempo nos redimirá.

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