«He estado observando a los calceteiros que trabajaban estos días en nuestra calle. Todos son negros, con buen aspecto, laboriosos y relajados en el calor de las mañanas. El más importante, el maestro, es el que va poniendo las piedras menudas, blancas y negras, hundiéndolas con los golpes de un martillo pequeño en un lecho previamente extendido de arena»
POR ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Lisboa por fin, el primer regreso después de la pandemia, más de año y medio de ausencia. Me gusta escribir el nombre de la ciudad ahora que estoy en ella: Lisboa. Entramos por el Puente 25 de Abril. La amplitud de la desembocadura del Tajo se abre de repente, con un sobresalto de maravilla y de vértigo.
Al abrir la puerta de nuestra casa nos recibe el antiguo olor de Nueva York, porque los muebles, los cuadros, los libros, hasta las alfombras vinieron de la vida de allí. La casa es más bonita y espaciosa de lo que yo recordaba. Los aviones vuelven a cruzar el cielo como antes, en el descenso hacia el aeropuerto. Sus sombras grandes y fugaces atraviesan la calle.
Nos sumergimos en el silencio de las habitaciones como en el interior de un aljibe. Hay algo de polvo pero todo está en orden, favorable, diáfano. Tampoco me acordaba bien de cuánto me gusta vivir aquí. Me gusta encontrarme con los libros de esta biblioteca: esta tarde, como un regalo, con el diario de Katherine Mansfield. Lo compré en Nueva York, en uno de aquellos puestos callejeros de Broadway. Cómo me gustaba pararme en ellos y curiosear, perder el tiempo. Los vendedores estaban siempre a un paso de la indigencia. Encontré muchos tesoros, a precios irrisorios. Mansfield escribe con una belleza más afilada que Virginia Woolf, me parece, con menos vibrato. Su diario es también un cuaderno de notas sueltas y apuntes escritos con una libertad admirable: «I feel myself trembling on the brink of poetry».
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Larga carrera por la orilla del Tajo, con la brisa del mar, el horizonte abierto, hasta la Praça do Comércio y luego de regreso, ya atardeciendo, unos cuarenta minutos. La ciudad está muy revivida a pesar de la pandemina. Hay muchos sitios abiertos, algunos nuevos, muchas obras en marcha. Me acuerdo de la Lisboa desvencijada y fúnebre de 2012, durante la crisis anterior. En aquella ocasión Europa castigó con crueldad a los países del sur, ahora ayuda a rescatarlos.
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Los sonidos particulares de Lisboa: los martillazos breves y rápidos de los «calceteiros», los artesanos que instalan o reparan ese pavimento como de mosaico de las aceras que se llama «calçada portuguesa», y que es un prodigio de belleza y de sentido práctico, idéntico y siempre y siempre variado, con una perfección que se parece a la de las formas de la naturaleza, a la correspondencia que hay, por ejemplo, entre las tejas de un tejado y las escamas de un pez. Es un hallazgo simple e infalible, de una flexibilidad ilimitada, que permite todas las variaciones posibles sin cambiar nunca.
Por la noche oí un llanto desgarrado y me asomé al balcón. Había un grupo de personas en la acera, delante del portal donde estaba la corona de flores. Habían encendido pequeñas velas en el suelo, que proyectaban sombras temblorosas a través de la calle. Varias personas abrazaban a la mujer que estaba llorando. Era un llanto terrible, de largos gritos sin consuelo. Cesaba un momento y volvía, como un largo quejido animal, no del todo humano, o no solo humano
He estado observando a los calceteiros que trabajaban estos días en nuestra calle. Todos son negros, con buen aspecto, laboriosos y relajados en el calor de las mañanas. El más importante, el maestro, es el que va poniendo las piedras menudas, blancas y negras, hundiéndolas con los golpes de un martillo pequeño en un lecho previamente extendido de arena. No hay cemento, ni aglomerante alguno. Las piedras se irán afianzando apoyadas las unas en las otras y según las hundan las pisadas de la gente. El maestro, arrodillado en el tajo, junto al montón de bloques más o menos cúbicos y más o menos iguales de piedra caliza, los escoge de un vistazo de uno en uno, les da golpes para reducir los ángulos, para que se ajusten mejor con los ya instalados. Son decisiones certeras e instantáneas, trozos de rompecabezas que sin esfuerzo aparente encuentran su sitio, tesela de un mosaico abstracto. El maestro trabaja muy rápido y sin levantar la cabeza. Los breves martillazos no se detienen, en el silencio de la calle. Los otros operarios llevan monos de trabajo iguales. El maestro va de paisano. Lleva un pantalón claro, una camisa blanca ceñida, que no parece dificultar sus movimientos. Los otros se cubren con gorras de visera comunes: el maestro, con un sombrero de paja de alas muy cortas, más para lucimiento que para protección contra el sol. En el bolsillo superior de la camisa abulta anticuadamente un paquete de tabaco. El maestro trabaja ensimismado e infalible y no se quita el cigarro de la boca.
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En esta calle misteriosa a veces se escucha una voz y no se ve a quien habla y otras se ve furtivamente a desconocidos que doblan una esquina o aparecen al fondo de un pasillo, a través de un balcón en las casas de enfrente. Por la terraza de la cocina veo ropa tendida en balcones traseros, secándose a la brisa marina y al sol suave de Lisboa, pero no veo a las personas que la han tendido. De noche se sabe que está habitada una casa al otro lado de la calle porque hay encendida una luz: se ve el interior iluminado de una habitación, pero pocas veces se ve a alguien. En este mismo edificio nuestro se oyen pasos subiendo y bajando por las escaleras, pero es raro que nos crucemos con algún vecino.
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El misterio de la calle ha subido un grado más desde esta mañana. Cuando salí, a las nueve, con el fresco de la primera hora, había tres coches de policía junto al edificio de enfrente, y una ambulancia amarilla. La ambulancia arrancó y no pude ver a quien llevaban dentro. Había algunas personas asomadas a los balcones, pero no decían nada. Los policías subieron a los coches patrulla y se marcharon. En los balcones no quedaba nadie. Junto a la acera hay un coche aparcado que tiene hundido por completo el parabrisas, como si le hubiera caído encima una piedra enorme.
Esta tarde, al volver a casa, vemos, varias puertas más arriba, a la altura de ese coche, una corona de flores grandes y blancas, apoyada contra la pared. Una cinta cuelga de ella:
Siu, may you rest in peace. Alex and Shaw family.
Al lado hay una vela extinguida, dentro de un tarro de cristal. Algunas personas pasan y se quedan mirando la corona de flores, el cristal reventado del coche.
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Por la noche oí un llanto desgarrado y me asomé al balcón. Había un grupo de personas en la acera, delante del portal donde estaba la corona de flores. Habían encendido pequeñas velas en el suelo, que proyectaban sombras temblorosas a través de la calle. Varias personas abrazaban a la mujer que estaba llorando. Era un llanto terrible, de largos gritos sin consuelo. Cesaba un momento y volvía, como un largo quejido animal, no del todo humano, o no solo humano. Daba algo de vergüenza estar curioseando tanto sufrimiento desde un balcón. Algunas personas observaban y murmuraban cosas en un idioma que no sonaba portugués. Al cabo del rato solo queaban en la acera la corona de flores y las velas encendidas. A la mañana siguiente viene una grúa y se lleva el coche con el parabrisas reventado. Pensé que la persona muerta se habría tirado de un balcón del último piso y caído sobre él. Pero no había manchas de sangre. Busqué en los periódicos y no vi ninguna información.
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Salgo pronto, con el ánimo ligero, la mochila a la espalda, con horas por delante, con la intención de visitar la casa museo de Fernando Pessoa. Decido entrar en la basílica de Estrela, que me pilla de camino. Voy mirando siempre las especies vegetales que brotan entre las piedras de la acera, sobre todo en las zonas de sombra, en este clima templado y húmedo, tan favorable a las plantas.
La basílica, aunque es de finales del XVIII, tiene una magnificencia helada de barroco romano. El silencio, la amplitud, la penumbra, sosiegan el alma. Como suele suceder en las iglesias de Lisboa, las pinturas son casi todas lamentables. La menos desastrosa es un éxtasis de Santa Teresa, algo patrona también de mi oficio, porque está con la pluma en suspenso, los ojos fijos y ausentes, aguardando la revelación de lo que ha de escribir.
Al pie del cuadro hay un panel con lamparillas de cera. Solo unas pocas están encendidas. Un letrero avisa de que el donativo son cincuenta céntimos. Echo una moneda en el cepillo y enciendo una vela. La llama es débil al principio, parece que va a apagarse, pero prende bien, y arde en la penumbra, al lado de las otras, con toda su modestia de simbolismo inmemorial. Estoy dando las gracias por estos días en Lisboa, por el recuerdo de anoche, porque sí, por el gusto de encender una llama votiva en un templo, por el llanto de esa mujer en la calle.
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En 1934, cuenta Richard Zenith en su biografía, Pessoa estuvo dando clases particulares de inglés a un chico de doce años, que lo recordó siempre con afecto. Para animar las clases Pessoa le contaba historias de Allan Poe, y le hablaba de códigos cifrados, de sociedades secretas, de trucos de magia. El alumno se acordó siempre del aliento etílico de Pessoa. En Granada conocí a borrachos tristes a los que el aliento les olía exactamente así: a vino y coñac agrio, a tabaco.
Es el penúltimo sábado de agosto. Hay una gran luna llena en lo alto del cielo. Cuando salí al balcón la luna estaba medio oculta tras el contrapeso de una grúa. Se fue dejando ver poco a poco. La luna parece que acentúa el silencio del barrio, o que lo protege o lo vigila desde arriba. En el portal de al lado ya han desaparecido las coronas, los ramos de flores y las velas. Esa familia devastada habrá vuelto a Amsterdam con el recuerdo indeleble y maléfico de esta calle de Lisboa
Leyendo a Zenith se ve que era un personaje irritante, desagradable en su racismo, tedioso en sus entusiasmos sucesivos por todas las patrañas posibles, el espiritismo, la astrología, la Kábala, la quiromancia. Y al mismo tiempo era una persona humilde, muy educada, cordial, fiel a sus amigos, sensible a las vidas de la gente común de Lisboa, muy cariñoso con sus sobrinos. A pesar de su incapacidad exasperante para terminar nada, lo cierto es que escribió muchos poemas de una perfección definitiva, unas veces de extrema concisión y otras de máximo desbordamiento, como si fuera, por épocas, Walt Whitman y Emily Dickinson, él que era al mismo tiempo Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis, y además mi preferido entre los heterónimos, Bernardo Soares, que es casi un Leopold Bloom solterón y casto de Lisboa. En la biblioteca de la casa museo he visto que tenía un ejemplar de Ulysses.
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Había una mujer inclinada sobre la corona y los ramos de flores, ordenándolos, y me he acercado a ella, a preguntarle por lo ocurrido el otro día. Es una mujer alta, rubia, mayor, con una piel de mucha intemperie, los ojos muy claros. Me cuenta que su hermana y su marido estaban pasando unos días en Lisboa con una hija de treinta años, que sufría problemas graves, de los que no me da detalles. Son de Amsterdam. La hija era dulce, me dice, muy buena, a pesar de lo que ahora llama «her mental issues». Tenía treinta años, pero aparentaba dieciocho. Fue ella la que se tiró de madrugada por el balcón del cuarto piso y se rompió el cuello contra el parabrisas del coche.
Llega otra hermana y me saluda. Les doy el pésame a las dos, con toda la delicadeza que puedo. Si yo hubiera salido de casa esa mañana un poco antes habría visto el cuerpo desbaratado de esa pobre mujer. Antes de tirarse vería lo mismo que veo yo cada vez que me asomo al balcón, la calle y los tejados, la distancia del río al fondo.
Cada vez hay más ramos de flores y mensajes escritos junto al portal.
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Leo y estudio portugués y me olvido de España. Siempre he tenido una gran capacidad para irme, para dejar atrás mi mundo cotidiano. Eso lo disfruté mucho en Nueva York, y también en Amsterdam, aunque allí pasamos solo dos meses. Irse uno radicalmente y estar del todo en el lugar a donde ha llegado.
Leo con ahinco, con el diccionario al alcance de la mano, periódicos portugueses, sobre todo Píublico y Expresso. Estudio más bien por encima un manual de portugués. He descubierto el sabor de unas pequeñas ciruelas que llaman «claudias rainhas»: el nombre se paladea tanto como la fruta que nombra.
Sumergirme en otros idiomas ha sido una de mis maneras más eficaces de irme.
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Es el penúltimo sábado de agosto. Hay una gran luna llena en lo alto del cielo. Cuando salí al balcón la luna estaba medio oculta tras el contrapeso de una grúa. Se fue dejando ver poco a poco. La luna parece que acentúa el silencio del barrio, o que lo protege o lo vigila desde arriba. En el portal de al lado ya han desaparecido las coronas, los ramos de flores y las velas. Esa familia devastada habrá vuelto a Amsterdam con el recuerdo indeleble y maléfico de esta calle de Lisboa.
Durante todo el día la casa y el barrio han estado sumergidos en una luz blanca de niebla. Vi la niebla esta mañana, avanzando desde el río, empujada por un viento húmedo y atlántico que despejaba el calor de los últimos días: como si la ciudad se hubiera adentrado en el mar, o el tiempo hubiera avanzado hacia el otoño. La claridad blanca se mantiene invariable. Da la impresión de que las horas no pasaran. Quedan borrados los sonidos, salvo el de los aviones, hoy invisibles. Se les oye acercarse sobre los tejados, pero no se les ve, como buques fantasmas.