Franco Félix
Lengua dormida
Editorial Sexto Piso
252 páginas
POR EDUARDO RUIZ SOSA

De la ceremonia del día de muertos en México se sabe, por lo general, que sincretiza un modo de ofrecer al inframundo, o de reclamarle, una tregua festiva, con música, alcohol y alimentos, con el altar decorado con el brillo del papel picado, el fulgor de las veladoras, la humedad de las flores, para que se nos conceda el don de recibir en la memoria el encuentro con aquellos que ya no están. Pero en el seno de la festividad hay un ritual, y todo ritual es una invocación a través de las reliquias que de los ausentes quedan en este mundo. Esos objetos se ofrecen al altar como símbolo de lo que nos une con nuestros muertos. Sin embargo un día descubrimos que no hay reliquias, o que se han extraviado, o que nunca conservamos nada de los otros salvo el relato de un recuerdo difuso, o que, incluso, ellos han dejado poca cosa, casi nada, o se han encargado de borrarlo todo desde un día determinado hasta el origen, como queriendo reescribir, ocultar, que antes fueron otros cuya historia ha de permanecer lejos. Lo que sucede, en casos como este, me parece, es lo que el escritor mexicano, Franco Félix (Hermosillo, Sonora, 1980), expresa en su más reciente novela, Lengua dormida, donde descubre, en ese linde en que la muerte ha alcanzado ya el cuerpo de su madre, que también en la vida hay fronteras y que Ana María la trazó años atrás mediante el abandono de su primera familia, dejando así, a él, hijo de la nueva vida de su madre, el misterio por descubrir, el símbolo quebrado que nos impide completar el ritual, pero que nos lanza al camino de una búsqueda.

La anécdota del libro se bifurca: es el relato de la muerte, y de la vida, de Ana María, pero también es el relato del descubrimiento de esa otra vida de la madre antes del hijo. Es por eso que Lengua dormida es, entre muchas cosas, un libro sobre los padres más allá de los hijos, sobre la pérdida de un presente y un futuro y la recuperación de un pasado. En la juventud, Ana María vivía en la Ciudad de México, contrajo matrimonio, tuvo hijos, una casa, una rutina: todo aquello que en las encomiendas del mundo tradicional nos señala que ya está, que esto es la vida, que no hay más, que de aquí no hay que irse, aunque haya dificultades o pobreza o aburrimiento o violencia, esto es lo que hay, lo que toca. Pero Ana María, enfrentada al turbión de la violencia, huye, desaparece, se refugia durante un tiempo en la distancia y reaparece, más allá, en la lejanía de una ciudad en medio del desierto. Ahí, donde en principio se dice que nada germina, que nada crece, que todo es calor y calor y calor, Ana María recupera su vida, o construye una nueva, y los hijos del primer matrimonio quedan atrás (excepto la única hija, la única otra mujer de aquella familia, por la que regresa y a la que rescata como en un rapto, en la clandestinidad), y de ellos quedará, en la madre, la culpa de una libertad (un salvar la vida, literalmente) conseguida a cambio de la severa renuncia que a ojos de la primera familia la convertiría en una mala mujer, pero en una mujer viva.

La narrativa de Franco Félix es un muestrario de riesgos estructurales, imaginativos y humorísticos: ya desde Los gatos de Schrödinger, pasando por las crónicas de Kafka en traje de baño y hasta su novela más extensa, Maten a Darwin, el proyecto narrativo del autor sonorense es una de las apuestas más singulares en el panorama mexicano contemporáneo. Me parece que esta es la forma más directa en la que puedo expresarlo: siempre que se habla de la violencia del narcotráfico en el norte de México, una de las preguntas más recurrentes que uno escucha es la de cómo es posible vivir ahí con normalidad, cómo es posible que en medio de ese caos de tiroteos, cuerpos colgando de puentes, fosas clandestinas, desapariciones forzadas y calor sofocante (porque acaso el calor tiene algo que ver con la violencia), la gente siga viviendo con normalidad. La respuesta, para mí, la más clara, es el relato que hace Franco Félix en Lengua dormida: entre las dificultades económicas, la violencia y el eterno verano, una vida, la de Ana María, fraguó como una planta que, no sin espinas, celebraba la nueva vida, festiva y libre; atrás resuena, junto a los disparos, la culpa; junto al calor, la cerveza; junto al eterno buscarse la vida, la picardía cómica de sortear la precariedad de un Lazarillo o un Huck Finn. Es decir, una literatura de la vida en medio de esa maraña atroz de la violencia, de la vida cotidiana en el norte de México, con la marca distintiva de lo regional que lo convierte en un relato universalizable.

La tradición literaria mexicana, en su vertiente norteña, es más conocida por los relatos que han trivializado la violencia del narcotráfico convirtiéndola en escenario contextual de un considerable número de novelas del género policiaco. Otras variantes, sin embargo, como la que persigue Franco Félix, dan cuenta de esa vida normal o cotidiana de una manera mucho más orgánica, menos programática y al margen de las demandas del mercado que convierten un contexto de tragedia en el libro del verano. Así, condensando la humorística creatividad irreverente de David Toscana, el rigor casi ensayístico y desapropiativo de Cristina Rivera Garza y la poética socarronería de Abigael Bohórquez (tres referentes norteños), Franco Félix agrega el desparpajo de las alusiones al cine de terror, la música, la televisión y la cultura pop para lograr una estética particular, íntima y, al mismo tiempo, arrojada a la colectividad.

La escapatoria de Ana María, decíamos, cultiva la culpa. Hay una escena en la que el narrador, en la infancia, en la casa familiar, escucha los balbuceos de un fantasma cuyo rostro flota en las habitaciones como una cabeza sin cuerpo que habla un lenguaje incomprensible: aterrado, corre en busca de los padres que duermen la borrachera en el delirio de viejos dolores, y es entonces que escucha a la madre decir, desde un pasado que revive en la resaca, Mis hijos, mis hijos, los abandoné, pobrecitos, mis hijos. Y el narrador, con el hermano menor a un lado, intenta despertarla diciéndole Nosotros estamos aquí, nosotros somos tus hijos, sin saber que ella hablaba de aquel pasado que ellos aún desconocían. Creo que en esa afirmación, en este «estamos aquí, somos nosotros tus hijos», sin saberlo en ese momento, yace el sentido esencial de un libro escrito para reconocer el desesperado gesto de Ana María para salvar la vida huyendo.

Si Natalia Ginzburg hablaba del léxico de las familias, de los lenguajes que marcan los diversos momentos de la vida y las variadas relaciones afectivas, Franco Félix nos habla de una lengua, a veces de una gramática, que serviría para comunicarse con todos los mundos perdidos, abandonados o arrebatados de nuestra cercanía. Y es justamente así que el autor, en ese desierto que se supone vacío, yermo de símbolos y referentes, construye la épica familiar, el panteón del barrio, la estructura dramática de la ciudad y el paisaje, de una muerte, la de ella, y una soledad ciega, la del padre, y de las dificultades para hablar del pasado y reconciliarlo con el presente. No estamos, pues, ante un «libro de duelo» al uso, sino más bien ante la celebración no de un modo de estar en el mundo, sino de un modo de recuperarlo, y, ante todo, este libro es la construcción de un símbolo, de un conjunto de símbolos, que hacían falta, quizá, en la historia de Ana María, para completar el ritual del recuerdo, que será, siempre, el de una lengua viva.