POR  CALIXTO ALONSO

Una lectura atenta de La expresión americana de José Lezama Lima evidencia el empeño totalizador del ensayo, cuyo objetivo no negado era situar a América en torno a un concepto de unidad cultural.

Los escritores de la modernidad hispanoamericana plasmaron sus aportaciones en una reflexión sobre el lugar histórico del continente y su diferencia desde el prisma de la continuidad secular, en el ánimo de fijar su distinción frente a otros modelos de cultura, especialmente la europea. La noción que plantea Lezama es inclusiva de la cultura estadounidense, estableciendo una idea de totalidad indisoluble. Para ello, maneja de inicio la denominación original del continente: América.

Lezama enfrenta a Hegel, quien en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal deja en mal lugar a América, reduciéndola a una geografía sin apéndice histórico de relieve. El catolicismo implantado por el Imperio español y la que calificó como inestabilidad institucional crónica heredada de la dominación hispana fueron los motivos argumentados por el filósofo para dejar al Nuevo Mundo fuera de las corrientes primarias de la historia universal. Lezama usa del contrapunto analógico –contrapunteo, precioso cubanismo que significa, en última instancia, discusión–, comparando los hechos americanos con los de otras culturas, para conformar sus aportaciones y su personalidad propia en la cultura creativa universal.

Tema central de la reflexión cultural del sistema poético del autor fue formular la especificidad de lo americano en sus términos de origen. Desde muy temprano hablaba de «la necesidad de levantar nuestra voluntad como pueblo» y de superar una sensibilidad que siempre había padecido de complejo de inferioridad. Conceptos básicos en él son «la capacidad incorporativa» y «la alquimia transmutadora», como digestión de lo recibido. Relee la tradición y trama fragmentos de otra forma en un discurso literario, pictórico y también musical. Así, en su espacio gnóstico, formula su tesis de «la temperatura adecuada para la recepción de los corpúsculos generatrices». La conciencia de originalidad americana parte de un nuevo comienzo vinculado al conocimiento de la «verdad de los orígenes».

En el ápice de sus reflexiones en torno a la expresión criolla, encontramos a José Martí, a quien une al corrido mexicano y a «la anchurosa guitarra de Martín Fierro», modos musicales a los que les atribuye una función completamente popular. Una de las cinco conferencias que conformaron el ensayo se titula «Nacimiento de la expresión criolla». En sus postulados, introduce el autor las referencias musicales que ya hemos apuntado como señal de lo criollo. Al corrido mexicano lo sitúa entre el recorrido del romance y la intensidad de la copla. El Martín Fierro lo enlaza a la canción gaucha –«más guitarras que letras», dice– y su contrapunto la proyecta como continuidad del mejor romancero. En la parte final de la obra, hace incluso referencia al ragtime y al jazz, citando a Gershwin como ejemplo sintetizador de elementos locales y armonías eruditas.

El maestro Lezama pronuncia las conferencias que suponen el haz del ensayo en 1957. Y él, que siempre formuló imágenes orientadoras de lo cubano, pasó por alto la música popular de su isla, una de las constantes más nítidas y brillantes de la cubanidad. Figuraban, sobre el retablo de la estrella del acto naciente en torno al que razonaba, la ballena de Melville, el cuerpo total de Whitman, el piano fulgurante de Gershwin junto con la jácara mexicana y el guitarrón de Martín Fierro, sin mención alguna al son o a la rumba de su tierra.

Dejó al margen las aportaciones de Fernando Ortiz o Alejo Carpentier. Vaya por delante que Ortiz fue un hombre con proyección pública, y que Carpentier contaba formación musical y un bagaje viajero del que Lezama, poeta y narrador, carecía. Ortiz, en la década de los cuarenta, comenzó a cuestionar la validez de las clasificaciones raciales y propuso que los cubanos se definieran a sí mismos en términos de una herencia cultural compartida y no de ancestros comunes. Por contra, el músico y compositor Sánchez de Fuentes, en la misma época, calificaba al arte afrocubano como «lamentable regresión de nuestras tradiciones», defendiendo incluso que los rasgos de la esclavitud eran una afrenta a la civilidad. Ortiz ya había fundado la Sociedad de Estudios Afrocubanos e impulsado el primer Congreso Cubano del Arte, acontecimientos a los que Lezama fue ajeno.

La importancia de la cultura en el mantenimiento de la cohesión social y el establecimiento de «quiénes somos nosotros» ha sido parte esencial del discurso cubano, sobre todo en tiempos de crisis, y esa circunstancia era tan válida para 1940 como para 1990. Los años veinte y treinta del pasado siglo fueron esenciales para el reexamen de los prejuicios heredados del colonialismo y para aceptar la cultura negra callejera como símbolo de la cubanía. Una mayoría de intelectuales y artistas que deseaba lograr la unidad ideológica con influencias africanas tan fuertes aceptaron como propia la cultura negra, mas Lezama se mantuvo al margen de tales corrientes. El africanismo fue fuente de orgullo a la vez que de vergüenza para el país. Sus símbolos culturales eran muy poderosos, pero Lezama y sus próximos los leyeron como rezagos de un legado cultural menor. Sin embargo, era inevitable que las sombras del afrocubanismo contuvieran las contradicciones fundamentales que reflejaba la división de razas existente en la República nacida tras 1898.

Blanco y de origen acomodado, se sabe de Lezama que no sintió especial apego por el son y la trova. No obstante, creemos digna de un apunte la omisión que resaltamos. Parece claro que propone la asimilación de su universo americano por medio del lenguaje. Su decisión es ante todo literaria, o sea, culta. Años antes del ensayo, desde la revista Orígenes, reinicia un reencuentro con la sensibilidad poética que había de devolver al pueblo cubano la confianza en su pasado y la esperanza del futuro. Pero es evidente que ese colectivo estimaba de importancia un gusto por lo aristocrático, aun cuando tenía la pretensión de convertirse en el punto de partida del rescate del alma popular. Así, reivindica un pasado olvidado y pisoteado, en el que residen las señas de identidad del pueblo cubano, sus orígenes, por decirlo con palabras del grupo. Conformaron una cubanía de élite, caracterizada por el fin de la experimentación iniciada por los artistas y escritores «minoristas». Lezama y sus compañeros dejan de un lado la inspiración en la cultura popular o en temas de relevancia nacional. Por contra, su trabajo demuestra un retorno a la torre de marfil.

Quizá por ello, Lezama no le encontró un sitio al son. Él nació con la República, en un momento en que el tema de lo afrocubano y su posición en la sociedad se había convertido en tabú, como si la discriminación y los problemas raciales se hubieran resuelto milagrosamente con la frase martiana «no hay odio de razas, porque no hay razas». La cultura cubana estaba, y sigue estando, polarizada en mayor o menor grado, y cada uno de sus protagonistas ha metabolizado la realidad a través del conjunto de sus propias vivencias.

Es indiscutido que el son nació en un entorno de bares y prostíbulos, y que fue ignorado y rechazado durante años por las clases medias cubanas, hasta que alrededor de 1927 un sentimiento proafrocubano inundó el país y convirtió a su música popular en un símbolo de la nacionalidad. Parecería como si Lezama hubiese mantenido una actitud prejuiciada sobre esa música y, como resultado de su concepto social, sobre la raza. Por contra, Ortiz nunca se sustrajo a esa polémica y su trayectoria intelectual giró hacia un esfuerzo por reubicar en la entidad colectiva la cultura negra, para así aceptarla como plenamente cubana. Al tiempo del ensayo, ya habían transcurrido casi treinta años de la fusión planteada por Nicolás Guillén entre música y son (Motivos del son, Sóngoro cosongo y West Indies Ltd.), iniciativa literaria que incorpora definitivamente la música afrocubana a la literatura. Y Carpentier había escrito que el son había creado con sus letras un estilo de poesía popular con genuinos caracteres líricos.

El cambio de actitud respecto al son urbano que dio lugar a encajar la cultura africana dentro de la sociedad cubana fue general. Si las naciones, al conformarse como tales, hubiesen de llevar a cabo una suerte de inventario de sus esencias, Cuba debería presentar entre las mismas, con el azúcar, el tabaco y sus tesoros naturales y arquitectónicos, sus valores musicales. A la fecha de su independencia se está en condiciones de afirmar que no había en aquellos tiempos país americano alguno con un folclore y unas estructuras de música popular tan ricas como las cubanas. La vida musical fue variada y autóctona desde el siglo xviii, del que data el punto guajiro. El siglo xix gesta el danzón, la habanera y ve nacer el son y el bolero. La guaracha también se cultivaba en bailes y festejos populares, y fue llevada más tarde al teatro en forma de sainetes y comedias. Y los solares atesoraban el complejo mundo de la rumba y el cancionero litúrgico cubano.

La música se decantó en Cuba como un ejemplo palmario de transculturación. Se convirtió en un estandarte de la nacionalidad al suponer un abrazo de culturas que da lugar a una criatura que tiene de sus progenitores pero es distinta de cada uno de ellos; en suma, transformación de elementos que se reciben prestados y se incorporan a una realidad cultural enteramente nueva e independiente: cosmopolitismo, fusión, mixtura, mestizaje de elementos disímiles, música del pueblo que contribuye, sin duda, a crear una conciencia nacional. Esa eclosión musical, su incidencia en la incipiente industria discográfica y su influencia en Estados Unidos y toda la comunidad hispanoamericana –en especial México y el área Caribe– es soslayada por Lezama, que optó, como hemos señalado, por reparar en el corrido, la trova gaucha y Porgy and Bess.

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