«A veces me da culpa pensar: Qué historia espantosa, qué bien va a quedar»Por Paco Cerdà

@Magdalena Siedlecki

Su rostro es icónico: bigote revolucionario, cejas arqueadas, rotunda nariz. Todo confabula para ocultar unos ojos vivos que encubren dos escáneres. Ahí está la mitad de su fuerza: en la mirada. Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) es uno de los grandes cronistas en español. Seguramente, uno de los reporteros que mejor escribe en el mundo entero. Ahí está la otra mitad de su fuerza: en el estilo. Traducido a una veintena de idiomas y galardonado con premios como el Herralde, el Miguel Delibes o el Rey de España, su obra es bifocal. A veces se fija en la minúscula, pongamos que en los muxes de Juchitán: unos hombres que mucho antes del género fluido se transformaban en mujeres para cuidar de sus padres y poder vivir como amas de casa. Otras veces se abisma en la desmesura, en la búsqueda del absoluto, en lo holístico. En El hambre radiografía todo cuanto rodea al drama de no poder comer. En El interior narra las tierras olvidadas de su Argentina. En La Historia reconstruye al detalle el pasado de una civilización imaginaria. Ahora publica Ñamérica: una crónica descomunal que piensa –también un lúcido ensayo que cuenta– ese mosaico eclipsado por su mito uniformizante, su estereotipo banal. Caparrós es autor de más de treinta libros y de un volumen imprescindible para entender su prestigio en el periodismo narrativo: Lacrónica. Es curioso: quiso publicar en el New Yorker y le respondieron que no, que su crónica era demasiado literaria. Es curioso: abandonó el New York Times porque no consentía injerencias en sus columnas. Hoy, cuando el parnaso arrulla a la crónica, dulcemente mecida en su burbuja de antologías, tesis doctorales, talleres y hasta una Premio Nobel, Martín Caparrós reflexiona sobre su oficio a partir de los cinco sentidos.


La mirada

«Doce años estuvo helado el pie de un montañista que la expedición de los austríacos encontró, hace pocos días, casi en la cima del Aconcagua. La pierna calzada con bota de montaña, que los miembros del club Alpino de Viena encontraron el pasado lunes 11, cuando descendían de la cumbre, pertenece al escalador mexicano Óscar Arizpe Manrique, que murió en febrero de 1962, al fracasar, por pocos metros, en su intento de llegar al techo de América».

[Noticias. Buenos Aires. 17/2/1974. Página 5. Faldón a tres columnas]

En el principio era un niño porteño que leía con linternita en la cama. Leía hasta en la mesa y mamá le reñía por ello. El niño siempre andaba leyendo. ¿Qué encontraba su mirada en aquellos libros?

Historias, historias, más historias. Y paisajes. Y horizontes nuevos, distintos. No es que el mío fuera tan tremendo como para querer huir de él, pero ya entonces pensaba que en el mundo había demasiadas cosas. Nunca he conseguido contener la ansiedad por conocerlas. Supongo que cuando tenía seis años y leía sin parar sentía que había mucho por ahí y quería acercarme a ello, ya fuera la isla de Mompracem o el submarino del doctor Nemo. Me fascinaban esos mundos.

Y un día apareció el pie congelado de un montañista muerto en el Aconcagua doce años atrás. Es curioso que su carrera periodística empiece con un pie. Me parece simbólico de lo que ha sido su obra, tantas veces en los carriles secundarios de la realidad. Todo empezó con un pie. 

Nunca lo había pensado en esos términos. Ahora que lo decías me vino a la mente aquella historia de Quevedo, cuando se jactaba de que era capaz de componer una estrofa con cualquier pie que le dieran. Un día, un cortesano le puso entre las manos, literalmente, su propio pie. Quevedo lo agarró, lo miró y dijo: «¡Buen pie! ¡Mejor coyuntura! Paréceme, gran señor, que yo soy el herrador y vos la cabalgadura».

Es fantástico.

Sí, y la idea de ser un herrador no está mal: aquel que permite que los animales se muevan. Sin el herrador, los caballos no podrían haber llevado a nadie a ninguna parte. Pero nunca había pensado en que el origen fue tan marginal como el resto. El origen, de manera involuntaria; y luego cada vez más voluntariamente. Contar lo que muchas veces no se cuenta.

La realidad necesita herradores que la cuenten.

Sí. Pero los medios nos convencen de que nuestra realidad es lo que hacen ricos, famosos, poderosos, tetonas y futbolistas. Así se enseña en las escuelas de Periodismo. Pero si noticia es eso –si eso es lo que vale la pena de ser mirado– ahí hay una idea del mundo: que todos los demás no valemos la pena de ser mirados, de ser contados. Y eso es muy fuerte como reproducción de una ideología.

@Magdalena Siedlecki

¿Cuál era su mirada sobre el periodismo en esos años setenta?

Mi mirada previa era la de lector. Desde los siete u ocho años leía con fruición periódicos y revistas como Primera plana, que reescribía casi por entero Tomás Eloy Martínez. Ya en la redacción de Noticias, donde empecé sirviendo cafés y llevando cables de agencias, aquel ambiente me pareció muy canchero: gente que sabía todo lo que había que saber; que hacía todo lo que había que hacer. Yo tenía dieciséis años y ese mundo me tenía fascinado.

«Sal a buscar lo que nunca perdiste». Eso le aconsejó su padre. ¿Qué ha encontrado con esa disposición de la mirada y –sin ponernos estupendos– del alma?

Lo primero que encontré –también sin ponerme estupendo– fue una forma de buscar. Y una forma de aceptar que lo que importa es la búsqueda, no lo que encuentres. Lo que importa siguen siendo las dudas, no las certezas. Mi mayor ambición, como escritor, es producir más dudas. Que nadie se crea que encontró nada que no lo haga seguir buscando.

En el laboratorio fotográfico, su padre miraba los negativos revelarse en imágenes –o los convertía. En el laboratorio del mundo, usted mira la realidad revelarse en crónicas –o las convierte. ¿Cuál es la mirada del cazador?

La atención extrema para contar lo que te rodea. Esa actitud la tenía el cazador primitivo: sabía que si se distraía y no veía saltar la liebre, esa noche no comería. Ahora ya no miramos así. Hemos abandonado esa mirada. Ya todo está garantizado, bajo control. Por un lado es tranquilizador; por el otro, tedioso. Recuperar esa actitud de cazador –pensar que todo lo que se mueve a tu alrededor puede ser la liebre– nutre el relato. A mí eso me pone.

Lo primero que encontré –también sin ponerme estupendo– fue una forma de buscar. Y una forma de aceptar que lo que importa es la búsqueda, no lo que encuentres. Lo que importa siguen siendo las dudas, no las certezas. Mi mayor ambición, como escritor, es producir más dudas

¿Qué ven demasiado tantos cronistas? ¿Qué miran demasiado poco?

Quizá ven demasiado la violencia. Está ahí, pero no es todo lo que está ahí. En Ñamérica trato de revisar esa mirada sobre América Latina como región más violenta del mundo. Fíjate: durante el siglo XX, Ñamérica fue la región del planeta con menos muertos por violencia. En Europa hubo alrededor de 80 millones de víctimas de la violencia. En Asia, casi 100. En África, entre 15 y 20. Y en América Latina, menos de dos millones, que es muchísimo pero infinitamente menos que en cualquiera de las otras regiones. Esa es una violencia pública, una violencia política ejercida por los Estados, ya sea peleándose entre sí o reprimiendo a sus ciudadanos. Luego, en los años 80 y 90 aquella violencia pública se privatizó. Como tantas otras cosas públicas, la violencia fue privatizada. Y la empezó a ejercer un pequeño grupo de empresarios que quería extraer y exportar materia prima. Solo que, en su caso, la materia prima era coca transformada en cocaína y requería el uso de cierta violencia. Así armaron a gran cantidad de gente para defender su negocio. Y una vez preparados, les encargaron tareas paralelas; a ningún patrón le gusta tener a sus empleados sin hacer nada. Ahí empezó todo: secuestros, extorsiones, asesinatos por encargo, protecciones. Eso generó una violencia muy fuerte en algunas zonas de la región: sobre todo en México, en el norte de Centroamérica, ahora en Venezuela, en Colombia cada vez menos. Pero el resto de los países de Ñamérica tiene tasas de homicidio muy semejantes a la media mundial. No son zonas particularmente violentas. 

Sin embargo, el tópico se asentó.

Y muchos cronistas se conforman con ese lugar común; lo reproducen. Es más fácil, más directo, más dramático.

¿Y a qué mira demasiado poco la crónica?

A los más ricos. Aparecen muy poco en las crónicas latinoamericanas. Por dos razones. Primero, porque durante demasiado tiempo funcionó la idea de que la crónica era la voz de los sin voz; había que contar las historias de los más pobres. Después, porque los más ricos tienen muchas formas de impedir que se cuenten sus historias. Por ambas razones –que falta intención y que el objeto se protege bien– apenas se mira a los ricos.

La escucha

«Tres se acomodaron en la plataforma, sosteniendo a los muertos. Se quedaron un rato, respirando. Hacían bruto ruido: respirando. Ruido de un candelabro. De gas que creyera que nada de lo que hay vale su luz o hecho para iluminar sólo de a ratos, ruido de una máquina que falla todavía a propósito pero está por fallar sin voluntad, ruido que estuviera hecho de una parte de máquina y otra parte de hombre y mucha de silencio: falta poco. Quizá querían escucharse respirar todavía».

[La Historia, Anagrama, 1999]

Usted ha elegido escuchar las voces perdidas, las voces inaudibles. ¿Posicionamiento político? ¿Predisposición natural? ¿Atractivo narrativo?

Cuando empecé tenía claro que era una posición política. Es político cambiar el foco de la escucha y dejar de considerar noticia aquello que impone el canon. Pero, además, es porque soy curioso. A los otros ya los escuchaba por otras partes. Siempre quise aprovecharme de esta licencia de voyeur –o de écouter, si lo prefieres– que el periodismo provee. Yo soy absolutamente un voyeur. Y ejercer un trabajo que me legitima esa tendencia es una suerte extraordinaria. Tengo la posibilidad de acercarme a una cantidad de mundos vedados, por lo general, a los demás. Es impresionante cómo en un mundo tan supuestamente globalizado y abierto vivimos en sectores muy chiquititos, encerrados. Tenemos muy pocas opciones –y poca voluntad– de saber cómo viven los otros. Esa posibilidad de infiltrarme en mundos que no son el mío es lo que más agradezco al periodismo.

Ese extraño privilegio de escuchar las vidas de otros lo compartimos los periodistas con el confesor y el psicoanalista. ¿Siente a veces que esas vidas le puedan interesar, solamente, en cuanto personajes susceptibles de ser transformados en orfebrería periodística? 

Supongo que todo está mezclado, que nada es puro. A veces me da culpa pensar: Qué historia espantosa, qué bien va a quedar. Sucede. Sucede, y me da vergüenza que me suceda. Pero sería falaz pretender que no. De todas maneras, más allá de que me pase eso, tengo cierto grado de empatía, y la gente se da cuenta. Si no, no te siguen hablando. De todos modos, recusaría lo del confesor y el psicoanalista. Tanto uno como otro ofrecen la redención a cambio de tu historia. La conversación con un periodista es un acto mucho más puro de intercambio de palabras; si hay una ilusión de redención es muy lejana. 

Es político cambiar el foco y dejar de considerar noticia aquello que impone el canon

Pienso en la famosa frase de Janet Malcolm: «Todo periodista que no es demasiado tonto o no está demasiado pagado de sí mismo sabe que lo que hace es moralmente indefendible». ¿Qué opina?

Para empezar, cuando escucho la palabra «moral» saco mi revólver. ¿Quién define cuál es la moral? Llevamos dos mil años de pasarla para la mierda por gente que te dice qué es moral y qué no. Cuando alguien habla de moral, no sigo. Por opuesto simétrico pienso en aquella frase de Kapuscinski de que no se puede ser periodista sin ser buena persona. Me parece un disparate. Conozco muchos grandes periodistas que eran mala gente. Esas grandes categorías chorrean por todos lados.

¿Ser hijo de dos psicoanalistas le enseñó a escuchar?

Seguramente sí, pero no podría precisar cómo. Yo de chico quería ser psicoanalista. Me parecía una profesión extraordinaria: te sentabas en un sillón, la gente hablaba y tú ganabas plata. En el periodismo cuesta más.

Usted diferencia entre narrar en primera persona y narrar sobre la primera persona. Siento que muchos cronistas se escuchan demasiado a sí mismos. ¿Lo comparte?

Algunos sí. Y se paran delante de los ojos de los demás. Yo siempre les digo: «Córrete, que quiero ver lo que pasa ahí detrás, no quiero seguir viéndote a ti» Eso es un fracaso de cualquier periodismo. 

¿Es pervertir el uso legítimo del yo?

¿Legítimo? No sé si legítimo. Hay usos. Usos que sirven y usos que no sirven. A mí, un yo narrador me sirve porque rompe con esa idea –que fue decisiva en el periodismo durante mucho tiempo– de que no hay narrador. Que aquello que dice un periódico es un fiel reflejo de la realidad; algo imposible, pues cada espejo refleja de un modo distinto la realidad. Entonces, decir «yo» es decir: esta es mi mirada, esta es la forma en que yo pude ver estas cosas. Hay otras, pero yo, decentemente, muestro la mía. Para eso sirve el «yo». Y para ir hilando una narración de un modo más inteligente. Pero cuando el «yo» tapa la lente de quien desea mirar, no sirve. Derrota su propio propósito.

El olfato

«Nuestras ciudades eliminaron los olores que debieron ser, durante siglos, suyos. Y ahora, en esta calle bengalí, cuando el olor a bosta se mezcla con el olor a cuerpo y el olor a meo y el olor a podredumbres varias y el olor a jabón de coco y el olor a quemado de leñade aceite de basura y el olor a incienso y el olor a especias y el olor a mierda, todos ellos parecen raros, desplazados».

[El hambre. Anagrama, 2015]

Dice que elegir un tema ya implica unas ideas, una posición.

Claro, porque cuando eliges qué vas a contar ya estás contando mucho sobre ti y tratando de que ese tema cuente algo sobre el mundo en general. En mi trabajo, eso tiene un momento claro: El hambre.

Hay generaciones de periodistas cuyo olfato periodístico les llevaba a soñar con destapar un Watergate. Usted soñaba más con retratar algo parecido a aquel día de trabajo de la limpiadora Mary Sánchez descrito por Truman Capote. Soñaba la minúscula.

Respeto mucho a los periodistas de investigación que destapan cosas. Pero, en general, me parece que darle sentido a lo ya conocido es mucho más interesante que destapar lo desconocido. Me pesa ese periodismo más centrado en contar que en entender. A mí me interesa poder relacionar ambas intenciones. No destapar lo oculto, sino mirar mejor lo que está a la vista y entenderlo. Estos libros desproporcionados buscan eso: comprender ciertos fenómenos.

@Magdalena Siedlecki

En esos libros absolutos conviven el afán por ordenar y sistematizar el caos, como hizo en El hambre, y la tendencia a desmontar lo ya estructurado, como en El interior o en Ñamérica. 

Sí, me interesa desarmar lugares comunes. Me molesta la pereza intelectual que consiste en repetirlos. Seguramente por orgullo. Como dices, quiero sistematizar ciertas cosas para sentir el destello de que entendí algo. Y al mismo tiempo, poder pensar que algo no era como decían. Es pura lujuria intelectual. 

En Sinfín lo hizo otra vez: inventar un futuro. De ese libro me interesa la voluntad por imaginar un futuro en esta época sin futuros imaginables. Hoy no hay propuesta política alternativa al capitalismo. A ver si el vilipendiado Fukuyama tenía algo de razón.

No. Y alcanza con mirar a la Historia para ver que todas las culturas creyeron que eran la definitiva. La nuestra no es una excepción. Lo subrayamos últimamente: Hoy es mucho más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Es pura incapacidad intelectual en este momento. Y no es nada original.

¿En qué sentido?

Todas las sociedades tuvieron momentos en los que cristalizaba una idea de futuro que les espoleaba a buscarlo. Ocurrió en los siglos XVII y XVIII, cuando surgieron voces críticas contra los abusos de los reyes; voces que clamaban que todos los hombres eran iguales. Esas ideas tardaron doscientos años en adquirir una estructura capaz de ponerlas en práctica. Ahora estamos en uno de esos momentos. Buscamos esas formas que algún día cristalizarán y nos convencerán de que vale la pena trabajar para ponerlas en marcha. La última idea fue el socialismo, que se concretó muy mal. Pero creo que va a reencarnarse de otras maneras. Porque hace falta una idea fuerte de futuro. Esas ideas aparecen. Siempre sucedió. Y no hay razón para que vaya a ser distinto.

Le pido que defina, a modo de breve olisqueo, los siguientes conceptos que atraviesan su obra. 

Historia.

La materia que nos compone sin darnos cuenta. Nuestras mentes están hechas de historia como nuestros cuerpos de agua. Y no sabemos ni lo uno ni lo otro. Somos agua en un 70 % de nuestro cuerpo, y nos creemos sólidos. Del mismo modo, nos creemos puro presente, cuando no somos sino mucha historia.

Somos agua en un 70 % de nuestro cuerpo, y nos creemos sólidos. Del mismo modo, nos creemos puro presente, cuando no somos sino mucha historia

Poder.

Algo que debe de ser muy bonito, porque tanta gente hace tantos esfuerzos –de los cuales se avergonzarían si se dieran el lujo de pensarlo– para conseguirlo. 

Patria.

Eso ya lo definió muy bien Samuel Johnson: el refugio de los canallas. 

Identidad.

Algo decisivo que últimamente está decidiendo demasiado. Identidad es la forma con la que se manifiesta ahora el conservadurismo. A mí, como actitud vital, me interesa mucho menos de dónde venimos que a dónde vamos. Y, últimamente, se está pensando mucho sobre la identidad y mucho menos en qué queremos construir con nosotros. 

Frontera.

La defensa de los canallas que inventaron las patrias.

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