«El cinismo es siempre como el recurso fácil que tenés para ser o parecer inteligente»Por Carlos Manuel Álvarez

Fotografía de Emanuel Zerbos

La fuerza indómita de Leila Guerriero secuestra el pulso corriente del lector y le inocula un nuevo ritmo de atención, como si comenzara a entrenarlo en el gimnasio riguroso de la belleza a través de ejercicios retóricos que tensan sin esfuerzo aparente el músculo de lo real. Hablamos de una maestra severa que inventa figuras a través de la imaginación de la mirada, es decir, alguien que combina la materia convencional de la costumbre y encuentra símbolos antiguos, parábolas secretas, furor, desazón y espanto en las soñolientas tramas cotidianas donde la conciencia automática del hombre moderno no puede reconocer la épica ni el fulgor. Leila despigmenta el tono monocorde y descubre, adonde quiera que decida observar, el extraño dibujo de la emoción. Desde un bailarín de malambo, hasta el emigrante chino dueño del supermercado de su barrio en Buenos Aires, su ejercicio de la crónica envía para nosotros mismos despachos desde las tierras extranjeras del presente, lugar que habitamos con una permanente intermitencia. Su estilo ágil y sonoro, la construcción de su relato, una trama que sabe que lo extraordinario es enemigo de la estridencia, dilucida lo fantasmal, vigoriza lo tenue y a través del ritmo imponente de su prosa le entrega a los hechos la sombra inquietante que les permite, a pesar de las circunstancias, o gracias a ellas, haber ocurrido desde siempre: antes, luego y en cualquier lugar.

¿Cómo escoges los temas? ¿Qué tiene que pasar para que Leila Guerriero se interese por algo? 

Trabajé mucho años en la redacción de la revista Dominical del diario La Nación, y cuando hago arqueología en la computadora y reviso esa carpeta veo que hay un poco de todo y unos cuantos temas visibles. Por ejemplo, hay una veta clara que luego la podés encontrar en Plano americano, perfiles de gente haciendo cosas creativas. Actores, fotógrafos, pintores. ¿Por qué me interesa eso? Bueno, a lo mejor es un mundo al que de alguna forma siento que pertenezco.

Recuerdo que una vez vi pasar a Bryce Echenique por la redacción. Vivísimo, caminaba. Sigue vivo, obviamente. Para mí, en ese momento, Bryce era como uno de mis héroes literarios. Yo lo vi pasar y miré a mi editor. Llamé a Planeta, recién entraba a la revista, era una periodista muy bisoña. No me conocían mucho. Bryce Echenique era como, no sé, Vargas Llosa. No era un tipo que le levantaba el teléfono a cualquiera y le decía: «sí, sí, ven a hacer una entrevista». Pedí como dos horas y me las dieron. Fue fantástico. Después conocí a Bryce y le hice otra entrevista más y pues nada, me dio pavor pensar que ya le podía escribir un mail. Es raro eso, pero al principio me pasaba mucho con creadores así, digamos que a veces iba un poco como a lo fan. Por suerte, se me pasó rápido. Como vos sabés, la gente que hace cosas que a uno le gustan mucho no todo el tiempo es gente como que muy admirable, y no está bueno tampoco hacer periodismo de fan. Creo haberme medio salvado de eso porque siempre tuve pudor. Que no se me notara mucho si alguien me interesaba.

El campeonato de malambo más famoso de la Argentina, y no lo conocía nadie, yo incluida. ¿Cómo puede ser que algo que está relacionado con un baile argentino más antiguo que el tango no sea conocido? Y que ganar eso sea como ganar el Oscar para esta gente. Historias como medio escondidas que básicamente lo que me despiertan es curiosidad

El otro rubro tenía que ver con cuestiones sociales bastante marginales todas. Ir a hacer una nota en un leprosario que funciona todavía acá en las afueras de la ciudad de Buenos Aires, ir a la Isla Maciel, que empezó siendo una playa linda, pero la gente la convirtió en un lugar contaminado, un lugar muy peligroso. La situacion de las cárceles, la situacion de las granjas de rehabilitation de adictos, asesinas, asesinos. Cosas medio enloquecidas como un grupo de magos que se habían organizado en una institutición, aunque sin ningún tipo de conformación societaria legal ni nada por el estilo, y se encargaban de desenmascarar a los seudocientificos, estos que dicen: «tome esta agüita santa que te va a quitar esto». O los movimientos de las iglesias evangelistas.

Lo que veo al leer aquellos textos es una mirada que no hace mofa, sino que trata de entender, que trata de tomárselo en serio todo el tiempo. O sea, los magos. No iba a hacer una burla de los magos, me los tomaba en serio. De los evangelistas, trataba de entender qué es lo que encuentra la gente en el evangelismo que dejó de encontrar en el catolicismo más tradicional.

Entonces me parece que yo trato siempre como de andar mirando, a veces me sale, a veces no, y buscando cosas que no están a la vista. Por ahí pienso en Una historia sencilla, un libro que escribí sobre un campeonato de malambo en el interior de la Argentina. El campeonato de malambo más famoso de la Argentina, y no lo conocía nadie, yo incluida. ¿Cómo puede ser que algo que está relacionado con un baile argentino más antiguo que el tango no sea conocido? Y que ganar eso sea como ganar el Oscar para esta gente. Historias como medio escondidas que básicamente lo que me despiertan es curiosidad. Ver cómo funciona ese mundo particular, por qué hay puesto ahí un sueño, una inquietud de un otro que yo no entiendo y quiero entender.

Fotografía de Magdalena Siedlecki

¿Cuándo sientes tú que hay ese cambio de periodista a cronista, digamos? Porque has dicho dos cosas que son fundamentales. Una es intentar comprender algo que no compartimos, y la otra cuestión es el ejercicio de una mirada que no sé si llamar periférica, pero que consiste en tratar de mirar para donde no se mira. Me imagino que en algún punto hayas entrado en contradicción con los estándares propiamente dichos de una redacción de prensa. 

Mira, la verdad es creo que fui arrojada a esas aguas desde el principio, o mal acostumbrada desde el principio, te diría yo. Por ejemplo, la primera nota para Página 30 —la revista mensual de Página 12 que fue el primer lugar en el que trabajé— tuve un mes para hacerla. Yo no era periodista y aprendí más o menos en diez minutos lo que tenía que hacer. Era una nota sobre el caos del tránsito en la ciudad de Buenos Aires. ¿Cómo se hace una historia, una historia interesante, sobre el caos del tránsito? «Tendrías que hablar con el Ministerio de Transporte» me dijo el editor. «Leé Crash, de J. G. Ballard. Conseguite gente que tenga buen auto, y que tenga dos y tres, preguntale si lo guardan en el garaje o en la calle. Hablá con gente de otros países para saber cómo están solucionando el tema del tránsito. Tratá de proyectarlo a un futuro, ¿qué podría pasar con el tránsito?»

Cuando el tipo me dijo: «hablá con la gente», yo dije: «bueno, acá hay como una cosa que podrá ser bibliográfica, de ensayo, y hay otra cosa que va a ser activa, que va a ser dinámica». Y lo hice. Creo que luego seguí haciendo esto que hago ahora. De una manera mucho más precaria, con una mirada más burlona, más cínica. El cinismo es siempre como el recurso fácil que tenés para ser inteligente o parecer inteligente. Más piadosa también. Yo no soy piadosa, pero, quiero decir, más o menos insolente.

Me parece que muchas cosas cambiaron cuando escribí el primer libro, que es Los suicidas del fin del mundo. Para mí el cronista es un tipo que trata de mirar al sesgo, que trata de no ir por el camino predecible, que se preocupa también por la prosa, y que a la hora del reporteo y del trabajo de campo no recorre los caminos previsibles que se recorren usualmente cuando tienes que cubrir algo más rápido o de una manera más tradicional. Siempre creo que traté de hacerlo de una manera más instintiva, pero con el primer libro quedó muy como en evidencia para mí que con menos equis cantidad de reporteo yo no podía volver a hacer absolutamente nada, que con menos equis cantidad de voces yo no podía volver a escribir nada. Entonces esas cosas, que son muy buenas, creo yo, se volvieron una especie de autoexigencia más fuerte. Demoré como tres o cuatro años en hacer ese libro y me costó mucho publicarlo, las editoriales me decían que no querían publicar un libro sobre suicidas.

Yo no hago entrevistas de siete meses. Si yo trato de escribir sobre la obra de determinada persona, no la entrevisto quince veces, digamos. Hablo con él una vez, me leo los libros, etcétera, pero no llamaría a eso un perfil. Porque para un perfil necesitaríamos mucho más tiempo y rodear a esa persona con otras voces. Es un trabajo como de mucha densidad. Entonces pasó algo con ese libro. Lo estaba haciendo bien, pero a partir de ahí tenía que ser más extremo, por decirlo de alguna manera.

Cuando yo termino un texto con el cual estoy muy satisfecha, un texto escrito por mí, digo, un texto en el que está todo, hay un nivel de entrega, un nivel de plenitud. No dura mucho, pero es absoluto. Es uno de esos momentos en la vida en que está todo alineado, la luz justa, la temperatura justa, la tensión justa del músculo, el peso exacto

¿Y cuál es hoy la cantidad equis de reporteo o la cantidad equis de tiempo que inviertes para llegar al perfil, digamos, para llegar a la crónica, o cuáles son las cosas que no pueden faltar?

En cada caso es distinto. A veces empezás a hablar con las personas conocidas o las amigas de una persona y hablás con los tres y los tres son increíbles y pensás: «cómo voy a hacer para poner esto», porque todo lo que dicen es alucinante. Y otras veces vas y vas. Yo creo que lo que hay que hacer es insistir y tener flexibilidad. A veces el chofer de una persona es más interesante que el novio o la novia, digamos, en esos términos. También hay que ser como imaginativos, o sea, flexibles e imaginativos. Permanecer muy atentos al discurso del otro, escuchar cuáles son las personas que entran en su mapa de relaciones y medio como que ir tomando nota mental de esas personas, ver cómo aparecen en ese discurso, o sea, que no sea nada más un conocido lejano, que sea gente realmente relevante. Pero tambien tener en cuenta que lo que necesitás es una visión. Si solo vas a entrevistar a la madre, la mujer, la hija, la hermana, es muy posible que tengas una visión bastante cerrada también de eso.

Hay que abrir mucho, no sé, hablar con colegas, con compañeros de trabajo, con gente que ya no esté tan cerca, que se hayan dejado de ver años atrás. Es muy interesante hablar con gente que conoció por ahí al personaje en otras circunstancias. Incluso revisar los conflictos que hubo. Y también es interesante tener opiniones por fuera del plano personal. Por ejemplo, en el caso de un músico es muy interesante hablar con un gran crítico musical para que te dé un panorama, una voz autorizada, porque uno es un cronista, uno no es crítico de rock, ni crítico literario, ni crítico de moda. A mí eso me ayuda muchísimo, más allá de que, por supuesto, uno siempre tiene bibliografías y otro montón de cosas.

Háblame un poco ya del lenguaje, de la escritura. Ahorita mencionabas Una historia sencilla, un libro en el que tratas un tema local, folclórico, si se quiere, y el texto excede por completo el interés del contexto particular que cuentas. ¿Cómo tratar un tema tan especifico, tan intrincado, y hacer que resuene en todas partes?

Me parece que el hecho de que sea universal viene, por un lado, de la misma naturaleza de la historia, aunque también te voy a decir algo poco modesto de mi parte, y es que si esa misma naturaleza de la historia no la sabés ver, te puede pasar completamente desapercibida. Creo que en esa historia hay una épica impresionante, la épica de un hombre común que tiene un sueño completamente fuera del registro de sus posibilidades. Todas las personas que iban a Laborde querían ganar ese campeonato. Te digo esto aun cuando todo va un poco como por fuera de mis propias ideas. Querían ganar el honor. No obtienen un premio en plata. Ser campeón de malambo de Laborde es ser campeón para toda la vida y eso implica que vas a tener más alumnos, que vas a tener ingresos mejores porque te van a llamar para que seas jurado de lugares, pero tampoco es que te vas a transformar en una persona que gana cien mil dolares al año.

Se juegan muchas cosas que tienen que ver con eso, con el honor, y en general son todas personas muy humildes que se dedican a una disciplina artística, porque el baile es eso, un arte. Entonces lo que ves ahí es la vieja historia de David contra Goliat. Es el pequeño ser, sujeto humano, peleando de una forma contra el sistema que le dice: «tú no», que le dice: «tú no podrás, no estás hecho para soñar, tú no perteneces al mundo de las ambiciones. Resignate, sé albañil, sé algo que no querés ser, jodete, eres una rata. Naciste donde cayó el rayo de la mala suerte. Tu destino es la desgracia». Y esta gente son unos emancipados contra eso.

Entonces, digo, ¿cómo no va a haber una gran historia? Para mí era evidente que había una gran historia, y tuve la suerte de dar con una persona como Rodolfo González Alcántara, que estaba más loco que yo, porque, bueno, ahora el libro está terminado y está escrito y lo más asombroso del libro es que sea real. Quiero decir, yo seguí la vida de este tipo, y después de seis o siete meses me pregunté por primera vez: «¿qué pasa si no gana el año que viene?». Había una historia igual. También me parecía tremendo si Rodolfo fracasaba definitivamente y se retiraba del mundo del baile, pero qué si Rodolfo perdía y volvía a intentarlo el año siguiente, y volvía a perder y volvía a intentarlo. No me iba a pasar la vida yendo a Laborde con Rodolfo, ¿entendés? En un momento fue como: «oh, ya, ¿qué hice?». Pero bueno, nada, seguí adelante. Cuando me di cuenta pensé que era una persona insana, alguien que no piensa las cosas.

¿Y cuando ganó cómo lo sentiste?

Muy preocupada, y registrando y registrando. Yo estaba detrás esperando con él y todo era una tensión tremenda. Lo que quería era el momento de su cara en el anuncio, si se iba a poner a llorar, si se iba a decepcionar si no ganaba, si se iba a morir de un infarto, qué iba a hacer. Yo era una cámara y no podía parar de mirar. No me acuerdo lo que sentí. No tengo el menor registro de sentimiento alguno. Tengo todas las libretas, está todo anotado.

También estoy muy en contacto con el presente y con mis contemporáneos, tratando de latir un poco en el clima de la época. Por eso es tan difícil escribir columna ahora, porque el clima de la época late en un solo tempo, el tempo de la monotonía, y vos no querés escribir siempre sobre lo mismo. Entonces creo que hay ahí como un cofre. Son cosas mezcladas, lecturas, recuerdos

Cero conciencia de ti misma en ese momento.

Nada. Estaba completamente metida en mirar las caras, mirar los gritos, verlo a él tirado en el suelo, abrazándose. Y yo tomaba notas. «Hacen esto, hacen aquello». Sacaba fotos, grababa, como una máquina. En ese momento yo creo que me tirás un pedrazo y no me doy cuenta.

También eres una gran editora, reconocidísima. ¿Cuál es la diferencia?

Una editora insoportable.

Sí, es verdad, un poco insoportable, en el mejor sentido. Es una escuela pasar por ahí, sinceramente. A mí me asombra muchísimo el rigor con el que editas. Me asombra y admiro esa obsesión con la escritura que trasladas igual al texto de otro. Ahí hay algo que habla de ti en términos muy elogiosos, me parece, porque al final sigue siendo el texto de otro. Quizá el editor tiene un posición menos egoísta que la posición de quien escribe. ¿Cómo es la relación con la palabra en cada uno de estos oficios?

Lo disfruto mucho, lo que pasa es que es completamente distinto. Cuando yo termino un texto con el cual estoy muy satisfecha, un texto escrito por mí, digo, un texto en el que está todo, hay un nivel de entrega, un nivel de plenitud. No dura mucho, pero es absoluto. Es uno de esos momentos en la vida en que está todo alineado, la luz justa, la temperatura justa, la tensión justa del músculo, el peso exacto. Ese trance es distinto a la sensación de editar, pero a veces, cuando recibís una primera versión de un texto o un libro de otro y vas leyendo, eso que vas leyendo es tan glorioso y gozoso, a pesar de que sabés que estás trabajando, de que estás editando, que faltan cosas, trabajar muchas partes y cambiar otras. Es como entrar en una especie de cueva de Alí Babá repleta de tesoros. Todavía con las luces en penumbras, medio apagadas. Pero vos ya percibís el tesoro ahí, y sabés que cuando todo eso se alumbre, va a ser deslumbrante, y sabés que podés trabajar en conjunto con otro para decirle: «mirá lo que hay acá, prendámosle todo, démosle todo el voltaje a esto». Hay una satisfacción infernal.

A veces no es tan grato, tenés que resolver textos más rápido, o la relación con el autor no es tan íntima. Pero cuando todo eso pasa, es bárbaro. El otro día le escribía a uno de esos autores con los que siempre me deslumbra trabajar y le decía: «hagámonos primos por decreto, digamos que somos primos». Para mí es muy satisfactorio también hacer que el otro brille más, brille mejor, a mí eso me gusta. Yo creo que, básicamente, si había algo que extremar más, se terminó de extremar con el trabajo de edición. Quiero decir, en el sentido de no dejar pasar cosas, una cronología equivocada, una palabra que está como demasiado exagerada. Y para mi escritura también puede ser estimulante. Cuando vos estás leyendo uno de estos libros o textos que uno edita y dice: «wow». Resulta muy estimulante y te dan ganas de escribir.

¿Has tenido para ti editores como lo que eres tú para los demás?

No, no mucho. Pero he tenido buenos editores. Yo no estudié periodismo, así que si alguien me buscó o me dio algún tipo de señalamiento o esas cosas, fueron mis editores. Desde los que tuve en Página 30, hasta mis editores de La Nación, hasta editores como Elvio Gandolfo, que fue mi primer editor para un medio extranjero. Homero Alsina Thevenet me decía: «Querida, muchacha, me encanta todo el texto, pero parece como que al final te cansaste un poco. ¿Por qué no le buscas una vuelta?». Y también son lecciones, porque como editor primero te elogia y después te dice «pero». No empezar por el «pero». Las cosas que te enseña un editor no solo tienen que ver con marcarte un texto con comentarios, digamos. Tiene que ver con abrirte la cabeza acerca de cómo puedes ver una realidad, con llamarte la atencion en términos de que «este dato es muy fuerte, ¿cómo podemos sostener esto con algún argumento?, ¿cuál es la fuente?». Yo soy bastante como rápida en ese sentido. Si me decís las cosas una vez, y yo encuentro que esa es la sugerencia justa, o que ese señalamiento es lógico, que es la mayoría de las veces, digamos, después lo aplico siempre. Ha sido una tarea de acumulación a lo largo de muchos años.

¿Hoy quién te edita? Digo, porque la edición es como la invasión de las ideas del otro, y cuando se llega a ese grado de reconocimiento, a esa exposición que tienes, quizá te quedes un poco sola a la hora de lidiar con las palabras. ¿Te edita alguien hoy, o ya eso no pasa con Leila? ¿Nadie se atreve a intervenir?

No, no es que no se atrevan. Me parece que hay una cosa. Los libros, obviamente, tienen una corrección, pero es mas una corrección de estilo, guion largo, guion corto, la comilla, o de pronto alguna falta de ortografía. Son cuestiones mínimas. A veces algunas me atemorizan un poco, o esas indicaciones que hablan de una lectura del tipo «esta frase está repetida en tres páginas». Y, la verdad, sí, está repetida porque es como un estribilllo. O sea, hay algo que no estamos entendiendo a fondo. Pero no es como un cuestionamiento. Y si fuera el cuestionamiento de un editor que te dice: «A mí me parece que este estribillo repetido así no funciona, cansa, demasiado artificioso», bueno, lo reviso. Pero si proviene de una lectura que es como que no encaja, me preocupo un poco, digo. No creo que tenga que ver con no atreverse. Yo trabajo con diecisiete o veinte versiones de los textos antes de mandarlas. Entonces, cuando llega al final, suele ser algo que está muy trabajado, muy pensado. Tampoco quiero decir que a mí nadie me corrige ni una coma. No, no estoy en esa situación. Pero, en general, las marcaciones son pocas.

Fotografía de Pablo José Rey

Hablabas ahorita de ese momento de éxtasis, cuando terminas un texto y sientes que absolutamente todo está alineado. ¿Eso solo se experimenta una vez concluido el texto, una vez visualizada la historia entera, o se puede experimentar a nivel más específico o mínimo? Digamos, cuando se obtiene determinada frase. Yo te voy a poner este ejemplo tuyo que es, sinceramente, uno de los inicios más bellos que yo haya leído y que me parece que por sí mismo merecería un estado de satisfacción como el que describes: «El cartel flota en la noche de Buenos Aires como el ala de una mariposa seca».

La satisfacción total es algo que viene de algún lado, no es que uno solo lo experimente al final. Hay zonas del texto, ya sea una columna, una crónica o un libro, a las que siento que voy deseando llegar, para que se produzca esta sensación. Tampoco es que lo que está antes o después no me importa, pero sí es como una especie de clímax. Por ahí a veces tiene que ver con la frase, a veces tiene que ver con el momento. El otro día estaba describiendo a una chica y en un momento digo: «Tenía en los gestos la languidez que dan la confianza en uno mismo o la perfidia. Esa tarde, en la casa deshabitada, empezó a sacarse la ropa. El suéter rojo que yo le envidiaba, los pantalones de jean ajustados que no me dejaban usar, la camisa, la camiseta, los zapatos, las medias. Quedó firme, helada y pálida, como si por debajo de la piel fluyera una finísima capa de hielo». Me encantó esa imagen de la finísima capa de hielo fluyendo por debajo de la piel. En momentos así siento una gran conexión con el lenguaje, como una especie de fusión. Son lugares muy reverberantes que funcionan también como un combustible. Una llega ahí, abreva, y sigue imbuida de ese combustible que considera muy precioso. Es como llegar al momento del recital en el que toca una que cantamos todos y se produce una euforia. Lo que pasa que sola en mi escritorio no se entera nadie.

Esa relación con el lenguaje tiene que venir de la lectura de poesía.

Yo leo mucha poesía, pero creo que viene de todo, también de cierto tipo de prosa que me resulta muy estimulante. Incluso hay autores que no me interesan tanto por su obra en general, sino por algunos pasajes específicos. Hay uno medio raro, Peter Esterhazy, con un libro que se llama Armonía celestial, escrito con una letrita muy chiquitita. Ese libro nunca lo pude leer entero, pero cada vez que lo abro encuentro unos recursos muy surrealistas, muy vanguardistas. A mí hay un autor que me encanta, John Irving. Me parece sensacional. A veces disfruto mucho estos autores en los que veo que la forma es lo que más me importa, más que lo que me están contando. No puedo hablar mucho de eso porque me agota rápido, pero me resulta sumamente inspirador. Esas prosas en las que cada palabra importa, y a la vez, si leo mucho, me empacha.

Todo viene también de entender o de querer alcanzar con la prosa lo que se ve y lo que no se ve. O sea, la música de un texto solo se la podés dar con las palabras que decidas juntar y poner una al lado de la otra. Si yo te digo: «es un día lindo», es muy posible que no sientas que el día está lindo, pero si yo te digo: «el cielo está azul como una bandeja de plata cegadora», por ahí vas a sentir mucho más el calor, la reverberancia del sol y todo eso. Hacer con el lenguaje que las cosas pasen, pero eso me viene de todos lados, no nada más de la poesía.

¿Cuál es el detonante para escribir esas columnas de El País, que son casi como unas cápsulas líricas y a veces parecen trenzarse alrededor de un detalle, un ambiente, una idea, un recuerdo? Tienen una atmósfera muy marcada que no sé si llamar vaporosa. ¿Qué las dispara? ¿Qué las enciende?

Mucho contacto con algo muy primal de la existencia humana. Con las dudas, las zozobras, el estado de ánimo, pero teniendo muy en cuenta también que no puede ser una experiencia catártica porque es un periódico y no puedo, no me interesa hacer un diario de mi vida a corazón abierto para nada. Ni ahí ni en ninguna parte. Y esto que decías vos de que no son firmes tiene que ver con la inestabilidad de la memoria. Tomo un recuerdo de la niñez, pero sé que puede haber sido distinto, entonces siempre hay una sombra como de duda, como algo que recuerdo muy puntualmente.

La experiencia está en el cuerpo y el cuerpo está en la escritura. No podés separar eso. No podés impostar un carácter distinto. Si eres cursi en la vida real, es muy posible que tenga un estilo cursi y una mirada medio cursi. De lo que vos hablás es más de la mirada. Yo tengo una mirada muy preocupada por entender, que no está interesada en justificar nada, ni a víctimas ni a victimarios. Y es una mirada que es dura en un punto, que trata de no tener miedo de aquello que va a encontrar

Mi padre volvió del mar y me trajo un caracol. Yo estaba tejiendo justamente en ese momento en la ventana. Lo recuerdo, pero no puedo recordar mucho más que eso, cómo estaba vestida, etcétera. Entonces lo que tengo que hacer es rescatar la atmósfera de ese momento, y eso siempre es un poco desdibujado. Acudo mucho a la memoria de años en los que hubo de todo: el aprendizaje de la valentía, el aprendizaje del miedo, el aprendizaje de la cobardía, el aprendizaje de la miserabilidad.

También estoy muy en contacto con el presente y con mis contemporáneos, tratando de latir un poco en el clima de la época. Por eso es tan difícil escribir columna ahora, porque el clima de la época late en un solo tempo, el tempo de la monotonía, y vos no querés escribir siempre sobre lo mismo. Entonces creo que hay ahí como un cofre. Son cosas mezcladas, lecturas, recuerdos. El hecho de haber nacido en el interior y vivir allí hasta los diecisiete años, y después haber venido sola a una ciudad enorme como Buenos Aires y haber tenido toda la experiencia de la primavera democrática, cuando terminaba la dictadura.

Era un lugar muy estimulante, con mucha movida under, bastante peligroso también en un punto, y yo encontrarme a mis anchas en medio de todo eso, sin que nadie me dijera tenés que volver a tal hora o qué se yo. Fueron realmente años en los que pasaron muchas cosas. Igualmente me estimula la lectura. Yo estoy leyendo un libro y me dispara cosas, quiero escribir acerca de ese libro. Las columnas, las que son más intimistas, las veo a veces como una especie de pequeños apuntes acerca de estar vivos, tan sencillos como eso y complicado también.

Noto que en algunas hay como un disfraz de ciertos acontecimientos, como que el texto parece avanzar hacia la confesión y en un punto borra las marcas reconocibles. Casi nos convierte en detectives que avanzan por un camino medio irrastreable. Lo desdibujas, ¿no? 

Sí, sí, totalmente, porque no me interesa. Yo soy una persona bastante discreta conmigo misma, entonces no voy a ser distinta con una columna y mucho menos con una columna que hable de mí. Siempre tengo muy claro que si yo tomo un recuerdo de mi vida para decir determinada cosa, eso tiene que estar puesto al servicio de contar algo más grande, que a otros más les pueda importar. Si yo hablo de mí, de cómo aprendí a tener miedo, de cómo aprendí a ser valiente, no quiero que eso quede como una especie de ditirambo acerca de lo que yo hice, sino que toque, dentro de lo posible, a otra gente, y para que eso suceda tiene que trascender por mucho lo que me pasó a mí. Hay un intento de esquivar la anécdota personal, eso no me importa. Pero, sí, es como un crimen cometido sin dejar las huellas, totalmente, y eso tiene que ver con lo que yo quiero que suceda. Básicamente soy una persona íntima.

Se trata de una escritura que tiene muy claro cuál es su ideal de perfección, y luego lo cumple. Hay un registro muy particular, como un estilo severo, y me atrevería a decir que eso eres tú. Digo, uno siempre está escribiendo o traduciendo su carácter, quien uno es, pero ¿se puede escribir de un modo cuyo estilo tenga una identidad distinta a la tuya? No sé por qué lo digo. En ti es muy evidente. Tu estilo parece tener el mismo poder que tiene Leila, la misma fuerza.

Bueno, qué lindo. No se qué decir de esto.

Sí, es que lo estoy diciendo todo de modo muy inexacto, y en realidad es algo que intuyo, más que cualquier cosa. No tengo como muchas palabras para decirte. Por ejemplo, algo que yo detecto en ti, en tus textos, pero también por haber trabajado contigo, es que hay una forma del rigor que no desconoce la ternura. Eso no abunda.

La experiencia está en el cuerpo y el cuerpo está en la escritura. No podés separar eso. No podés impostar un carácter distinto. Si eres cursi en la vida real, es muy posible que tenga un estilo cursi y una mirada medio cursi. De lo que vos hablás es más de la mirada. Yo tengo una mirada muy preocupada por entender, que no está interesada en justificar nada, ni a víctimas ni a victimarios. Y es una mirada que es dura en un punto, que trata de no tener miedo de aquello que va a encontrar, aun cuando aquello que pueda encontrar sea algo que le resulte repulsivo, como hallar algo muy horrible en una persona que parece un encanto. Una cosa un poco también disciplinada, diría yo. Una mirada que no se hace compinche de la realidad. No me gusta la palabra cómplice. Viste, compinche es ese que te dice: «oye, dale, vamos a tomar una cerveza». No, mi mirada no es esa.

Como alcahuete o entusiasta.

Claro, digo, esa mirada compinche, simpaticona, como condescendiente. Estoy al otro lado de eso, y también para sujetos supuestamente encantadores, incluso para víctimas, digamos. O sea, yo no parto de la base de que una víctima es una persona angelical. Entonces, bueno, sí creo que hay una dureza en ese sentido.

Viste esta frase famosa de Janet Malcolm que dice…

Sí, la del asesino. ¿Sabés que se murió? 

Sí, reciente.

Hace bastante.

Yo el silencio lo entiendo como trabajar con lo no dicho, que para mí es tan importante como trabajar con lo que se dice de manera evidente. Cuando escribo no voy buscando que el texto grite, chille o aúlle todo el tiempo, o que revele cada tres frases una supuesta verdad. Me gusta trabajar con el silencio literal, o sea, que el texto, a pesar de estar escrito, suene a silencio, suene a desierto

¿Hace bastante? ¿Y por qué yo me enteré recién?

Bastante quiero decir hace unos meses.

Pero yo me enteré hace muy poco, en realidad.

Sí, yo me enteré hace un par de semanas, pero parece que llevaba un tiempo fallecida. Qué raro. 

Bueno, la idea de que todo periodista que no sea un tonto o un malvado concluye finalmente en algún punto que lo que hace es moralmente condenable o injustificado. ¿Lo has llegado a sentir?

Para nada. Pero, vos sabés, yo nunca estuve de acuerdo con esa frase de Janet Malcolm. No termino bien de entender, porque, además, esas conclusiones ella las saca después de escribir un libro acerca de un sujeto que, en efecto, es un tipo deleznable, que hizo un montón de cosas espantosas. Pero no es eso lo que hacemos todos los periodistas. El periodista de ese libro, que es El periodista y el asesino, entrevista a un tipo haciendo algo que es asqueroso, diciéndole que gracias a lo que él escribe el tipo va a salir de la cárcel. Entonces el tipo le cuenta y le cuenta.

Ahora, perdón, yo no voy a ponerme entre la gente que hace eso. Ella saca la conclusión a partir de ese caso en particular. Yo lo siento, yo no estoy ahí, ni tampoco los colegas que admiro y que me gustan. Me parece una frase con mucha resonancia sensasionalista. Ojo, no quiero decir con esto que no he tenido mil millones de dudas y que no he metido la pata, diciendo a veces cosas que no debí haber dicho o asumiendo que determinada cosa que vi la podía escribir, cuando el entrevistado pensaba que la iba a mantener buenamente en privado, y yo asumo que todo lo que veo lo puedo escribir.

¿A quién hubieses querido perfilar que ya no podrás? Hago esta pregunta sabiendo que has perfilado gente que ya no estaban.

A mí me encantan las personas grandes, muy mayores, porque siento que son testigos de un mundo que ya no hay. A Nicanor (Parra) lo entrevisté a los noventa y seis y se murió a los ciento tres. Tengo la sensación de que en este último año murió mucha gente que a mí me llamaba la atención. Con Diego, mi pareja, tenemos un chiste macabro. Yo permanezco muchas horas en el estudio, trabajando, y durante esas horas no estoy muy conectada. Si estoy escribiendo, no miro la tele, ni abro el diario siquiera. Cuando él viene, ya sé. Se asoma y dice: «¿Le querés hacer un perfil a Fulano de Tal?», y esa es la manera de decirme que Fulano de Tal se murió.

¿Cuál es el valor del silencio en la escritura? 

Yo el silencio lo entiendo como trabajar con lo no dicho, que para mí es tan importante como trabajar con lo que se dice de manera evidente. Cuando escribo no voy buscando que el texto grite, chille o aúlle todo el tiempo, o que revele cada tres frases una supuesta verdad. Me gusta trabajar con el silencio literal, o sea, que el texto, a pesar de estar escrito, suene a silencio, suene a desierto. Y me gusta trabajar con ese otro silencio que no tiene que ser evidente, que dice las cosas sin decirlas. Que un entrevistado se refiera lateralmente a una situacion traumática, no sé, un aborto forzado, una violación o lo que fuere, y no decirlo de manera literal. Porque en el discurso del otro se ve que no quiere decirlo así. Entonces reflejar eso. Intentar también que haya en los textos como un peso ominoso, una cosa un poco perturbadora, inquietante, que no se sabe bien dónde esta. Esparcir eso por todo el texto. Esparcir, de una manera no explícita, el peso de una cierta melancolía en una situación determinada. Como pintar por debajo, como plantar un río por debajo del texto que vaya llevando lo que yo quiero. Es una forma de hacer trabajar a las palabras, de ponerlas en una constelación, digamos, para que trabajen y produzcan eso. No solo ruido, sino también oquedad.

Fotografía de Emanuel Zerbos
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