POR MAURO JIMÉNEZ

En el espacio literario los cuentos son para muchos una especie de cenicienta, constantemente postergados por la atención crítica (Sanz, 1991, p. 14; Beltrán, 1995, p. 15). Buen ejemplo de esto es la palidez teórica de aquellos ejercicios de categorización genérica cuya mayor exhaustividad en la caracterización del cuento es el subrayado de su brevedad. La crítica de raíz formal trató de superar el vacío mediante estudios estilísticos y estructurales que contribuyeron a una mayor comprensión del cuento, a falta de su conexión con la órbita contextual y con las cuestiones de índole estética (García Berrio, Huerta Calvo, 2006, pp. 177-181; Albaladejo, 1996, pp. 79-84; Chico Rico, 1988, p. 117; Rodríguez Pequeño, 2008, pp. 109-111). Pero también los escritores mantienen una relación problemática con los cuentos. Así, en una conocida entrevista de Jean Stein a Faulkner para The Paris Review en 1956, el narrador de Misisipi afirmó: «Tal vez todo novelista quiere escribir poesía primero, descubre que no puede y a continuación intenta el cuento, que es el género más exigente después de la poesía. Y, al fracasar también en el cuento, y solo entonces, se pone a escribir novelas» (AA. VV., 1968, p. 169).

Este rasgo de exigencia literaria que el cuento comparte con la poesía es otro de los atributos que la teoría de los géneros literarios ha invocado para ofrecer una imagen de una textualidad tan maleable como el relato breve. En el caso de Antonio Muñoz Molina sabemos, gracias a un comentario autobiográfico en «La realidad de la ficción», conferencia publicada después junto a otros textos en Pura alegría, que sus primeros recuerdos de la ficción y de lo literario están unidos a la voz que narraba cuentos en su infancia, a ese territorio legendario en el que todo podía suceder gracias a la palabra creadora:

«Una de las imágenes más vívidas de mi niñez no procede de un recuerdo visual, sino de la voz profunda de mi abuelo materno contándome la historia de una mujer a la que enterraron viva en el cementerio de mi ciudad, y que cuando abrieron el ataúd tenía los ojos en blanco y los dedos rotos de arañar el terciopelo y la madera de la tapa» (Muñoz Molina, 1998, p. 53).

 

 

En efecto, Antonio Muñoz Molina es también un escritor de cuentos. Con ese adverbio de afirmación está implícita la conocida labor novelística del narrador ubetense, que, junto a su continuada presencia en la prensa escrita, lo han convertido en uno de los intelectuales más seguidos y respetados del horizonte cultural español. Sin embargo, su labor como escritor de relatos breves o cuentos, ya que aquí ambos términos son sinónimos sin matiz peyorativo para ninguno de ellos, es acaso su actividad literaria menos advertida por el lector no especialista. Dos han sido los libros de cuentos publicados por Muñoz Molina: Las otras vidas en 1988 y Nada del otro mundo en 1993.

Salvo el cuento «Te golpearé sin cólera», los relatos recogidos en Las otras vidas fueron incorporados posteriormente a Nada del otro mundo, cuya primera edición es de 1993 en Espasa, posteriormente ampliada en 2011, cuando pasa a publicarse en Seix Barral. El cuento excluido por Antonio Muñoz Molina fue escrito en 1983 con el objetivo de aparecer en el catálogo de una exposición del pintor Juan Vida. Este rasgo del relato descartado es una constante en la génesis creativa de la literatura breve de Muñoz Molina, esto es, sus cuentos han sido escritos por encargo, razón que provocó su aparición pero que, con el tiempo, también ha motivado que el novelista dejara de escribirlos. Podría afirmarse que la creatividad de los cuentos de Muñoz Molina es causada por una encomienda inicial que acaba orientando el tema del relato sin que el compromiso de origen reste valor artístico al resultado final. Como ha señalado Epicteto Díaz Navarro en la revisión que hace de la obra del ubetense, el hecho de que los cuentos hayan sido escritos por encargo no impide que podamos encontrar entre ellos «auténticas obras maestras» (Díaz, 2011, p. 361). Para comprender las raíces de sus cuentos contamos con la nota del autor que abre la última recopilación de sus relatos, en la que nos ofrece algunas claves orientativas de su proceso de creación. Así, conocemos que desde que surge la idea hasta que ésta se desarrolla puede haber transcurrido mucho tiempo, de modo que encontramos cuentos cuya intuición inicial se halla en un suceso o en un apunte de la realidad, pero consiguen su actualización literaria mucho después merced a un compromiso editorial. Señala Muñoz Molina al respecto:

«Cuando se me ocurre una historia, no suelo escribirla inmediatamente. Anoto el argumento en dos líneas, o ni siquiera eso, lo dejo guardado en la memoria, algunas veces ya con un título, y ahí se queda durante años enteros, madurando, modificándose o gastándose, y no siempre llega a existir, porque me olvido por completo de él o uso un rasgo o el nombre de un personaje en una novela. El origen de “La colina de los sacrificios”, por ejemplo, es una noticia que leí en un periódico en 1983, y sobre la que escribí entonces un artículo. Durante cuatro años le di vueltas esporádicamente a la idea, que me incitaba mucho, pero que no llegó a convertirse en un relato hasta que no intervino la necesidad de cumplir determinado encargo» (Muñoz Molina, 2013, p. 8).

 

La invención literaria del relato podía provenir, como nos dice el escritor, de una intuición fugaz o de un apunte de la realidad, pero entre ésta y su desarrollo medió un tiempo en el que fue necesario el impulso del encargo para su escritura final. En la última edición de Nada del otro mundo hay un «Epílogo» del autor que cierra el volumen con una interesante reflexión crítica sobre este punto. Hubo una época en la que era habitual la presencia en la prensa de importantes escritores allí convocados para el solaz vacacional de los lectores con cuentos o relatos seriales. Sin embargo, aquella fructífera interacción entre literatura y prensa escrita fue disminuyendo, como indica irónicamente Muñoz Molina:

«Ahora lo más que piden son los llamados “microrrelatos”, y cualquier extensión que pase de 500 palabras les aterra. Los directivos de los periódicos españoles viven con la extraña convicción de que el mejor público posible son las personas a las que no les gusta leer, lo cual es casi como que los bodegueros enfocaran sus vinos a seducir a los abstemios. Pero para escribir tan breve con alguna garantía de éxito hay que ser Augusto Monterroso» (Muñoz Molina, 2013, p. 314).

 

En puridad, Nada del otro mundo refleja un gusto por el relato cuya veta creativa también ha sido recorrida en dos novelas cortas, En ausencia de Blanca (1999) y Carlota Fainberg (1999). En esta última, una divertida vuelta de tuerca a la tradición de los relatos de fantasmas, el escritor ubetense explica en la nota introductoria cómo apareció por entregas durante el verano de 1994 en el diario El País con la única condición argumental de que tuviera algo que ver con La isla del tesoro, con motivo del centenario de la muerte de su autor (Muñoz Molina, 1999, p. 11). Muchos también entroncaron Sefarad con la tradición cuentística, pero su lectura como una novela basada en relatos se deja llevar de forma acrítica por el subtítulo dado a la obra «Novela de novelas», ya que, como explica Pablo Valdivia en su introducción a la edición crítica de la obra en la editorial Cátedra:

«Cuando Muñoz Molina habla de “novela de novelas” lo hace desde la consideración de que cada individuo lleva por equipaje un entramado de vivencias y de recuerdos que constituyen nuestra memoria particular e intransferible. En Sefarad “novela” es sinónimo de “memoria’”, de memoria particular o colectiva y además contada para uno mismo o ante los demás; en otras palabras, “novela” es una forma de articulación discursiva de nuestra particular manera de representar a los otros y a nosotros mismos dentro de unas coordenadas históricas determinadas» (Valdivia, 2013, p. 79).

 

Desde un punto de vista generacional, la cuentística de Antonio Muñoz Molina cabe encuadrarla en la narrativa breve del último tercio del siglo xx. De manera unánime, la crítica especializada en el cuento español ha venido señalando cómo los relatos escritos por Ignacio Aldecoa, Carmen Martín Gaite, los hermanos Goytisolo, Jesús Fernández Santos y Ana María Matute, entre otros, hicieron posible un resurgimiento de este género narrativo (Alonso, 1991, p. 43). En los cuentos escritos por la generación de los cincuenta predomina un interés hacia las problemáticas existentes en una sociedad empobrecida en la que continuaba muy presente la contienda civil (Díaz, González, 2001, p. 136; Barrero, 1989, pp. 18-30). El realismo social en la cuentística plasmaba inquietudes políticas y denuncias sociales que no tenían cabida ni en la prensa ni en la plaza pública debido a la censura. El cuento, en este sentido, por sus características de brevedad, intensidad y poeticidad conseguía denunciar una realidad mísera y ofrecía a sus lectores, si no una añorada transformación, sí, al menos, una cierta catarsis estética. Para ello se renunció a la ficción fantástica en beneficio de un realismo, a veces testimonial, que promocionaba la lectura factual sin olvidar su carácter literario.