Como el de las Sonatas de Valle Inclán, es un mundo arcaico de señores y criados en escenarios que parecen ser de otro tiempo. Pero están el amor y la muerte, que no tienen época predilecta y que vienen a trastocar en cada cuento una situación fundamental que comunica con lo nuestro. Esa presencia de la muerte, del recuerdo amoroso, de la deuda pendiente, de aquello que alguien no hizo o del secreto que guardó, confiere al conjunto una unidad presidida también por otro fenómeno fundamental del libro: la comunicación de vivos y muertos. Parecen cuentos de almas muertas, y el aire fantástico que proporciona esa característica del que regresa (por ello el fantasma es llamado en francés revenant, el que vuelve del otro lado) está acompasado con un decir sin aspavientos, muy armonioso. Lo conciso de la prosa no le resta armonía, es más, contribuye a que cada párrafo parezca el resultado de una labor de lima y corrección que lo ha despojado de todo lo ornamental o superfluo. Zúñiga es maestro del idioma, pero no es autor sinfónico; siendo el Romanticismo el mundo de estos cuentos cabría decir que, tras leerlos, entran ganas de escuchar música de cámara, por ejemplo, al Schubert del cuarteto La muerte y la doncella, para no salir de ese mundo de belleza y misterio que Zúñiga ha convertido en palabra.

Si tuviera que elegir un adjetivo crítico para los quince cuentos que alberga Brillan monedas oxidadas (2010) hablaría de ejemplares, como Cervantes ideó sus novellas. Confirman la convicción de ser Zúñiga un gran maestro del cuento, pues los escribe como pocas veces se han hecho en castellano. Y esa convicción nace a pesar de lo difícil que resulta, leyendo estos relatos, contestar a la pregunta ¿de dónde extrae su maestría?, ¿por qué resulta tan original? Cuando sabemos su afición hacia la gran literatura rusa y que a ella pertenece Anton Chéjov, uno de los autores sobre los que Zúñiga ha escrito, no es difícil caer en la tentación de fijar esta filiación (que es afiliación en todo caso) con la tranquilidad de que nadie va a desmentirla. Pero quedaríamos en poco si nos limitásemos a decir que Zúñiga es hijo de Chéjov (con la paradoja de ser lo mejor que de un cuentista puede decirse), porque, siendo cierto, no es todo.

En Brillan monedas hay una dimensión fundacional, una forma que es originaria y que sin embargo, al leerla, no nos resulta extraña, aunque no sepamos decir bien de dónde proviene. Quizá la respuesta a esta serie de paradojas resulte sencilla en el fondo. Ocurre así porque estos últimos cuentos de Zúñiga atraviesan los tiempos y las literaturas. Zúñiga narra cuentos que son «el cuento», lo que nunca dejará de ser ese género, pase el tiempo que pase y se escriba donde se escriba. En «El ramo de lilas» hay atmósferas de Melville, con la historia de un marino, Marbec, anclado en un puerto de mar, que ve en el otro el espejo de lo que pudo ser, y marcha a serlo. En un final abrupto un encuentro, una mirada, todo lo resuelve. Otro relato («El festín y la lluvia») trae un salón de la nobleza donde aburridos contertulios hablan de naderías en una atmósfera en la que la muchacha joven se ahoga, y termina huyendo hacia la lluvia, que cae fuera pertinaz y constante. Surge en otro cuento («El Molino de Santa Bárbara»), una gitanilla que parece Preciosa, y acaba siendo como la quijotesca Marcela, con quien comparte un grito de libertad que ningún amor puede atar.

Muchos de los cuentos del libro, como los enumerados, son emblema de un aliento, un desasosiego, un principio de rebeldía, que mantiene viva la llama que salva a sus protagonistas de la vida mediocre, de la insulsez, de la avaricia, o la esclavitud, como ocurre en «Jazz Session», en que el camarero, nuevo esclavo, eleva su superioridad inmarcesible. También resulta soberbia la manera cómo la repartidora de pizzas, en su zigzagueante y penosa travesía por las amenazadoras calles de un Madrid noctámbulo, rescata de repente toda su dignidad de lady Godiva, con un golpe magistral que lleva el cuento «Has de cruzar la ciudad» a otro lugar, de alborozada libertad.

El estilo de Zúñiga contiene un recurso que he encontrado varias veces y que regala a los cuentos una expresividad enorme: de repente, alguien dice la naturaleza, lo primitivo y, sin esperarlo, aparecen las estrellas o el olor de la lluvia, el campo. Como contrapunto de lo que viven las criaturas, se ofrece lo que permanece y dura. Cuando en el titulado «Agonía bajo el manto de oro» (que trae atmósferas de fábula como si se tratase de Las mil y una noches) una vieja está reclamando más y más oro, leemos el pensamiento de quien la escucha: «Ahora fuera es de noche y el aire frío tendrá olor a lluvia y en el firmamento las estrellas hermosas y brillantes estarán como siempre a pesar de que nosotros aquí nos afanamos y morimos».

O cuando en otro cuento, para la locura de amor, se convoca «el zumo de las rojas amapolas que arrebata el alma» (pág. 88). Tan fulgurantes imágenes de un fraseo poético muy contenido, van dando la cifra de aquella ejemplaridad fundamental, de estirpe ética de la que habló Benjamin. Es la que poseen las viejas historias y que, en manos de Zúñiga, refulgen con novedoso brillo.

Hay una segunda serie, formada por historias antiguas, ambientadas en los siglos xvii y xviii. Otra vez emerge la rebeldía, pero a este leitmotiv se añade la dimensión que proporciona el rosario de criaturas afligidas, menesterosas, como ese campanero de la iglesia de San Sebastián, rigor de toda desdicha, o la manera sutil con que un cuento, que parece fantasmal, ha nacido para decir el miedo de una familia morisca de ser descubiertos. El final del cuento descubre aquella herida del alma, no poder ser quien se es. O la fatal suerte de quien, muy pobre, asesina por sobrevivir, aunque en balde.

Hay una excelente condición estilística del acercamiento de Zúñiga a los personajes pobres y desgraciados, que sí parece provenir tanto de Cervantes como de su afición a la literatura rusa: la piedad. No es Zúñiga naturalista, no tiene su estilo ambición de más realidad, ni su condición es la del realista que mira inerte, sino la de quien acompasa la mirada sobre la realidad al latido del alma de quien la goza o, sobre todo (suelen sus personajes estar de ese lado), la padece. Así ocurre con la magistral forma con la que en el cuento titulado «La gran mancha verde» se enfrenta al futuro de un niño que tiene que ir con su padre a trabajar y no puede seguir estudiando. La duda del maestro, la gran pregunta sobre qué China (la gran mancha verde del mapa) le serviría conocer, es elocuente, pero se ofrece como la buena literatura sabe hacerlo, dejando que el lector entienda, sin necesidad de más palabras.

Terminaré mi recorrido por esta nueva trilogía que me he atrevido a calificar de cuentos simbólicos, con las historias incluidas en Fabulas irónicas, libro que, como he dicho, recoge desde 1972 hasta el presente. Luis Beltrán Almería en el artículo titulado «La fabulación irónica de Juan Eduardo Zúñiga», antes citado, hace una historia del proceso de conocimiento suyo de este libro, iniciado incluso en su lectura de un manuscrito que, «hace exactamente veinte años» (dicho en 2018), le facilitó el propio Juan E. Zúñiga. De la curiosa historia externa del nacimiento de ese libro, y más allá de las discrepancias del profesor de Zaragoza sobre la denominación de «fábulas» e «irónicas», interesa fijarse en que el proceso de gestación del libro era dilatado, pero también muchas veces esas fábulas habían nacido como trasunto de situaciones y actitudes políticas concretas cuando las actividades de resistencia al franquismo, como ocurre singularmente en «Escrito en las paredes» o bien la influencia, muy bien señalada por Luis Beltrán, que tuvo sobre ellas el modelo en que pudo Zúñiga inspirarse: Momentos estelares de la humanidad. Doce miniaturas históricas, de Stefan Zweig. Añade Beltrán además alguna explicación muy ilustrativa sobre la circunstancia histórico-política que hay detrás de la titulada «El magnate y el bufón». Es decir, que en el largo proceso de gestación las Fábulas habían ido metamorfoseándose desde el origen inicial que les había dado nacimiento o inspiración, hasta la forma simbólica posterior recibida.

Este libro parece haber nacido para desmentir aquella reflexión de Walter Benjamin sobre nuestro tiempo, que aseguraba carente de fábulas memorables. Aunque en realidad, bien mirado, la confirma, porque escribe Juan Eduardo Zúñiga diez piezas que tiene en común no parecer actuales, referidas como están a mundos antiguos, de Grecia, de Roma, del Asia Menor, protagonizadas por Arquímedes, Nerón, Catalina la Grande de Rusia o el Estilita. Con todo, han querido los tiempos que vivimos, ahítos de tiranías retornadas, que estas fábulas parezcan nacidas para decir el momento presente. O todo tiempo histórico, tan semejante al anterior. Nunca ha dejado de haber sinrazón, nunca servilismos, y nunca artistas o pensadores que se hayan resistido a ellos. Aparece en dos de las historias la figura del bufón de corte, en otras el científico, o el poeta, y todas están atravesadas por la idea de resistencia al poder y la tiranía, que se manifiesta de muy distintas maneras, aunque casi todas están referidas al enfrentamiento de una individualidad creadora frente a los dictámenes de la conveniencia o el dictado del soberano, emperador o rey. Tiene Zúñiga el acierto de haberlas titulado fábulas, porque son historias que esconden algún poso mítico, de sustancialidad sobrevenida desde siempre y para siempre.

El aire narrativo elegido por Zúñiga contiene una prosa clásica, reflexiva, pero no ensayística, más bien poética como dije antes. En una de las más memorables, la titulada «Arquímedes, intelectual comprometido», se aborda la cuestión crucial de la responsabilidad del creador en tiempos radicales, de vida o muerte. Consigue Zúñiga evitar las salidas fáciles que tal dilema plantea, y sale por lo más inesperado, ideando un final insólito, pero por ello más elocuente. Una de sus más hermosas fábulas, la titulada «Escrito en las paredes» trata de la escritura como medio de libertad y de los esfuerzos del poder por someterla. Papel, pergamino, cintas magnéticas, barro cocido, se han alternado para ese minúsculo y poderoso mecanismo de resistencia de la memoria.

El libro, que se había abierto con la dialéctica de la memoria y el olvido, sitúa bien el nacimiento mismo de la literatura como forma privilegiada de resistencia a esa inanidad que todo poder favorece. Se trata de diez piezas concebidas como si fueran cuentos, que sin embargo componen un conjunto armónico que parecen funcionar a modo de exempla, según quería la tradición clásica. Quizá el sintagma tradición clásica sea el que más conviene a Zúñiga, nuestro particular Séneca. Uno tiene la impresión, conforme va leyendo, que estas piezas son medallones intemporales que valdrán para siempre. El adjetivo «irónicas» del título es muy pertinente al contenido y tono. Al contenido por servirse de elementos paradójicos, como es el gran poder del pequeño frente al grande o del siervo frente al señor; en general de la realidad frente a las mistificaciones que el poder ha ido suplantando. Pero también está la significación irónica porque en algunas de las historias se vindica la radical dimensión revolucionaria del humor, como cuando resuelve la historia de la soberbia del Estilita apelando a las dimensiones más prosaicas de las humanas necesidades durante su vida en la columna. Para hablar de Juan Eduardo Zúñiga, he recurrido sin proponérmelo a Cervantes, Melville, Chéjov, Valle Inclán. Escritores de otra dimensión que los otros, esa dimensión que cobra cuerpo en este nuestro querido Zúñiga, tan pequeño de cuerpo y aparentemente frágil, tan pidiendo perdón al resto por estar, que nadie diría que íbamos a estar celebrando sus cien años. Ojalá sea el momento de que España descubra a uno de sus grandes del siglo.

 

 

 

[1] Hay divergencia de fecha en las alusiones que los especialistas hacen a esa fuente de la Revista Triunfo para las primeras Fabulas irónicas. En el extenso y completo Estudio Introductorio que Luis Beltrán Almería y Ángeles Encinar publican en su edición reciente del libro Juan E. Zúñiga: El coral y las aguas. Inútiles totales, Madrid, Cátedra, 2019, pág. 47, sitúan en 1972 la aparición en Triunfo de las primeras fabulas irónicas. Luis Beltrán, en el artículo titulado «La fabulación irónica de Juan Eduardo Zúñiga» (Solo Digital Turia, 2018), había escrito «de esas ocho, cuatro habían visto la luz en la revista Triunfo en 1973». El propio autor ha corregido esa errata, pues se trata de 1972 según consta ya en el citado estudio Preliminar.

[2] Manuel Longares: «Una charla con Juan Eduardo Zuñiga» en Quimera, 227, marzo de 2003, págs. 39-40.

[3] Tanto el adjetivo existencial como la naturaleza fantástica fueron convocados muy bien respectivamente por los críticos Santos Sanz Villanueva («La narrativa de Juan Eduardo Zúñiga; apuntes encandenados», Turia, núm. 109-110 (2014), págs. 184-197 y Antonio Garrido Domínguez: «Magia y fantasía en Misterios de las noches y los días, Hispanófila», 179, enero 2017, págs. 15-21 y «J.E. Zúñiga al trasluz de la estética simbolista» en Ínsula, 768, 2010, págs. 14-16.

[4] Julio Cortázar lo desarrolló tanto en su conocida conferencia de la Habana, «Algunos aspectos del cuento» (1962), recogido en Julio Cortázar: Obra Crítica. Volumen ii. Edición de Jaime Alazraki. Madrid, Alfaguara, 1994, págs. 365-385, como en «Del cuento breve y sus alrededores» en Ultimo round. Madrid, Debate, 1969, págs. 42-55. Jose María Merino en diferentes lugares de sus ensayos, tanto de Ficción continua (2004) como de Ficción perpetua (2014). Los he recorrido en mi estudio «La poética narrativa de José María Merino» en José María Pozuelo Yvancos y Natalia Álvarez Méndez: Pensamiento y creación literaria en Sabino Ordás (J. Mª Merino, J.P Aparicio y L. M. Diez), Madrid, Visor, 2017, págs. 107-122.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]