II

 

Cuenta Josep Maria de Sagarra en sus Memòries (1954) como una tarde de la primavera de 1912 Joaquim Montaner le acompañó hasta La Maison Dorée, en la plaza de Cataluña, para presentarle a Rubén Darío, que vivía en Barcelona junto a  Francisca Sánchez –compañera de su azarosa vida desde 1899 («¡Hacia la fuente de noche y de olvido, / Francisca Sánchez, acompáñame…!»)– y al hijo de ambos y heredero universal del poeta, Güicho, sobrenombre de Rubén Darío Sánchez: «Que guarde mi recuerdo / y agregue algo a mi nombre». Rubén, Francisca y Güichín residían en una torre situada en el número 16 de la calle de Tiziano, en la barriada de Penitents, entre una artificial abundancia que mal disimulaba los únicos y discretos ingresos que el poeta recibía del diario bonaerense La Nación por sus colaboraciones habituales.

La tarde a la que se refiere Sagarra, Rubén Darío disfrutaba de la compañía del cónsul de Santo Domingo en Barcelona, Osvaldo Bazil, y mientras comía unas lionesas de crema miraba a su entorno con «una mena d’impudor diví», creyendo desdeñosamente que su campo de visión no era más que «una gran peixera plena de granotes». La pluma ácidamente inteligente y plásticamente expresionista del gran escritor catalán lo retrata ostentando «un rostre de cacic destituït», en el que sobresalen la nariz amplia, los labios «provacadors d’angúnies perquè mantenen una replusiva llefiscor de víscera que sofreix», la fortaleza de los pómulos, la estructura simiesca de la mandíbula, la piel «gruixuda, entre enfarinada y groguenca, maliciosament arrugada com la de les mòmies, o como la del sotabarba de les iguanes», y los ojos, cuyos reflejos y cualidades «d’ostra paradisíaca» fulminaban miradas sensibles cuan si fuesen los de un «toro després de la quarta banderilla».[1]

En esa Barcelona cosmopolita y brillante, donde los burgueses adinerados compartían el almuerzo o la cena con sus amantes (en La Maison Dorée o en El Continental o en El Suís), Rubén se sentía a gusto porque al placer parisiense de la ciudad condal se unía su fervorosa amistad con Miguel de los Santos Oliver, Santiago Rusiñol, Pompeyo Gener, Federico Rahola, Rubió i Lluch o Eugeni D’Ors. Pero las inquietudes viajeras del poeta, atizadas por el ingeniero nicaragüense Alejandro Bermúdez, le alejaron de Francisca, de Güicho, de Barcelona y de España para siempre el 24 de octubre de 1914.

Se cerraba un capítulo de la vida de Rubén Darío iniciado quince años antes cuando conoció en la primavera madrileña de 1899 a Francisca. Se cerraba después de cuatro meses en que la ansiada cura de la dependencia del alcohol no había llegado. La historia de meses anteriores en Valldemosa se repetía. Andreu Avellí Artís «Sempronio» glosaría en Barcelona era una festa (1980) la marcha de Darío con diapasón afinado: «El cotxe inicia la prudent baixada del carrer de Tiziano. Darío se’n va tal com vingué: sumit en el seu abisme interior, sense donar ni una darrera llambregada al paisatge de Vallcarca, on transpunten ja els ors autumnals».[2]

Precisamente la estancia madrileña de 1899 y de los primeros meses de 1900 como corresponsal del diario La Nación había principiado con su tránsito viajero por Barcelona, desde donde escribió la primera crónica, de las que luego conformarían España contemporánea (París, Garnier, 1901), fechada el 1 de enero de 1899. Y aunque Rubén ya había estado en Madrid como miembro de la delegación diplomática que Nicaragua envió a España con motivo de las fiestas del iv Centenario del Descubrimiento (1892) –y entonces conoció a Valera, Emilia Pardo Bazán, Menéndez Pelayo, Rubió i Lluch, Cánovas…–, bien puede decirse que su más estrecha relación con España y su literatura se abrió (1899) y se cerró (1914) en Barcelona.

«Al amanecer de un día huraño y frío, luchando el alba y la bruma, el vapor anclaba en Barcelona».[3] Así inicia Rubén su primera crónica para La Nación, recogiendo sus impresiones de la Barcelona de las Navidades de 1898. Debió de permanecer en la ciudad aproximadamente una semana («He de volver a Cataluña, donde no he estado sino rápidamente»), pues el 21 de diciembre el barco que le transportaba desde Buenos Aires avistó Las Palmas, y con el año el poeta entraba en Madrid. En tan corto espacio de tiempo, Rubén trazó unas notas cuyo común denominador es un luminoso optimismo. Años después sintetizaría en su Autobiografía (1915) la memoria de aquellas impresiones:

«Celebré la vitalidad, el trabajo, lo bullicioso y pintoresco, el orgullo de las gentes de empresa y conquista, la energía del alma catalana, tanto en el soñador que siempre es un poco práctico, como en el menestral que siempre es un poco soñador. Noté lo arraigado del regionalismo intransigente y la sorda agitación del movimiento social, que más tarde habría de estallar en rojas explosiones. Hablé de las fábricas y de las artes; de los ricos burgueses y de los intelectuales, del leonardismo de Santiago Rusiñol y de la fuerza de Àngel Guimerà, de ciertos rincones montmartrescos; de las alegres ramblas y de las voluptuosas mujeres».[4]

 

Tanto estos recuerdos de 1915 como la crónica del 1 de enero de 1899 amalgaman tres ingredientes: un animado cuadro del tejido urbano barcelonés, una sucinta e inteligente exposición de los movimientos políticos catalanista y nacionalista, haciendo hincapié en el primero, y una sintonía fervorosa con los quehaceres literarios y artísticos del modernisme, especialmente con la brotherhood en torno a Rusiñol.

El hombre-río, el hombre-Niágara desatando su corriente imperial que ora recuerda «la expresión ancestral de un ídolo azteca, ora la faz de Beethoven, pasmada en violencia sublime».[5] Tal se le figura Darío a Miguel S. Oliver en mayo de 1912 una hora después de desembarcar en el puerto de Barcelona: estaba «en el hervor de la Rambla», verdadera «baraja social» de la existencia ciudadana, sintiendo la alegría, el bullicio y la modernidad «quizá un tanto afrancesada» de la ciudad porque para Rubén, como para Baudelaire –sobre todo a la luz de Walter Benjamin–, el acento principal de lo moderno es la urbe. El vate nicaragüense recorre los cafés: el café Colón y el café de Els Quatre Gats, cuyo ambiente le parece un remedo de Le Chat Noir de París y en el que ve la metáfora del estado intelectual de Barcelona. Este afrancesamiento, si bien detona, supone «una ventana abierta a la luz universal, lo cual, sin duda alguna, vale más que encerrarse entre cuatro muros y vivir del olor de cosas viejas». La atmósfera emblemática de Els Quatre Gats, por la que Rubén debió transitar con su totalidad ya un poco estropeada y soñolienta pidiendo una y otra vez «whisky con soda», aparece desde la óptica de la crónica de España contemporánea como adalid del triunfo de la vida moderna y símbolo de la renovación artística y cultural del modernisme.

Al margen del ambiente de Els Quatre Gats –«abundan los tipos de artistas del Boul’Miche; jovenes melenudos, corbatas mil ochocientos treinta, y otras corbatas»– y del empresario Pere Romeu –«alto, delgado, tipo del Barrio Latino parisiense, y cuya negra indumentaria se enflora en una prepotente corbata que trompetea sus agudos colores, no sé hasta que punto pour épater le bourgeois»–, la pluma de Rubén se detiene en la figura de Rusiñol, retirado en su santuario de Sitges. En sorprendente coincidencia con Unamuno, que había publicado dos artículos elogiosos en La Publicidad (verano de 1898) en torno a Oracions, el padre de Prosas profanas cree que Rusiñol es el ejemplo vivo del artista, del practicante de la religión de la Belleza y de la Verdad, en el que se suma «la chispa divina a la nobleza humana del carácter» y que ejerce de «traductor admirable de la naturaleza».

Rubén, con temple de artista y querencias de sociólogo, relaciona la personalidad de Rusiñol y la floración del modernisme con el triunfo de la vida moderna en un país cuyos latidos de pueblo fuerte trata de trasladar a sus lectores de La Nación. La atmósfera intelectual y cultural de Barcelona (tan distinta de la que le ofrecería Madrid días después) es consecuencia de la euritmia de un paisaje «de una excelencia homérica», de un pueblo «sano y robusto», de unas mujeres «de firmes pechos opulentos, de ojos magníficos, de ricas cabelleras, de flancos potentes», de unos talleres que bullen, de una burguesía activa y emprendedora, de un trabajo que ha «erizado su tierra de chimeneas», de un movimiento político y social que hubiese sido más fecundo en una Cataluña autónoma…: partes todas de un edificio que acoge el pensamiento, la cultura y el arte de la modernidad.

Rubén, fascinado, siente desde las páginas iniciales de España contemporánea cómo los catalanes «permaneciendo catalanes, son universales» y expresa su deseo de volver para «sentir mejor y más largamente las palpitaciones de ese pueblo robusto». Volverá en la primavera de 1912, y permanecerá hasta el otoño de 1914. El canon de las letras catalanas era el noucentisme. La admiración por Rubén en los círculos literarios no había cesado,[6] como con puntualidad ponía de manifiesto la «crónica fugaz» de Miquel dels Sants Oliver en La Vanguardia del 20 de mayo de 1914:

«Nada extraño, pues, que al pasar por Barcelona, tras muchos años de ausencia, este gran taciturno, este gran abstraído, se haya visto aclamado por la admiración y la curiosidad del público inteligente, ávido de saludar y contemplar de cerca una fuerza callada a la cual debe tantas fruiciones».[7]

 

 

BIBLIOGRAFÍA
1 Raymond, Marcel. De Baudelaire al surrealismo, Madrid, FCE, 1983, p. 41.
2 Brossa, Jaume. «Narcís Oller», en L’Avenç, 4 (XII-1892). Citado en Els modernistes i el nacionalisme cultural. Antologia (ed. Vicente Cacho Viu), Barcelona, La Magrana, 1984, p. 90.
3 Brossa, Jaume. «Revista general», en L’Avenç, 5 (VII-1893). Citado en Els modernistes i el nacionalisme cultural.
Antologia, p. 132.
4 Brossa, Jaume. «Narcís Oller», en L’Avenç, 4 (XII-1892). Citado en Els modernistes i el nacionalisme cultural. Antologia, p. 89.
5 Brossa, Jaume. «Revista general», en L’Avenç, 5 (IX-1893). Citado en Els modernistes i el nacionalisme cultural. Antologia, p. 144.
6 Brossa, Jaume. «La independencia de la crítica», en L’Avenç, 5 (X, 1893). Citado en Regeneracionisme i modernisme (ed. Joan-Lluís Marfany), Barcelona, Edicions 62, 1969, p. 33.
7 Rusiñol, Santiago. «Desde el Molino. Artistas Catalanes en París», La Vanguardia, 4-XII-1890.
8 Villaespesa, Francisco. «Atrio» a Juan Ramón Jiménez, en Almas de violeta. Primeros libros de poesía (ed. Francisco Garfias), Madrid, Aguilar, 1973, p. 1517.
9 Pla, Josep. Rusiñol y su tiempo, Barcelona, Barna, 1942, p. 164.
10 Maragall, Joan. Obres completes, II. Obra castellana, Barcelona, Selecta, 1981, p. 347.

11 Ibidem, p. 81.
12 Soler y Miquel, José. «Decadentismo», en Escritos (ed. Joan Maragall), Barcelona, L’Avenç, 1898, pp. 3-4.
13 Baroja, Pío. «Literatura y bellas artes: crónica española», en Obras Completas, Obra dispersa y epistolario, Barcelona, Círculo de Lectores, 1999, t. XVI, p. 866.
14 de Sagarra, Josep M. Memòries, Barcelona, Edicions 62 i La Caixa, 1981, t. II, pp. 127-128.
15 Sempronio. «Rubén Darío, pel forat del pany», en Barcelona era una festa, Barcelona, Selecta-Catalònia, 1989, pp. 189-190.
16 Todas las citas de España contemporánea proceden de la edición de Noel Rivas Bravo (Sevilla, Renacimiento, 2013, pp. 48-54).
17 Darío, Rubén. Autobiografía, Obras completas, t. XV. Madrid, Mundo Latino, 1918, p. 168.
18 S. Oliver, Miguel. Hojas del sábado, II. Revisiones y centenarios, Barcelona, Gustavo Gili, 1918, pp. 197-198.
19 Cfr. Sotelo Vázquez, Adolfo. «Rubén Darío y la crítica barcelonesa: Alexandre Plana», en De Cataluña y España. Relaciones culturales y literarias (1868-1960), Barcelona, UBe, 2014, pp. 448-461.
20 dels Sants Oliver, Miquel. De Barcelona. Crónicas fugaces. Obres Completes /9 (ed. Damià Pons), Palma de Mallorca, Lleonard Muntaner, 2015, p.273.