«La mirada que narra, aunque sea la de un hombre nostálgico que sabe que ya no va a volver jamás al lugar donde están sus mejores recuerdos, no deja de ser siempre la del niño que se pierde por la gozosa Habana encantada»
POR JUAN BONILLA
A Cabrera Infante le disgustaba que llamaran novelas a sus libros: para él eran eso, libros. Tres tristes tristes eran un collage narrativo, y La Habana para un infante difunto unas muy particulares memorias. En el preámbulo de La ninfa inconstante se refiere constantemente a ella como «narración» y avisa: el ojo que lee no creerá lo que ve, eso se llama ficción. La ficción queda definida ahí como el resultado de volver presente lo pasado para lanzarlo al futuro: todo es fantasma por real que haya sido, el pasado porque ya no está más que en el recuerdo, ese tergiversador versado, el presente es el momento de la escritura -que en su caso se demoraba deleitosamente- y el futuro es el lector, que mediante la fricción -la lectura es fricción- daba sentido a lo escrito -o sea lo sembrado-. En Mapa dibujado por un espía, redescubre Cuba en un testimonio acelerado, fijado en el año 65 cuando regresa a La Habana y donde lo tienen retenido cuatro meses impidiéndole regresar a Europa: ahí nos presenta una sociedad ya ganada por el terror, el poder de los comisarios, llena de escritores silenciosos y aterrorizados y cárceles para homosexuales. Para definir Cuerpos Divinos, novela en la que estuvo trabajando hasta que se lo llevó la septicemia, dijo: estuve trabajando en una novela y me salió una biografía velada. En ella, situada en los meses en que el régimen de Batista cae, mezcla como en ninguna otra erotismo y política, encuentros con mujeres espectaculares y tertulias hasta las tantas que le hacen decir «la política engolfó la vida». Todo el tiempo que le dedicara a la política se lo estaba robando al cine y a las mujeres, lo que era un pecado. Jugando con la trampa cronológica, en Cuerpos Divinos falla acaso que las críticas que se le hacen a la Revolución se entonan desde el más allá en que la Revolución se ha convertido, como si sus crímenes por venir ya hubieran estado en los presupuestos que los llevaron al poder y fuera un crimen de lesa ingenuidad no haberlo comprendido entonces, desde las primeras rampas del cambio de régimen.
La Habana para un infante difunto es a la vez gozosa elegía, si se puede decir así, y cuadro de costumbres. Es un libro dictado por el asombro al que va matizando constantemente la memoria -aliándose con los juegos de palabras tan queridos por su autor, a veces geniales, muchas otras facilones y cansinos-. El asombro lo patrocina la mirada de un niño que llega a vivir a La Habana con sus padres, y tiene que mudarse no sé cuántas veces a solares donde alquilan cuartos. En cada uno de esos sitios espera un interminable dramatis personae que va describiendo efusivamente, sobre todo a las féminas. El niño ve por primera vez una escalera con peldaños de mármol. El niño siente por primera vez un cosquilleo que no sabe definir leyendo una escena erótica de El Satiricón. El niño comprende que pasa algo con una de las niñas con las que juega parchís cuando de repente siente que, por debajo de su mesa, el pie de ella se le posa en la entrepierna donde algo que no abultaba de repente abulta. La cabalgata de hechos y personajes se va enlazando con música melodiosa, prosa cuidada y llena de paréntesis, a veces dejando que la nostalgia lo pinte todo con colores vivos -a veces con intervenciones desafortunadas como cuando, al recordar un episodio erótico en el que la chica no parece estar segura de querer que pase nada, el escritor comenta que desde entonces está convencido de que una violación es imposible sin intervención de un tercero (se ve que no se le ocurre que hay navajas, manos atenazando cuellos, muchas otras posibilidades de quebrar una voluntad). El descubrimiento de una vulva en el cuarto de una puta. Un descuartizador que vive en el mismo solar y va desperdigando los pedazos de su víctima por callejones varios. La vida y el terror en el día a día de un monstruo colosal que es descubierto a trancos por el niño, primero, más tarde por el adolescente noctámbulo: el monstruo es La Habana, el niño y adolescente alguien que ha encontrado en el cine una vida mejor, y en la vida no ha encontrado nada mejor que enamorarse constantemente, la deliciosa dicha del erotismo.
El asombro lo patrocina la mirada de un niño que llega a vivir a La Habana con sus padres, y tiene que mudarse no sé cuántas veces a solares donde alquilan cuartos. En cada uno de esos sitios espera un interminable dramatis personae que va describiendo efusivamente, sobre todo a las féminas. El niño ve por primera vez una escalera con peldaños de mármol. El niño siente por primera vez un cosquilleo que no sabe definir leyendo una escena erótica de El Satiricón
Todo sucede en una Habana anterior a Castro, la Habana de Batista, llena de cabarets, locales nocturnos y musicales, gringos que se dejan fortunas en los casinos. Libidinosa y celebrativa, La Habana para un infante difunto no tiene más remedio que ser hondamente nostálgica por dos razones: quien la escribe ya nunca volverá a ser muchacho, pero es que además a ese muchacho le ha pasado algo que no a todo el mundo le pasa, la ciudad donde descubrió todos los encantos del mundo, pero también muchas de sus miserias, ya no existe, no está en ninguna parte, ha sido abolida, sólo puede visitarla en los pasadizos de la memoria. Ello crea un aire fantasmal que le viene bien al libro junto a su fiestero impudor.
El portento del libro hay que buscarlo en la capacidad del autor para rebosar de literatura -a menudo invitando a la carcajada- lo que en apariencia no es sino pura chismografía. Dimes y diretes de populosas casas de vecino, todas ellas pequeñas Sodomas y Gomorras a los ojos del niño que da cuenta de tanta andanza (en cierto momento se cae por las escaleras y una vecina desdentada acude en su ayuda pero en vez de levantarlo le frota sus partes y el niño teme que se haga verdad lo que dicen de ella en la casa: que su condición de desdentada la hace campeona de las felaciones) y muy a menudo se da el lujo de protagonizarlas -libro masturbatorio, lo llama en algún momento el propio Cabrera, antes de recordar cómo cierta vez en el cine, su gran pasión, le tocó asiento al lado de una mujer inmensa que llevaba en brazos un niño y mientras seguía las aventuras de Lilliput, sintió cómo su vecina empezaba a toquetearle: se ve que, en los recuerdos de Cabrera, era imposible que se cruzara con una señora sin que esta tratara de saber qué llevaba tras la portañuela. El Satiricon de Petronio, en el que el niño protagonista descubre extrañado las orgías, pronto se convertiría en literatura infantil si se la comparaba a lo que pasaba en todos los rincones y cines y portales de La Habana.
Se alza así en el libro de Cabrera una ciudad erótica, festiva y caliente, constantemente caliente, como correspondiendo el escenario a la calentura propia que el protagonista carga a todas partes a las que va, porque no hay parque donde no se enamore ni vecina a la que no le encuentre encanto. Y ello porque el narrador ha tomado desde el inicio una decisión heroica: omitir la muchedumbre de recuerdos negativos -de los que más o menos podemos deducir la entidad por los constantes cambios de cuarto a que es obligada la familia y las miserias que le pagan a su padre, periodista y comunista, y la de tejemanejes que se ven obligados a hacer para comer o salir adelante- y contar sólo lo que contuviera un mínimo de felicidad. Es un libro agradecido en el que la prosa exuberante de Cabrera no teme ni la exageración ni la minuciosidad, por cansina que pueda resultar en algún tramo. No es de extrañar que el propio autor a la hora de definir el alcance de su libro lo reconociese como «un museo de mujeres con un narrador guía que va explicando cada boceto, comentando cada cuadro carnal para que el recuerdo se convierta en tableaux vivant».
Nada que ver con la otra Habana, la que dejó atrás cuando consiguió escapar de allí y queda perfectamente silueteada en Mapa dibujado por un espía. A pesar de que en la novela póstuma el prosista exuberante no comparece, porque la escribió casi como tratamiento cinematográfico, digamos que parecen los andamios de un texto sobre el que se pretende volver para ensancharlo, la verdad es que no sé si en este caso al resultado final le vino bien no verse sometido a la minuciosidad incansable con que Cabrera operaba sus textos, porque sintetizada en la prosa vertiginosa de quien parece que tiene o poco tiempo o pocas posibilidades de contar lo que ha venido a contar, al libro le sienta muy bien ese aire de provisionalidad y prisa que combina con la prisa del protagonista por escapar de la isla: agrega espanto al espanto que se cuenta. La ciudad se ha convertido ya en una inmensa comisaría. Obligado a volver a ella, cuando estaba con cargo institucional en Europa, Cabrera se encuentro un aire kafkiano de gente aterrorizada, silencios elocuentes y castigos inmisericordes. La alegre ciudad nocturna de Tres tristes tigres, la ciudad que era una fiesta erótica en La Habana para un Infante difunto, tiene ahora aire de tanatorio, y aunque como es sabido en los tanatorios también se ríe, y mucho, el pavor por la suerte propia y la de los amigos cercanos es la que patrocina la decisión del narrador: tiene que huir de allí, y tiene que hacerlo a sabiendas de que la ciudad ha sido vampirizada, a sabiendas de que ya no va a volver a ella, de que la ciudad que guardaba en la memoria ya solo va a seguir existiendo en su memoria -y si lo consigue, en los libros que escriba-. Aquí hay una trampa cronológica, naturalmente, porque cuando Cabrera se pone a confeccionar Mapa dibujado por un espía ya hace muchos años que es el autor de Tres tristes tigres o de La Habana para un infante difunto, si bien los hechos narrados, en la lógica del tiempo, se apartan solo unos pocos años de los años festivos cantados en sus dos libros -y rematados en La ninfa inconstante donde narra su historia de amor con una joven actriz en el verano de 1957, estando ya casado y con hijos: ahí dice elocuentemente que «hay siempre un conflicto entre el amor y la vida, eso se llamará romanticismo después de todo, más una posición ante la vida que frente al arte».
Libro masturbatorio, lo llama en algún momento el propio Cabrera, antes de recordar cómo cierta vez en el cine, su gran pasión, le tocó asiento al lado de una mujer inmensa que llevaba en brazos un niño y mientras seguía las aventuras de Lilliput, sintió cómo su vecina empezaba a toquetearle
No deja de tener algo de emotivo, de romántico, la decisión de Cabrera, al escribir La Habana para un infante difunto, de prescindir de cualquier recuerdo negativo que afeara su ciudad, aunque también puede pesar el hecho de que esos recuerdos negativos callados en su libro tuvieran otra motivación: la de no satisfacer al régimen comunista de Castro que podría utilizar su propio libro para demostrar que con Batista se pasaban muchas penurias (como sin duda pasó el niño Cabrera). Claro que el resultado, si se hace una lectura política pasando por alto la intención del autor de exigirle a su memoria sólo horas felices, sólo estampas de fiesta y deseo, sólo personajes divertidos, por siniestros que sean algunos, con damas legendarias y amores épicos, como el de La amazona, última parte del volumen, podría hacernos pensar que en su pretensión de no mancillar la ciudad donde descubrió la feria del mundo, esa ciudad selva donde todo era posible, estaba también haciendo un canto a la dictadura de Batista, a pesar de la condición de opositor de su padre y la suya propia, que en los primeros peldaños de la Revolución colaboró con ella y llegó a ostentar puestos con algún poder. Es un riesgo que la novela corre y que salva porque la mirada que narra, aunque sea la de un hombre nostálgico que sabe que ya no va a volver jamás al lugar donde están sus mejores recuerdos, no deja de ser siempre la del niño que se pierde por la gozosa Habana encantada, una Habana que en cada portal le tiene escondida una sorpresa y en cada sala de cine una aventura que a veces se proyecta en la pantalla y otras cobra forma de mano de mujer trepándole por el muslo.
La Habana de Castro, La Habana en la que Cabrera publica sus primeros libros, el libro de relatos Así en la paz como en la guerra, y las espléndidas crónicas de cine recopiladas en Un oficio del siglo XX, ocuparía cientos de páginas de Cabrera Infante: las que juntó en el libro Mea Cuba, por ejemplo, constantemente ampliado porque no dejó de escribir sobre el régimen de Castro. Pero hay algo inaudito en el hecho de que Cabrera se prohibiese escribir sobre esa Habana castrista donde fue joven, circuló de noche (hay que recordar que uno de los primeros actos de censura de los revolucionarios lo padeció el cortometraje que hizo su hermano sobre la Habana nocturna) y seguramente fue a menudo también feliz. Una especie de decisión moral que le impedía aliar felicidad y castrismo de la manera que fuera. De ahí que sólo en la kafkiana Mapa dibujado por un espía, que no por casualidad iba a titularse Itaca vuelta a visitar, condescendiera a ocuparse de ella, retratarla en sus siniestros chivatos, en las amigables órdenes de que no se moviera, en los brutales campos de concentración donde se hacinaban homosexuales: todo para tasar una decepción amarga, de la que ya no se repondría, y también para, despidiéndose, hacer la cartografía de la ciudad del Nunca Ya Más.