Lev Shestov
Atenas y Jerusalén
Traducción de Alejandro Ariel González
Ediciones Hermida, Madrid, 2018
533 páginas, 25.00 €
Se leía a León Chestov —así escrito— en los años de 1940, mayormente en ediciones argentinas quizá retraducidas del francés. Chestov era un exilado ruso que vivió en Francia, de donde había partido su predicamento internacional. A la distancia, lo veo, entre otros, junto a Berdiaev, Mounier, Gabriel Marcel y Mauriac, en el espacio del existencialismo cristiano. Ampliando el sendero: Unamuno que lleva a Kierkegaard, que lleva a Pascal, que lleva a Agustín en el ejercicio de lo que podría llamarse la angustia creativa. Este hombre existencial es, en efecto, desesperado y agónico: requiere esperanzas y se siente morir a cada instante de la vida, alternando el hallazgo de una trascendencia salvadora con la cerrazón de un mundo otro, inalcanzable.
Muy oportuno es el rescate del texto más notorio de Lev Shestov —ahora así escrito: Atenas y Jerusalén (traducción de Alejandro Ariel González y prólogo de Alejandro Roque Hermida). El prologuista nos sitúa eficazmente en la deriva y los libros de Shestov, en tanto el traductor cumple admirablemente con la tarea de volcar en español el ruso original, con los insistentes encabalgamientos de la prosa chestoviana, en buena parte redactada en griego, latín y algo de alemán. Un enjambre de notas al pie completa este imprescindible y gran trabajo.
Hay quienes juzgan este libro como uno de los grandes textos filosóficos del siglo xx. Lo desdigo y no por devaluar lo hecho por su autor sino porque no se trata de un texto filosófico. Si acaso, de un texto antifilosófico que puede adscribirse a la filosofía como una estatua a su vaciado. No está lejos de otros intentos similares. Él lo formula en términos simbólicos, figurativos: conciliar los dos árboles del perdido paraíso: el de la vida y el del conocimiento. Se trata de pensar conforme a lo que se vive y no vivir conforme a lo que se piensa. Al respecto caben dos extremos: el pesimismo de Nietzsche, para quien pensar la vida es una locura y tal vez la mayor, y el optimismo de Bergson, para quien inteligencia y vida son incompatibles porque no podemos escapar de la vida para considerarla un objeto, de modo que vivimos unidos a ella, todo lo mejor posible, e inteligimos en otros campos. La paradoja bergsoniana, y su mejor habilidad, consiste en que siendo irrazonable, sólo intuible y, redundantemente, apenas vivible, la vida hace razonar y únicamente podemos razonar si seguimos vivos, ni antes ni después.
Shestov se desprende de tales minucias y opta por oponer al pensamiento filosófico los textos de la Revelación, los inspirados, la Biblia. La crítica bíblica —que él soslaya por su total falta de interés— muestra que las Escrituras son el resultado de plagios, refritos, citas, añadidos, cuñas y glosas. A nuestro hombre lo trae sin cuidado porque su calidad reveladora funciona como un dogma. Es a partir de él que formula todos sus cuestionamientos. El fundamental es el que les da título: Atenas es la búsqueda de la verdad eterna e increada; Jerusalén es la verdad de Dios como creador de cuanto existe. La primera plantea una pesquisa infinita y vana, la segunda proporciona un hallazgo definitivo y absoluto. La primera es obra humana; la segunda, obra divina.
Dios, el inefable Dios, tiene sin embargo una palabra que lo señala y que acabo de escribir. Esta dualidad entre lo decible y lo indecible plantea a Shestov un dilema, a su pesar, filosófico. Puede definir a Dios como el verdadero ser, todo el ser, pero al acotar el ser por medio del ser —no hay otra— cae en una tautología que nada significa y/o que significa el no ser. Desde luego, lo que sabe es que aún en sus momentos de mayor debilidad, Dios es más fuerte que los hombres y en sus momentos de mayor locura, más sabio que ellos. Infinito y esencial, no tiene más remedio que estar siempre lejos del hombre, según advirtió el cardenal de Cusa a comienzos de la modernidad. Produce el mismo desasosiego desesperado que la duda irreparable que Shestov atribuye al hombre moderno.
Por el lado ontológico, entonces, con Dios no vamos muy lejos o vamos tan lejos que no llegamos nunca y a ninguna parte. En cambio, hay Dios como creador de todo lo existente, el que ordena el cosmos una sola vez y para siempre. De él nos ha venido aquel enigmático ser y —alguien o algo— es el no dado dador de ser a cuanto es. Los hombres, desde entonces, no hacen más que obedecer. El mundo ha sido creado para los hombres mas para que sean engranajes de una máquina, la que Calderón adjetivó de gallarda.
Tras la creación del hombre, vino la bendición del hombre, su catarsis dentro de un orden sagrado y bendito. El hombre ha de consolarse y acatar el orden cósmico por medio de la metafísica y las religiones. En ello consiste su disposición del mundo. Shestov es conciente de que tal tarea es de pocos, de unos cuantos elegidos que, para colmo, no forman un organismo sino que son escogidos uno a uno. Son los autores de la paz, enceguecidos por el resplandor de la verdad, lo contrario de quienes pelean en una guerra interminable, promovida por la contradicción. El autor la considera mortal, mientras los modernos la juzgan almendra de la vida filosófica. Para ésta, los hombres tratan de lo posible entre sí. Para Dios, es imposible la tarea del hombre que ha creado, ya que consiste en instalar lo absoluto en este mundo donde, según señaló Pascal, no cabe. Entonces: sólo queda al hombre reconocer su impotencia y rendir devoción a la omnipotencia divina.
Se ve al hombre constreñido por la necesidad, que es la objeción hecha por Shestov a los filósofos de todo lugar y época. Acosado por esta constricción de un lado y del otro, el hombre apaga la luz de la conciencia que lo atormenta y se sumerge en la oscuridad abismal de lo inconciente. Desde esa hondura exclama su De profundis, invocando al creador y sometiéndose a su orden, aceptando lo real como obra de Dios, que merece una devota celebración.
Esta construcción parece sólida pero a Shestov le cruje la carpintería. ¿Qué hacemos con el mal, con los horrores de la vida? ¿Forman parte de la exaltación? La escena fundante de la historia humana transcurre en el paraíso, donde están los dichosos árboles, la mujer y el hombre inocente y el demonio, serpiente con cabeza humana que habla y no para de hablar, lo mismo que Jehová. ¿Quién los ha creado? ¿Quién ha creado al hombre parlanchín y razonador? Pareciera que son obra divina, ya que el creador es uno solo. Aquí Shestov se desconcierta y habla de un milagro inexplicable. Una fuerza oscura y despiadada se apodera del mundo, Dios sabrá por qué, ya que él todo lo sabe.
Antes de la caída, el hombre es libre porque es ignorante. Es lo que Hegel llama la zoología del espíritu, el ser humano que hace el bien sin saber lo que es porque ignora el mal. La libertad chestoviana se adquiere cuando el hombre se somete a la fe, la extrema necesidad, que nada significa. ¿Para qué, entonces, la palabra inspirada que intenta significar? Sólo cabe dejar actuar a la fe.
El hombre primigenio perdió la libertad al perder la ignorancia. Optó por la inteligencia, que es transparente, y renunció a la fe, que es opaca. Busca inútilmente la verdad absoluta sin admitir que está oculta y es inabordable. El saber humano es escaso, relativo y desasosegante. Persigue algo que es inefable y cuya existencia es positiva pero indemostrable. «No es necesario mirar sino avanzar al azar, con los ojos cerrados, sin prever nada, sin preguntar a nadie, sin inquietud por nada […]».
Al proponer la renuncia a la fe a favor del conocimiento, el demonio promete a los hombres ser como dioses pero desistir de la inmortalidad a favor de la muerte. Instala a la razón como legítima soberana, siendo una vil usurpadora cuyos principios ideales provienen del maligno. Su conocimiento revela verdades universales y necesarias aunque sólo son relativas y localizadas en la historia, en el devenir de lo efímero. En rigor, apunto por mi cuenta, el conocimiento profano no revela nada sino que produce hallazgos siempre sometidos a la crítica. Aristóteles nos enseñó a pensar y a ordenar nuestros saberes, a la vez que creía que la esclavitud era natural y los bárbaros debían ser sometidos a Alejandro el Grande como si fueran animales y plantas. Sigamos.
Shestov anatematiza y tematiza los incisos del desdichado conocimiento humano. Éste no justifica al ser sino al revés: debe obtener su justificación del ser. Los frutos del árbol prohibido se vuelven inanimados e indiferentes al todo. Son huecos, faltos de fundamentos, apenas admiten lo oculto de la verdad. La duda es impotente, busca la verdad y no la alcanza como sería su deber. Las ciencias no conducen a ella pues sólo se ocupan de la coherencia. En resumen: el saber profano puede llegar a ser coherente pero siempre resultará falso.
Nuestro escritor hace una enmienda a la totalidad de lo moderno, con un generoso panorama que empieza cuando se come el primer fruto vedado. No puedo evitar el recuerdo de aquel militar argentino que definió a Adán como el primer subversivo. En efecto, el hombre moderno cree que el mundo le está destinado y así lo demanda. Al contrario, el hombre antiguo, que vivía en las proximidades de lo divino —que Shestov no fecha— admitió que la realidad es una infinita cadena de eventos donde anidan verdades eternas que se van construyendo de modo constrictor. En cambio, el hombre moderno, perezoso y cobarde, se aparta de esa sumisión cósmica. Es de una impía audacia y practica la dialéctica del ordenar y obedecer. Pierde el tiempo haciendo la historia y no le interesa saber la verdad.
Desde luego, a la historia del pensamiento la tocan a degüello. Selecciono algunos casos. Nietzsche es un inmoral que se somete al fatum. Kierkegaard finge ser un manso cristiano pero es un feroz lobo disfrazado de cordero. Quien sale peor parado es Hegel: el más osado de los contrabandistas filosóficos que olvida haber escrito Dios con mayúscula (en alemán todos los sustantivos la llevan y, a mayor abundancia, Dios es un nombre propio), audaz caradura que se atrevió a llevar a Kant hasta sus últimas consecuencias y profirió la máxima impiedad, la de afirmar que la filosofía no debe ser edificante. En general, la metafísica y la teología han cometido el error de explicar y justificar a Dios, que es evidente y al cual toda metafísica le sobra (no obstante, Shestov expone largamente sobre la Biblia). La verdad no se explica con verdades humanas, como pretendieron los teólogos medievales. Tomás de Aquino, empecinado, acepta que la fe es ciega y no puede conocer porque no puede objetivar.
Frente al patíbulo de los sabios pecadores, Shestov mantiene un principio general descalificador: la filosofía carece de fundamentos porque, precisamente, ignora que sus fundamentos no son filosóficos. Esta falencia deroga todos sus discursos pues, en nombre de la crítica, esconde y niega lo que fue el fundamento del saber precrítico. El origen y la validez de nuestro conocimiento son incomprensibles. Ciertamente, comento, los principios no pueden ser racionales porque nos llevarían a tener que fundamentarlos en otros y así hasta el infinito, lo que bloquearía nuestra facultad de pensar. La filosofía no se valida por lo que no puede razonar sino por la eficacia razonable de lo que dice y discute, de lo que duda y describe como objeto de su duda, por lo que pregunta pues no se cansa de preguntar. Lo que Shestov propone no es filosofía y enfrentar la historia del pensamiento con una escena mítica es una impertinencia intelectual. No carece de gracia y audacia pero incurre en el pecado hegeliano que denuncia.
Para él, todo conocimiento parte de un arcaico sentimiento de miedo y no de la curiosidad y el asombro clásicos. El miedo chestoviano a la libertad es el rasgo esencial de la naturaleza humana. Es el miedo a la aceptación de la terrible existencia de Dios, que nos ha hecho humanos para que padezcamos lo imposible. Con tan tremenda afirmación ha llegado al origen. Hegel podría advertirle que en el origen no hay ningún fundamento, que allí el ser está pegado, adherido a sí mismo (bei sich Sein), es decir: no es nada o, si se prefiere, es nada. Cuanto más nos alejamos de él, en la deriva de nuestra historia, más humanos nos hacemos, para bien y para mal, sin edificación ninguna. Es cierto que Shestov no estaba solo en esta nostalgia del origen, de la unidad primigenia del ser consigo mismo, pues Jung y Heidegger, por senderos paralelos, también la practicaron para superar el vértigo moderno ante el vacío de un pensamiento pobre. No es el momento de señalar dónde hallaron el sólido Grund que rellenara el hueco pero que sí lo hubo. Shestov lo encontró en Dios y su vértigo no fue el del infinito vacío sino el de la infinitud divina. Por paradoja, le dio acceso a la real realidad, objetiva y definitiva, desde la cual contempló la inanidad de la historia humana, a Atenas desde Jerusalén.
Quien dice Atenas dice logos, que es discurso y razón: pensamos lo que dicen las palabras. Para Shestov, la palabra, al contrario, no expresa el pensamiento ni la realidad de los objetos, que él si conoce bien como es de suponer. Es ultraverbal, inefable. Musical, aunque nuestro hombre ignora la simbología de la música, descargada de equívocas semánticas.
Pero bueno. Desdeñar la palabra desde la palabra tiene su intríngulis y lleva a deambular con signos de dicción en torno a lo indecible. Escribir quinientas páginas, farragosas y reiterativas —según él mismo lo admite— no exentas de agudos lampazos de inteligencia, es un exceso sintomático. Nada estimula tanto la verbosidad como lo inefable, salvo que se trate de escuetos y certeros poetas como Juan de la Cruz o Stéphane Mallarmé, autores de frugales líneas y no menos amantes de la noche que Shestov.
Atenas y Jerusalén es un texto para lectores pacientes y laboriosos que, una vez más, remite al estupendo trabajo del traductor. Constituye un documento imprescindible para describir una época despiadada y destructiva de Occidente, amojonada por dos guerras catastróficas. Una época que dio señales de vida y muerte en libros como La decadencia de Occidente de Spengler, La montaña mágica de Thomas Mann, El principio esperanza de Ernst Bloch, Historia y conciencia de clase de Georg Lukács y Ser y tiempo de Heidegger. La ambición de revolcar la historia de nuestro pensamiento sobre las arenas del jardín paradisíaco es toda una empresa caballeresca. A tal señor, tal honor.