«La buena literatura siempre es un viaje de lo particular a lo universal»Por Carmen de Eusebio

© Miguel Lizana

 

Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) es escritor y crítico literario. Es autor de los libros de relatos Entiéndame (Anagrama, 1995), Nada sucede solo (Premio Modest Furest i Roca; Ediciones del Bronce, 2000), Cuentos vagos (Alfabia, 2010), El final del amor (Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero; Páginas de Espuma, 2011) y Mudar de piel (Anagrama, 2018). También ha publicado las novelas París (Premio Herralde de Novela; Anagrama, 1999), Los seres felices (Anagrama, 2005) y Tiempo de vida (Premio Nacional de Narrativa y Premio Strega Europeo; Anagrama, 2010). Sus obras han sido traducidas al inglés, alemán, francés, italiano y portugués.

 

Usted debutó en 1995 con una colección de relatos titulada Entiéndame; le siguieron París, Los seres felices, Tiempo de vida, El final del amor, entre otros, hasta llegar a su último libro publicado, Mudar de piel. Sus cuentos parten de la experiencia personal y de la observación de lo que ocurre a su alrededor y se centran en las relaciones, sobre todo, en el ámbito familiar. Esto, sin duda, nos lleva a lugares comunes, universales. ¿Cuál es la tensión en usted entre el peso de lo genérico y lo particular de su relato?

La buena literatura siempre es un viaje de lo particular —la experiencia del escritor— a lo universal. Experiencia vivida y experiencia recibida: todo lo leído, todo lo escuchado, todo lo aprendido… Sin ese sustrato, no habría material para elaborar ni un poema ni una novela. Ahora bien, el clic que convierte esa experiencia particular en algo compartible por otros, no sólo asimilable, como podríamos asimilar, por ejemplo, una buena crónica periodística, sino compartible en el sentido de que el lector la hace suya y se siente reconocido, es un paso difícil de dar. Yo no sé si consigo darlo. Lo único que sé es que aspiro a ello. De no ser así no escribiría.

 

Entre la publicación de Tiempo de vida y Mudar de piel han transcurrido ocho años y muchas cosas, entre ellas, ha sido padre, lo que lo ha situado en el otro lado de la paternidad que antes exploró como hijo. ¿Ha cambiado en algo, tras esta experiencia, su mirada de entonces?

Es la misma mirada, pero supongo que, inconscientemente, intento buscar más salidas. Reconciliarse con la realidad en su conjunto es imposible porque la realidad es imperfecta. Pero como padre no puedo regodearme sólo en la imperfección. ¿Qué herencia le dejaría a mi hijo? Necesito mostrar, sin mentir, las vetas de luz dentro de la penumbra. Que mis personajes las encuentren. Se trata de decir esto es lo que hay, sin engañarse, y, a continuación, agarrarse a la vida. Lo mismo que han hecho todas las generaciones antes de nosotros. La esperanza es una necesidad, un deseo, no una conclusión.

 

Si bien el título Mudar de piel nos lleve a pensar en cambios, lo cierto es que el terreno que sigue explorando es el de las traiciones, los engaños, las sombras, en definitiva: la complejidad de los afectos en el seno familiar. ¿Qué lo atrae de ese entorno?

Toda familia encierra en sí misma el mundo. ¿Qué caracteriza al mundo? Entre otras muchas cosas, una colisión permanente de intereses antagónicos, de egoísmos y necesidades particulares. Igual que en las familias, aunque las gobierne el afecto. Y los afectos, como las aspiraciones, no son compartimentos estancos. Están en perpetuo cambio e, incluso cuando son recíprocos, no lo son en la misma proporción. Vivir es una negociación permanente, a veces soterrada y a veces explícita, con uno mismo y con el resto. Además, cualquier suceso del mundo, cualquier conflicto, se puede explicar desde dentro de una familia. Por otra parte, frente a la grandilocuencia tan patriarcal de los grandes temas, cada vez aprecio más matices reveladores de la condición humana en la humildad de lo doméstico.

 

¿Tiene pensado los temas sobre los que le gustaría escribir? ¿Seguirá moviéndose en ese terreno espinoso de la familia?

Me seguiré moviendo en lo espinoso, en el conflicto. Si no hay conflicto, no hay vida ni tampoco literatura.

 

En el relato titulado «Traición» se conjugan varios elementos enfrentados: la traición propiamente dicha por parte de un ser muy querido, la comprensión y el perdón de las víctimas. Quizás, la comprensión es el componente más novedoso que se advierte en este libro frente a los anteriores. ¿Lo ve usted así?

No estoy tan de acuerdo. Cualquier historia, cualquier relato, da cuenta de un cambio y ese cambio culmina, precisamente, en una comprensión, aunque sea parcial, del conflicto de partida. Comprender no es compartir ni aceptar, es entender las razones ocultas que operan en el subsuelo de determinada realidad —las razones o la sinrazón—, y en todos mis relatos he intentado dar cuenta de ese proceso. A veces con la levedad de una epifanía y a veces sólo para el lector, pero siempre he tratado de hacerlo. Si no, habrían sido historias fallidas. La literatura indaga en la realidad para eso. No puede comprenderla en su totalidad, porque la realidad es inasible, no hay una sola realidad, hay muchas, si bien trata de componer puzles que nos la expliquen al menos parcialmente. El perdón responde a otros factores. Un escritor de ficciones no debe perdonar ni condenar a sus personajes. A veces en la vida comprender nos lleva a perdonar, pero no en todos los casos. El perdón puede darse sin comprensión y ni siquiera desemboca invariablemente en la reconciliación de quienes estaban enfrentados.

Un escritor de ficciones no debe perdonar
 ni condenar a 
sus personajes

Es frecuente encontrar en sus relatos la figura del padre (siempre omnipresente) como alguien que ha hecho un pacto consigo mismo para ser sólo padre biológico, huyendo de las responsabilidades que emanan la paternidad. ¿Cree que en algún momento la balanza se equilibrará entre hombres y mujeres en la asunción de responsabilidades? O ¿es algo que tiene que ver también de manera fatal con la propia naturaleza?

Evidentemente, es cultural. En plena Ilustración, se escribían con toda naturalidad engendros contra la mujer que hoy hieren nuestra sensibilidad. Rousseau, por ejemplo, les negaba la capacidad de entendimiento necesaria para gobernarse por sí mismas. Hemos avanzado mucho desde entonces, pero no lo suficiente. Todavía hay muchos intereses que intentan mantener un statu quo perverso. Prefiero hablar de intereses y no de prejuicios. Los prejuicios obedecen siempre a intereses inducidos. Creo en la igualdad y creo que es necesario luchar por ella infatigablemente. En la educación y en todos los ámbitos. El pertenecer a generaciones en las que este debate no estaba tan vivo no es una excusa, no te vuelve inocente. Todos debemos hacer autocrítica y actuar en consecuencia. Nadie debería estar satisfecho hasta que no se logre una igualdad plena. Por supuesto, igualdad de derechos, de obligaciones y de oportunidades. Pero no sólo. Me preocupa, en una sociedad tan hipersexualizada como la nuestra, la cosificación de la mujer en la pornografía o, incluso, en la publicidad. Deberíamos ser más activos de lo que somos. No sirve de mucho eliminar las páginas de contactos de los periódicos si luego, en esos mismos periódicos, se da cobertura a supuestos festivales de cine erótico donde se presentan películas en las que se asocia el placer masculino con el maltrato de la mujer.

 

Me ha llamado poderosamente la atención la madurez y el lenguaje de algunos jóvenes protagonistas de Mudar de piel. ¿Es así como ve a la gente joven? O, guiándonos por la lectura entre líneas, ¿su situación personal lo llevó a ser un adolescente más responsable de lo que le correspondía y, por lo tanto, es una extrapolación de su propia experiencia?

No soy un escritor realista. No intento retratar la realidad tal como es. Intento crear ficciones que nos la expliquen. En ese sentido, me da igual cómo hablen los jóvenes de hoy. Lo que me interesa es que, si pongo a dialogar a dos jóvenes, lo que éstos dicen me lleve al lugar al que quiero llegar. Un lugar, por cierto, donde forma y contenido van de la mano. Naturalmente, en la medida en la que mis historias están ambientadas en la contemporaneidad, las referencias, la sensibilidad y la problemática subyacente de mis personajes son también contemporáneas. No tendría sentido que hablasen como en el siglo xvi. Ahora bien, me basta con mantener el principio de realidad, la verosimilitud. ¿Cómo son los jóvenes de hoy? ¿Acaso todos son iguales? Los sociólogos, mediante la estadística, pueden deducir patrones de comportamiento, pero la literatura no trata de eso. ¿Se expresaban los marinos ingleses del tiempo de Conrad como en sus novelas? Me parece que no. Por otra parte, creo que la adolescencia es una época exaltada, fértil en imposturas, y que muchos adolescentes, para distinguirse, usan modos de habla muy poco naturales. Eso es lo que hacen los hermanos de «Lucía y yo», que supongo que es el relato de Mudar de piel al que se refiere. El lenguaje que utilizamos, no lo olvidemos, tiene un fuerte componente aspiracional.

 

La crítica literaria siempre ha sido muy favorable con respecto a sus dotes y cualidades creativas y ha destacado, además de su maestría narrativa, la agudeza de la percepción como un signo de distinción. Sin duda, eso tiene que ver con habilidades personales, y con el trabajo, pero también y mucho con la lectura y el modo de leer. ¿Cuáles son sus autores fetiches, aquellos con los que no deja de dialogar?

Siempre vuelvo, por ejemplo, a los cuentos de Henry James. O a los de Cheever. En novela —y es casi un lugar común—, a Lolita, o a En busca del tiempo perdido, o a El buen soldado…

 

Usted, habitualmente, es un escritor de relatos y novela cortas. ¿El relato, la novela corta o el cuento son géneros más dúctiles para los temas que trata? ¿Su experiencia de lector está también marcada por esta relativa brevedad narrativa?

Mi primera novela, París, tiene trescientas páginas, y la segunda, y Los seres felices es aún más larga, y en ambas abordo temas muy parecidos a los de mi último libro de relatos. Pero no habría podido hacer con ninguna de ellas un relato. Por mucho que me hubiera servido de la elipsis y la sugerencia, habría tenido que renunciar a demasiadas cosas. Efectivamente, hay temas que no dan para una novela y sí para un relato. Y, aunque a menudo un buen relato es capaz de abarcar de manera más eficaz la complejidad de algunas novelas que se escriben hoy, es del todo imposible en otras. ¿Nos imaginamos el Tristram Shandy reducido a veinte páginas, o el Quijote, o La montaña mágica, o El hombre sin atributos? Optar por un género o por otro depende, naturalmente, de cuánto da de sí el tema, si bien, por lo general, responde, asimismo, a una decisión estética. Supongo que ocurre en otras artes. ¿Por qué recurría Francis Bacon tan a menudo a los trípticos? Mi idea al escribir Mudar de piel era que cada relato fuera autónomo, que pudiera segregarse y tener una vida independiente, pero que juntos, uno detrás de otro, y, en el orden establecido, subrayando las concomitancias temáticas por medio de la similitud de las distintas voces y de ecos y metáforas repetidas, adquirieran una entidad distinta, una densidad, digamos, de novela. Con todos ellos, unificando las tramas y algunos personajes, tal vez habría podido tejer una novela al modo de París o Los seres felices, aunque no era lo que me interesaba. Mi reto era otro. Acertar con el formato es tan importante como acertar con el tema. Un cuadro que funciona en 50 cm x 50 cm puede no resultar si lo trasladamos a una dimensión mucho mayor.