El modernismo como actitud. El modernismo como forma hispánica de la crisis que se inicia en el espíritu y las letras europeas a la altura de 1885 y que habría de manifestarse en todos los órdenes de la cultura y el arte. Ahora bien, si se atiene el historiador a los hechos y a su cronología –lo cual no deja de ser parte sustancial de sus obligaciones– tendremos que dejar consignado que las primeras formulaciones aprobatorias de esta actitud de radical renovación ideológica y estética proceden de Hispanoamérica y alcanzan su primera autoconciencia con Rubén Darío, quien cuando maneja el término a la altura de 1888-1894 lo hace con valor de sumatorio de postromanticismo, de parnasianismo y, desde luego, de simbolismo. No en balde, como subrayó el clásico libro de Marcel Raymond De Baudelaire al surréalisme (1933), el simbolismo albergaba en su seno gran número de tendencias diversas cuyo denominador común sería la protesta «contra la existencia social moderna y contra la concepción positivista del universo».
[i]
Adviértase, no obstante, que el denominador común carece de señalados rasgos específicos, tanto por lo que atañe al simbolismo como al modernismo.
También debe consignarse el papel decisivo –como vía de penetración y como mediación– que cumple el modernisme catalán. En Cataluña, por cierto, el término se emplea ya en la época para denominar un estilo arquitectónico y, sobre todo, de artes decorativas que en otros lugares recibe el nombre de art nouveau. Conviene no olvidar la segunda época de L’Avenç –iniciada el 25 de enero de 1889–, que a partir de la primavera de 1891, de la mano de Alexandre Cortada, Raimon Casellas y Jaume Brossa, desarrolla con inusitada agresividad, de un lado, una crítica sistemática de los valores establecidos, acompañada de un menosprecio por la cultura tradicional, acusada de «mansa», «casolana», «rància» y «antiquada»; y, de otro, contribuye a la lucha en favor del modernisme, cajón de sastre en el que caben la renovación, la importación de novedades y el culto a todo lo que sea nuevo y moderno, en un momento, 1892, que Jaume Brossa califica de «febrosa i fonda elaboració intel·lectual».[ii]
La enfebrecida actividad de los redactores de L’Avenç –Brossa especialmente–, por sintonizar con la crisis de ideas del fin de siglo europeo, convierte la revista barcelonesa en la primera gran plataforma modernista de la península con una voluntad rupturista respecto de los horizontes de expectativas artísticas establecidos. La renovación del lenguaje, los refinamientos estéticos y un cierto complejo de superioridad son tres sumandos identificables en los redactores y colaboradores de L’Avenç, que dicen estar llevando adelante –lo dice Brossa en junio de 1893, en un artículo donde, por cierto, no sale bien parado Alfredo Brañas, asistente a los Jocs Florals de ese año– una «campanya d’insolència literària»,[iii] que enfatiza con rasgos de crueldad caricaturesca todo aquello que consideran anticuado y de escaso mérito en los valores artísticos y literarios reconocidos. A tal extremo llega la insolencia de los jóvenes modernistes que uno de los valores seguros de la primera etapa de la revista, Narcís Oller, el novelista catalán de mayor prestigio, es considerado –de nuevo Brossa lleva la voz cantante– como «un contista engrandit» cuyos méritos literarios se inspiran en un «positivisme de farmàcia».[iv]
Junto a esta estridente campaña de disidencia contra los artistas y escritores del ámbito del realismo y del naturalismo, que no tiene paralelo en las letras españolas, los redactores de L’Avenç divulgaron en Cataluña las novedades del panorama cultural europeo, lo que Brossa denominará «quimeres contemporànies». Por las páginas de L’Avenç circulan glosas y comentarios de Ibsen y Maeterlinck, de Nietzsche y Schopenhauer, de Wagner y Cesar Franck, del simbolismo y del anarquismo, etcétera. Brossa y Cortada no tienen la misma simpatía por todas las novedades –prefieren el vitalismo exaltado y el individualismo extremo– pero aceptan las tendencias opuestas, la confusa efervescencia como prueba de la sintonía con la crisis de ideas de la Europa finisecular. En esta turbamulta reside la actitud modernista de L’Avenç. Para el final del verano de 1893, consciente de los ataques que el modernisme recibe como arte decadente, Jaume Brossa escribe:
«Ni la escola simbolista, ni la neo-realista, ni la parnassiana, ni tampoc la majoria de les entitats lliures que no estan ficades en cap agrupament, accepten la tendència del decadentisme, quan menos en el fons. És veritat que la majoria d’elles procura buscar en la forma tots els refinaments per a donar sensacions noves i més subtils; però amb això fan més que enriquir els medis de produir l’emoció estètica més perfecta i de reproduir la realitat d’una manera més justa i més acabada. Nosaltros, que fins ara hem procurat estudiar la gran eflorescència, l’anarquia i la independència de temperament de l’art d’ara; nosaltros, que hem sigut els defensors acèrrims de tota la literatura moderna amb les seves múltiples manifestacions, acceptem el guant que s’ha tirat contra d’ella i procurarem més que abans donar-la a conèixer amb tota la detenció i anar aclarint la grossa ebullició d’idees que hi ha en l’art general d’avui dia».[v]
Conviene añadir una nota más a la fiebre modernista de aquella magnífica publicación que iba a fenecer en los últimos días del año 1893: su calculada distancia frente al tradicionalismo y el patriotismo. Sólo aceptan la patria intelectual, lo que confiere al modernisme un abierto carácter cosmopolita, que años después se habría de tornar opaco:
«La força de la pàtria intel·lectual fa afluixar els lligams de la pàtria objectiva: així és que, fatalment, un jove català que llegeixi en Zola, en Tolstoi, en Schopenhauer, l’Ibsen, en Guyau, i que accepti teories d’en Mill i del Spenser o d’en Proudhon i Karl Marx, té més afinitat íntima amb un húngar, un polac o un noruec entusiasta partidari de qualsevol de dits autors, que no pas amb compatriotes nostres com un Roca i Roca, un Mañé i Flaquer, un Maragall o un Sardà».[vi]
De este modo, estaba configurada una de las direcciones fundamentales del modernisme, la que se autodenominaba vanguardia de los partidarios del art nouveau. Otra dirección iba a nacer ligada a un joven diario, La Vanguardia, gracias a su director a partir de la Exposición Universal de 1888, el joven andaluz Modesto Sánchez Ortiz. Sorprende que un órgano defensor de la política liberal proteccionista fuese tan condescendiente con la labor de Sánchez Ortiz, quien consiguió que los críticos literarios, artísticos y musicales escribiesen en La Vanguardia: Miguel Utrillo ofrecía a sus lectores crónicas desde París; el economista Federico Rahola comentaba las novedades artísticas desde Roma; Ramon Casas y Santiago Rusiñol, cuando se fueron a vivir a Montmartre, mandaban artículos escritos desde el piso que habían alquilado en el Moulin de La Galette. Corren las semanas que cabalgan entre 1890 y 1891 y la serie de artículos «Desde el Molino» lleva la letra de Rusiñol y las ilustraciones de Casas. El Molino es el símbolo del verdadero arte, del arte que con vocación y sacrificio apunta a la Modernidad, del arte-sacerdocio. En Montmartre, Santiago Rusiñol y Ramon Casas, al modo de Mallarmé, se sienten sacerdotes del arte:
«Al que quiera convertir el arte en mercancía (según una leyenda) que no busque su protección; el molino le enreda en sus largas astas: le ata de pies y manos como una telaraña y empezando a dar vueltas vertiginosas le marea hasta lanzarle en el campo del olvido; pero a los devotos del arte, a los que acuden a su templo a pedir inspiración, que es la fortuna que presta, con estos (repito la leyenda), con estos es generoso y compasivo.
Pero el vago atractivo del molino, es su historia envuelta en aureola; son sus seis siglos; que se mueven, que viven y palpitan en sus astas descuartizadas; seis siglos de gloriosa tradición artística; seis siglos en el curso de los cuales los pintores han vivido bajo sus alas de carcomida madera y no inútilmente pasó por aquí el aire del arte, porque dejó imperecedero encanto para el que siente y ama su misterioso perfume.
Este encanto y este vago ensueño de gloria es el que puebla los numerosos talleres del cerro de Montmartre; por este no sé qué inexplicable se libra esta batalla lenta y tenaz de la lucha por el arte; las alas de este molino son las que ayudan a volar el espíritu de esa legión de seres que aquí tienen su campamento.
Por todas las calles del barrio, asoman grandes ventanales, y allí centenares, miles de obreros del arte trabajan sin descanso aprovechando hasta el último rayo de luz de la tarde, y luego a la luz del quinqué continúan luchando, luchando sin descanso en la brega nerviosa de detener la silueta que se escapa, la luz que se va y el color que se transforma, vibra y cambia a cada instante».[vii]
En realidad, los afanes, el rasero y algunas de las notas desperdigadas por la serie «Desde el Molino» son adelantos de las posturas de los jóvenes modernistas españoles de años después. Como botón de muestra, valgan las palabras iniciales del «Atrio» con el que Francisco Villaespesa prologaba uno de los primeros libros modernistas de la poesía española, Almas de violeta (1900) de Juan Ramón Jiménez:
«Las modernas tendencias literarias atraen cada día mayor número de espíritus entusiastas, y aunque no faltan voluntades mezquinas que castran su personalidad para servir, en calidad de eunucos en el Harén de los Viejos decrépitos, la mayoría de la juventud, la Juventud batalladora y fecunda, se agrupa en torno de la nueva bandera, decidida a emprender denodadamente la conquista del Ideal. El Arte nuevo es liberal, generoso, cosmopolita. Posee las ventajas y los defectos de la Juventud. Es inmoral por naturaleza, místico por atavismo, y pagano por temperamento.
Su bandera, color de Aurora, ostenta esta leyenda, escrita con rosas frescas, con rosas de Primavera: “El Arte por el Arte”. Y bajo este símbolo glorioso del Porvenir, las almas jóvenes y vigorosas se lanzan al combate, a rescatar el Viejo Templo y arrojar de él, látigo en mano, a los mercaderes y saltimbanquis que lo profanan.