POR JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS
Hay varias condiciones que convierten a un autor en clásico. Y puede decirse que Juan Eduardo Zúñiga es de los pocos que las reúnen. Una de ellas, que parece externa, son las reediciones. Los libros tienen su momento, pero sólo aquellos que lo trascienden alcanzan aquella categoría. No es un hecho menor que en 2011 se reeditara La trilogía de la guerra civil en Galaxia Gutenberg y que en 2013 apareciera en esa misma editorial la reedición de Misterios de las noches y los días, libro nacido en 1992, que redescubría al otro Zúñiga, el más escondido y secreto, el que más que otra cosa revela a un poeta de la prosa. Y en el año que acabamos de dejar, 2018, ha aparecido Fábulas irónicas, que recoge cuentos inéditos pero también otros aparecidos tanto en la revista Triunfo en 1972 como en «Babelia» (suplemento del diario El País), en 2004 y 2006.[1] Otro hito de su consideración de clásico es que podemos celebrar la reciente aparición en Cátedra, que es la editorial cimera en edición de nuestros clásicos contemporáneos, de las dos novelas El coral y las aguas e Inútiles totales, a cargo de los profesores Beltrán Almería y Ángeles Encinar, cuyo estudio Introductorio acaso sea la mejor forma de entrar en el mudo de Zúñiga para quien no lo conozca.

Precisamente en el estudio Introductorio que sitúan al frente de esa edición, Luis Beltrán y Ángeles Encinar unifican los tres libros de cuentos de los que me propongo analizar en este artículo. Lo hacen en el apartado titulado «Misterios, brillos y fábulas», que sitúan tras los análisis de La trilogía de la guerra civil (formada por «Largo noviembre de Madrid», «La tierra será un paraíso» y «Capital de la gloria») y luego de analizar de modo exento el libro Flores de plomo, cuyas historias están unificadas por el escritor Mariano José de Larra.

Luis Beltrán y Ángeles Encinar se refieren en ese estudio a un texto de Juan Eduardo Zúñiga en respuesta a una pregunta del escritor Manuel Longares que proporciona una clave estética fundamental de las obras que me propongo analizar:

Este libro fue una prueba a la que yo mismo quise someterme, ver si era capaz de crear situaciones realistas, pero con un núcleo misterioso, que no podría explicar la lógica y que buscaba la complicidad del lector, que debía interpretar las claves secretas. Eran cuarenta relatos muy breves, casi microrrelatos, con un estilo más bien poético y en todos hay una propuesta inquietante.[2]

 

Los rasgos que Juan Eduardo Zúñiga selecciona como resultado de una intención novedosa en su estilo son en gran parte compartidos por los tres libros que van a centrar mi atención: Misterios de las noches y los días, Brillan monedas oxidadas y Fábulas irónicas que formarían, a mi juicio, una trilogía muy diferente a la de la Guerra Civil y que me propongo denominar Trilogía de cuentos fantástico-simbólicos. No puede decirse que en todos los cuentos de los tres libros ocurra en igual medida, pero los tres rasgos señalados por Zúñiga desarrollan una atmósfera compartida por los cuentos de los tres libros. El primero de los rasgos es el estilo poético. El segundo es que en todos se contiene un misterio, un halo existencial que no es realista, ni puede explicarse desde la lógica. El tercero es que en todos los cuentos se esconde una verdad existencial que, en términos de clave secreta, debe ser descubierta por el lector.[3]

Con todo, no nos confundamos en esto: no es prosa poética la que escribe Zúñiga, su poesía no es de fraseo rítmico, aunque su prosa esté muy medida y cuidada; la escultura poética a la que me refiero tiene que ver con que sus narraciones se plantean como estampas que quedan grabadas al modo como se hace una pieza bruñida, son nacidas para releerse, para volver a ellas una y otra vez, convencido el lector de que el halo que desprenden se corresponde mejor con la emoción que despiertan ciertos poemas que con los cuentos propiamente dichos.

Y ello porque, como ocurre en los buenos poemas, invitan siempre al lector a una lectura en clave alegórico-simbólica, que va más allá de su anécdota concreta y alcanzan un núcleo fundamental de la experiencia humana en general. Ningún lector desconoce que tal repliegue simbólico, que lleva la anécdota más allá de ella misma en la esfera de su significación, es precisamente el rasgo en el que reside la almendra de lo que es un buen cuento, tal como lo señalaron Edgar A. Poe en el ensayo-prólogo titulado The Philosophy of Composition que publicó al frente de su poema The Raven, y tuvo eco posterior en los que quizá sean los escritores en español que mejor han definido las características del género, el argentino Julio Cortázar y el español José María Merino.[4]

Que haya podido caracterizarse la mayoría de los cuentos de esta trilogía, como hace Antonio Garrido Domínguez para Misterios de las noches y los días especialmente, tiene que ver, a mi juicio, tanto con los elementos de significación universalizadora que implican tanto su tratamiento de los personajes, que han sido alejados de una precisa notación realista (hasta carecer como veremos en algunos incluso de nombre propio), como en el tratamiento espacial y temporal.

A diferencia de lo que ocurría con los personajes de los cuentos de La trilogía de la guerra civil, los de la trilogía que vengo analizando, funcionan más como criaturas en las que se encarnan ciertas fuerzas simbólicas elementales. Con todo, hay que decir que, si bien en el tratamiento de los espacios la Trilogía de la guerra civil se ciñe muy particularmente a la geografía madrileña, el tratamiento de los personajes reunía ya el sesgo de criaturas cuyo destino es un ejemplo de otros muchos, y más que como entes particulares en la singladura de una biografía concreta habían sido tratados como héroes de una particular épica de resistencia deducida de una situación o acción dramática, a menudo trágica. Los personajes de la Trilogía de la guerra civil han sido sorprendidos en una dimensión espacial y temporal muy definida (el Madrid de la guerra e inmediata posguerra), en cambio los personajes e historias de los tres libros de la Trilogía fantástico-simbólica tiene vocación anacrónica y muchas veces ucrónica. Sus posiciones son muchas veces insólitas e inesperadas, y reúnen al mismo tiempo cierto halo fantástico. Sostienen Encinar y Beltrán en el estudio introductorio citado, (págs. 41 y 42) para los personajes de los cuentos incluidos en Misterios de las noches y los días:

El ámbito de lo real se transgrede por la presencia por la presencia de lo ilógico, mágico o insólito y muestra un mundo turbador e inextricable. «La esfinge», «El soldado», «El mensaje», «El ángel», «La gitana», «La sombra», «La madre» y «El ahorcado», entre otros, toman como temas fundamentales el amor y la muerte y acogen voces del más allá, rostros difuntos que se reencarnan en los vivos, brujas hechizos y gitanos que producen amores frenéticos, viajes hacia la muerte, transformaciones; es decir una amplia variedad de posibilidades dentro de lo fantástico.

 

Además de los personajes en los ámbitos no familiares y míticos que Zúñiga dibuja se están desarrollando situaciones que es difícil ubicar en un espacio histórico concreto y particular. Aunque hayan sido situados en la clasicidad (así Fabulas irónicas), el Romanticismo (Misterios de las noches y los días) o las ciudades en nuestros siglos xvi y xvii (Brillan monedas oxidadas), no es tanto para que cobren de cada una de las tres épocas señaladas, y de los espacios anejos, una significación definida y válida para ese tiempo y lugar, sino para proponerse como premodernos y, por tanto, más proclives a una fabulación no realista, en cierto modo perteneciente a un mundo cuya caracterización espacio-temporal se ha clausurado, es pretérito, pero que en la dimensión semántica de su narración, arrojan una lección universal, mítica que pertenece a todo tiempo y lugar y, por tanto, no es conclusa. Ese desplazamiento del discurso a las dimensiones simbólicas es el que Zúñiga califica de poético, porque es el que suele darse en la poesía.

La narrativa poética de los Misterios de las noches y los días es literatura en estado puro. Otra condición para llamar a Zúñiga clásico es esa pureza conseguida de maestro del idioma, que ha desnudado sus cuentos de toda adscripción anecdótica para que revelen algo fundamental y primigenio. El lector vuelve a reconocer en Zúñiga la emoción que le despiertan Chéjov, Pushkin, Turgueniev, por citar tres de sus afiliaciones más queridas, cuando más allá de lo contado en sus anécdotas, lo que interesa recoger es el latido que no se oye, ese lugar del corazón que queda soterrado, y que únicamente la gran literatura es capaz de oír.

Es muy significativo que la mayoría de los personajes que pululan por los cuarenta cuentos que contiene el libro (en dimensiones breves, el más largo tendrá apenas seis páginas) carecen de nombre; son el joven noble, el duque arrepentido, el valiente húsar, la madre del soldado, la amante despechada, el traidor, la gitana inalcanzable etcétera. Ni tienen nombre ni hay topónimo alguno, se mueven estos personajes por lugares que recuerdan los escenarios gratos al mundo del Romanticismo, los que la literatura narrativa del xix retrató: hay lagos o estanques, el medio de transporte es el carruaje, alguna historia se desarrolla en el cenador del jardín, o en la estancia del palacio, hay un neceser con recónditos cajones, retratos escondidos en ellos y cartas antiguas de amor. Y hay la estatua de la esfinge que se hace viva, como le ocurre a un ángel.