En cuanto a la segunda pregunta, como lector entré a la literatura a través del cuento. Cuando empezaba, fueron muy importantes para mí Cortázar, Bioy Casares, Borges… y, junto con ellos, toda la literatura popularizada por este último en colecciones como La Biblioteca de Babel, donde abundaban los libros de cuentos: Chesterton, lord Dunsany, Nathaniel Hawthorne, Kafka, Papini, Machen… Fue mi puerta de entrada y no es casual, por eso, que mi primer libro fuera un libro de relatos, Entiéndame. Con posterioridad, he cultivado otros géneros y seguiré haciéndolo, pero siento, es cierto, un vínculo muy estrecho con el cuento. Me gusta la concentración de recursos necesaria, así como su humildad, que no quiere decir falta de complejidad ni de ambición. Mi manera de abordarlo ha ido cambiando con los años. Llegaron Onetti, Ribeyro, Faulkner, Bellow. Desde hace tiempo tiene más peso en mí la tradición norteamericana y, paralelamente, poco a poco, bajo el influjo de autores contemporáneos como Alice Munro, he ido alargándolos, haciéndolos menos cerrados. Hace poco un crítico me reprochaba no seguir la máxima de Chéjov, según la cual es preferible no decir suficiente a decir demasiado. Claro. Eso es también válido para las novelas. Salvo que no es lo mismo un cuento de cinco páginas, como los de Chéjov, que uno de treinta. Y, al igual que el célebre «menos es más», de Mies van der Rohe, es una verdad a medias. Tampoco hago mucho caso de lo del clavo, que, según Chéjov, si se menciona, es para que alguien acabe colgándose de él. Por ejemplo, si pongo a dos amantes sobre una cama y ella está vaciándose los pechos con un sacaleches para evitar una mastitis, jamás reservaría para el final la sorpresa de que el hombre que la acompaña no es el padre de la criatura a la que ha dado recientemente a luz. Ése será, en todo caso, mi punto de partida. No busco el efectismo de un final sorprendente; busco un cierre que recoloque el conflicto en un punto de partida distinto al inicial. Con las palabras «cuento» y «relato» abarcamos cosas muy variadas.

 

Realidad, ficción y géneros, categorías que, en la literatura actual, quedan difuminadas. ¿A qué cree que se debe la mezcolanza de todas ellas, en ocasiones difícil de entender? ¿Está relacionado con la crisis de lo real, de la noción de verdad?

Lo que percibo es que hay una invasión de lo real en el territorio de la ficción. No me parece mal. Existen ejemplos de ello en todas las épocas, aunque es cierto que en ésta está adquiriendo unas dimensiones que nos permiten buscar, para explicarlo, razones ajenas a la literatura. Y supongo que tiene que ver, efectivamente, con que como civilización estamos atravesando un momento crítico, sabemos de dónde venimos, pero no hacia dónde vamos. Hay incertidumbre y miedo, aceptamos como un hecho que el bienestar que se forjó en Occidente después de la Segunda Guerra Mundial se está desmantelando por el empuje del triunfante capitalismo tecnológico y, al mismo tiempo, no tenemos utopías políticas que lo desactiven ni siquiera conceptualmente. En ese panorama, los escritores, los lectores necesitan agarrarse cada vez más a cosas reales. El auge de la literatura del yo me lo explico en esos términos. Estamos interconectados, triunfan Facebook, Instagram o Twitter, pero la verdad es que detrás de los supuestos amigos de esas redes sociales, de cada «me gusta», de cada imagen o comentario compartido, no hay nada real. Máscaras, en todo caso.

Me preocupa, en
 una sociedad tan hipersexualizada como la nuestra, la cosificación de la mujer en
 la pornografía

El lector de sus libros no se siente engañado, se identifica con lo que cuenta y pienso que, aunque no he hecho ningún estudio al respecto, en eso radica el éxito de algunos títulos suyos. ¿Qué valor le da en literatura a que una de las características es que no parezca verdadero más allá de su realidad lingüística?

Busco la identificación, claro. Ahí reside la universalidad que mencionaba en su primera pregunta. Si de verdad lo logro, me doy por satisfecho. Ahora bien, eso no se consigue mediante un cálculo deductivo, tratando de detectar cuáles son los temas que pueden interesar a un mayor número de personas. Así proceden, supongo, quienes quieren escribir un best seller, y la inmensa mayoría fracasa. La única manera de lograr esa identificación, creo, es ahondando en uno mismo para ir a lo esencial. En nuestros miedos, a nuestras inseguridades, en nuestras escasas certezas, en ese lugar de nuestro interior que casi nunca mostramos a los demás, en lo que ni siquiera sabemos formular mediante palabras, en lo que no tiene una sola respuesta o son contradictorias, en el misterio.

En cuanto al segundo punto, no estoy tan de acuerdo con eso de que una de las características de lo literario sea no parecer verdadero. La literatura es como el teatro de marionetas del que hablaba Von Kleist. Sabemos, obviamente, que estamos viendo un teatro hecho con muñecos de madera, pero la magia reside en que, si todos los elementos implicados —los decorados, los personajes, las voces que los representan, la trama, los efectos sonoros, la vestimenta— guardan entre sí las proporciones adecuadas, que no son otras que las que rigen en la realidad, las tormentas nos parecerán tormentas y los asesinatos, asesinatos. Ese principio de realidad es necesario, aunque, a partir de ahí, podamos recrearnos en ciertos malabarismos. Juegos de espejos metaliterarios, guiños autorreferenciales e incluso decirle al lector: todo lo que estás leyendo es mentira.

 

Para finalizar, y dado el perfil de Cuadernos Hispanoamericanos, ¿nos podría decir cuál es su actitud, como escritor español, ante el hecho de escribir en una lengua cuya literatura se articula en países diversos, con historias distintas, aunque, ciertamente, con muchos aspectos comunes? Dicho de otra forma: ¿escribe en español en el centro de la lengua o hay una relación conflictiva?

Escribo en mi español y, desde luego, ese español no ocupa ningún lugar central dentro de la lengua común. Es el español de un madrileño de clase media que ha cumplido ya los cincuenta años, que tiene algunas buenas lecturas a sus espaldas y que quiere ser entendido a un lado y a otro del Atlántico y desde México a Argentina. Creo que, más allá de ciertos particularismos lingüísticos, con los que todos estamos ya familiarizados, este modo de sentir la lengua no difiere del de la mayoría de mis colegas, por lo menos, en mi generación. Cada uno escribe desde su lugar en un español que es de todos. Conscientes de que ya no escribimos sólo para nuestros respectivos públicos nacionales. Ni siquiera nuestra vida es ya tan distinta.