«El diario de Ruiz, casi como todo diario que se precie, tenía un aura de leyenda. Cuando aún estaba vivo, varias veces contó que lo estaba escribiendo, pero con él era difícil tomarse las cosas de un modo literal. Tal como con el diario de Ricardo Piglia o con el de José Donoso, el misterio –o la latencia– en torno a su escritura era parte fundamental de la misma. Un dietarista será siempre un infiltrado de la literatura en la vida. Un espía dispuesto a cobrar venganza en un futuro, sin ningún apuro, cuando ya no quede nadie para contradecirlo. Escribir un diario es jugar con el tiempo y la memoria. A fin de cuentas, lo único que tenemos»

POR GONZALO MAIER

Fuente: wikicommons

El libro interminable debe ser mi género favorito. Su taxonomía es caprichosa y no apunta necesariamente a los libros gordos o divididos en varios tomos, que se acurrucan uno al lado del otro, sino a los que no se terminan. O mejor: a los que conviene no terminar, es decir, a los que se leen de a pedazos. Esos a los que se vuelve por un par de páginas, quizás un capítulo, y luego se dejan reposando. ¿Hasta cuándo? Quién sabe. Su lectura, vista de cerca, es un mantra destinado a repetirse sin un final en el horizonte, pero tampoco –y puede que esto sea aún más importante– sin un comienzo del todo claro. Nadie los apura.

Ejemplos hay montones: los ensayos de Montaigne, los delirios de Rabelais, los cómics de Calvin y Hobbes o la poesía completa de Cecilia Pavón. A ellos vuelvo una y otra vez como quien va a misa. Me pongo mi mejor tenida y abro el libro. Ese gesto tiene algo de ceremonia y otro poco de fiesta, a fin de cuentas los buenos momentos deben ser breves para ser realmente buenos. O más que breves, excepcionales.

Desde hace un par de años, me he pillado haciendo esto mismo con las mil trescientas páginas de Diario. Notas, recuerdos y secuencias de cosas vistas, de Raúl Ruiz, escritor chileno por excelencia, que ha sido secuestrado por el cine, pero que vale la pena empezar a leer como un escritor a secas y no solo como uno colado, que es como tratan a los directores o a los artistas que de pronto comienzan a escribir. De hecho, puede que todo sea una gran confusión y Ruiz no haya sido ni un director de cine ni un escritor colado, sino un lector muy sofisticado.

La idea no es mía, eso sí; él mismo la sugiere entre las páginas de su diario: «mis películas son notas a pie de página de los libros que leo durante la filmación», escribe, y diría que lo mismo se podría extender a su textos, y entre de ellos, y quizás por sobre todo, al diario, que no es un diario de lecturas, sino el diario de un lector. La distinción, como verán, no es menor.

No sé si vale la pena presentar a Raúl Ruiz, tal como se ha hecho tantas veces, pero para fines ilustrativos recordaré que filmó más o menos ciento veinte películas, que escribió novelas, cuentos, poemas, obras de teatro y ensayos; que cultivaba un bigote republicano y que tenía una de esas inteligencias efervescentes e incontrolables. Era una especie de genio para responder entrevistas, un poco al modo de Jorge Luis Borges y, otro poco, al de Roberto Bolaño, dos tipos muy dados a cultivar la entrevista como un género literario nacido en el siglo XX y hoy medio sepultado entre redes sociales y comunicados de prensa.

El diario de Ruiz –dos tomos que vienen dentro de una caja amarilla con la foto de él sobre una silla, ya mayor, esperando algo– ha tenido solo una edición, que estuvo a cargo del poeta Bruno Cuneo, que con el paso de los años terminó aprendiendo a descifrar la caligrafía de Ruiz y transcribió los cuadernos. Fue publicado por la Universidad Diego Portales en 2017 y se consigue sin mucho problema (tampoco exageremos) en las librerías chilenas. Pese a la salud de su circulación, también es un libro que cae en la categoría de los que si no se compran cuando están disponibles es posible que no se pueda encontrar en mucho tiempo. Algo parecido sucedió con el Umbral, de Juan Emar, que con sus tres mil páginas nunca volvió a ser publicado e incluso con textos como La nueva novela, de Juan Luis Martínez, o en algún sentido el Borges, de Bioy Casares, que los transforma en empresas caras y de largo aliento. Con los diarios de Silvia Plath y de Alejandro Rossi, a todo esto, me pasó lo mismo: «no los voy a leer ahora, pero si no los compro ahora, no los tendré nunca», me dije frente a los estantes de una librería, justo antes de sacar la tarjeta de crédito.

El diario de Ruiz, casi como todo diario que se precie, tenía un aura de leyenda. Cuando aún estaba vivo, varias veces contó que lo estaba escribiendo, pero con él era difícil tomarse las cosas de un modo literal. Tal como con el diario de Ricardo Piglia o con el de José Donoso, el misterio –o la latencia– en torno a su escritura era parte fundamental de la misma. Un dietarista será siempre un infiltrado de la literatura en la vida. Un espía dispuesto a cobrar venganza en un futuro, sin ningún apuro, cuando ya no quede nadie para contradecirlo. Escribir un diario es jugar con el tiempo y la memoria. A fin de cuentas, lo único que tenemos.

«Algo que hermana a todos los diarios que he leído es ‘el gusto a poco’. No hay tiempo para explayarse y está el deber de realidad», escribe Ruiz en los cuadernos manuscritos que terminaron dando forma al libro. Así, de entrada, deja en claro que el suyo se sumará a la tradición de los diarios de lo cotidiano, escritos muchas veces en ese estado de tránsito permanente que se constata en las barras de los cafés o en las mesitas desplegables de los aviones. Los temas son los mismos que impone la realidad más mundana: gente, comidas, reuniones, plata, cine, ideas. Estos dos últimos, por cierto, con la velocidad y la belleza de los flashazos que aparecen de repente, sin mucha forma, y que, con un poco de suerte, se verán reflejados mucho más tarde en libros como Poéticas del cine o en películas como Klimt. Hay otros más cotidianos, claro, pero igual de hermosos: «Necesito comer chocolate para olvidar que ayer me robaron el auto». O «el avión se salió de pista, pero alcanzó a frenar. Excelente pretexto para tomarme un whiskey».​ Una más: «Me vi y parecía un mal actor haciendo de viejo».

Ruiz, como debiera ir quedando más o menos claro, era un tipo con una debilidad evidente por la paradoja y la ironía. Un conversador de esos que inventaban hipótesis y tesis sobre la marcha como si fuera un deporte o una disciplina olímpica: «quizás por eso la única actividad intelectual del chileno sea acumular muchos conocimientos, a condición de que no sirvan para nada. Apenas comienzan a servir, dejan de ser creíbles», escribía en el diario. Lo de recién es una coquetería, por cierto, que en su caso sería más que cuestionable, pero creo que sirve de ejemplo para indicar por dónde van los tiros.

La principal pregunta que aparece al abrir un diario, y sobre todo uno tan grande y trabajado (va de 1993 a 2010, casi un mes antes de morir) es vieja, repetida y también se la hace el mismo Ruiz: «¿es un diario, desde el comienzo, un texto para ser publicado?». Él mismo responde: «Pienso que sí. Si no, ¿para qué escribirlo? Pero con una salvedad: la presunción de inocencia, el principio de privacidad». ​Ruiz efectivamente sabe que escribe un diario que alguna vez y en algún momento saldrá tibio de las imprentas, en cajas y con destino a las librerías. ¿Qué se hace con esa certeza? Yo tampoco lo sé, pero imagino que una de las grandes fuerzas ocultas de un diario es su estatuto imposible entre un texto privado, acaso íntimo, y al mismo tiempo público. Entre la intuición de que algún día será publicado y la convicción de que no será pronto y que, en ese intersticio, habrá tiempo para corregir y borrar y editar a gusto, aun cuando no siempre sea así. Otra anotación en el camino, a propósito de esto mismo: «Ayer, Valeria leyó el diario. Me sentí molesto porque se puso a interpretarlo. Todo diario es una confesión, aunque no diga nada»​.

Valeria es Valeria Sarmiento, su mujer de toda vida y también cineasta. De paso, el nombre más repetido en el diario, que, como todo diario, ya intuía Ruiz, se revela en cada detalle como si una biografía fuera la suma de una infinidad de intereses e ideas en apariencia menores e inconexas. Él, por ejemplo, lee Los grandes filósofos de la Edad Media, de Luciano de Crescenzo –«una broma de unas doscientas páginas en las que despacha poco menos de un milenio de filosofía»–, trabaja con Isabelle Huppert y Catherine Deneuve, aconseja dormir una siesta y anotar el sueño en una libretita para luego filmarlo durante el rodaje que sea que esté llevando a cabo. Tiene un interés irremplazable por Abraham Abulafia y la cábala judía o cristiana, los restaurantes asiáticos; toma aviones, muchos, montones. De Santiago a Los Ángeles, luego a Londres y de vuelta a su casa en el barrio parisino de Belleville, donde llegó escapando del golpe militar. Gasta plata en libros. ¿Cuánta? En apariencia harta y sin ningún cargo de conciencia.

Ruiz, apenas llegó del exilio, comenzó a filmar en Francia y a construir una segunda parte para su carrera –a la rápida podría decir que la primera fue la chilena, la segunda precisamente la francesa y una tercera, después de los años 90, cuando iba y volvía entre París, Lisboa y Santiago, pese a que, como dice en el mismo diario, «un año en Chile bastaría para matarme».​

Chile, ya se ve, era un fantasma para Ruiz. Pero no uno grande y escandaloso que se pasea con cadenas por los pasillos de un hospital, sino una de esas presencias discretas pero persistentes. Una aparición doméstica, literalmente. Alguna vez, en una entrevista de fines del siglo pasado, decía que gracias a que quemó las naves y decidió superar a Chile, darlo por terminado, podía volver sin problema a filmar o a imaginar lo que se le viniera en gana. La paradoja de Hernán Cortés, decía él.

Joaquín Edwards Bello, cronista y escritor excepcional, un observador agudo de la realidad –si es que existe la realidad y la agudeza– decía que los chilenos no eran más que personas equivocadas en el lugar equivocado. Ruiz, imagino, se habrá sentido a gusto con esa descripción y, por lo mismo, se transformó en otro exponente más de esa tradición oculta de filósofos o teóricos de lo chileno, que mientras más lejos están, mejor ven las cosas. En un sentido, pero solo en uno, su diario se entronca en esta misma escuela. En 2008, por ejemplo, escribía: «País de rincones. País de próspera tristeza y de terapias vacías (…) Todos son soldados. Todos son policías. No hay cárceles, el país es una cárcel. No hay delito de opinión, nadie tiene opinión». Una venganza digna de un diario póstumo, todo sea dicho, que siempre llega tarde y, por lo mismo, justo a tiempo.

«Hablamos largamente con Valeria de la profunda deshonestidad de los chilenos», escribe a propósito de esto mismo. Ruiz intuye que en esa habla ladina o lateral, siempre llena de vacíos, hay un miedo a la verdad –no a una en particular, sino al concepto, a la idea– o incluso a decir las cosas por su nombre. Mal que mal, Ruiz alguna vez dijo que los chilenos hablaban como personajes de Samuel Beckett por esa tendencia a desplazar el verbo incansablemente, a no fijar muy bien quién es el sujeto que ejecuta la acción o de qué se está hablando, un asunto –el mundo de jerarquías y luchas ocultas que se esconde en el habla– que aparece magistralmente retratado en varias de sus películas.

El diario de Ruiz, al menos yo, lo leo como una forma de conversación todavía más desplazada que el sujeto en el habla chilena. Una conversación que nunca tuve, por decir algo. O mejor: que nunca presencié porque tampoco es que me guste mucho hablar con gente que no conozco. Una no-conversación, en otras palabras. O tal vez leo el diario como un acto de magia negra o de adivinanza. Más arriba, en una leve exageración, decía que me ponía mi mejor traje para leerlo, que en un sentido es cierto, pero creo que quería decir otra cosa: que abro el diario de Raúl Ruiz como quien se sienta frente a una bruja a buscar respuestas que solo se le pueden mendigar a los muertos o a las cartas del tarot. Lo leo, quiero decir, como el testimonio de una voz extrañamente erudita y cómica, como un puente entre la elegancia del campo chileno y la ironía de la cultura europea. Un fenómeno imposible y excepcional, construido a punta de pequeñas luces que de repente se prenden e iluminan los días, que siempre son tan parecidos.

Leer el diario de Ruiz sin método ni calendario se ha transformado en un placer con tintes sibaritas, como imagino que lo era Ruiz, tan dado a reunirse en restaurantes o a celebrar comidas en su casa, pese a terminar quejándose de sus niveles de glicemia. Hay una felicidad epicúrea en esa queja y en sus diarios. Una alegría por la vida buena y las ideas hermosas, que aparecen a propósito de cualquier cosa, como cuando apunta: “fumando un puro, instrumento filosófico por excelencia: todo se vuelve humo y nada”.

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