Fernando Castillo
Un cierto Tánger
Confluencias, Almería, 2019
240 páginas, 11.40 €
La mirada que el hombre dirige a la ciudad, y por ende a su muchedumbre, tiene en el cuento «El hombre de la multitud», publicado en 1840, de Edgar Allan Poe, su primer y magistral inicio en la literatura occidental, bien comentado por Baudelaire que vio en la persecución y fatal atracción del narrador hacia un hombre entrevisto entre la gente de una populosa calle de Londres el luminoso comienzo de la figura del flâneur, aquel que callejea, y que luego tuvo en Walter Benjamin a uno de sus principales teóricos en los estudios que realizó sobre el autor de Las flores del mal y que llevó a su expresión más íntima en Infancia en Berlín, donde el paseante se asocia a las imágenes que trae consigo la memoria y, desde luego, ya rutilante, en la Obra de los pasajes, que completa lo entrevisto en París, capital del siglo xix. Este callejeo, sin embargo, no tiene en cuenta al flâneur, al paseante, que visita lugares como turista y entonces sucede que en la literatura, ya en el siglo xx, la mirada de aquel que contempla y pasea la ciudad parece dividirse en dos: aquel que la habita y aquel que la visita. Por poner un ejemplo sacado de la literatura francesa, sería la obra de Paul Morand sobre Nueva York, pongamos por caso, contrastada con La forma de una ciudad, de Julien Gracq, donde el autor de La ribera de las Sirtes reconstruye en la memoria los itinerarios que en su niñez y juventud hizo por Nantes, donde vivió, y que es libro radicalmente distinto al que publicó más tarde en 1988, Autour de sept collines —En torno a las siete colinas—, un ramillete de ensayos y notas sacadas de sus Carnets de l’auteur, sobre la ciudad de Roma, que difiere radicalmente en su manera de apreciar el paisaje urbano del dedicado a Nantes. Decididamente, Julien Gracq se sentía incómodo como turista y sólo hay que comparar las páginas sobre Nantes con las que escribió sobre la citada Roma o un viaje que hizo por España: donde brilla con especial luz en Nantes acaba oscureciéndose en algunos pasajes en las soleadas Italia y España. En ellas no habitó nunca.
No es momento aquí siquiera de dar cuenta de la magnífica, extensa y sugerente literatura que ha dado la ciudad moderna, citemos de pasada, El campesino de París, de Louis Aragon y El amor loco y Nadja, de André Breton, como libros dedicados a itinerarios muy concretos de la capital francesa, así como Manhattan Transfer y USA de John Dos Passos o, entre nosotros, los libros sobre Pombo de Ramón Gómez de la Serna, donde la ciudad y sus huellas en cartelerías, anuncios de neón y noticieros luminosos que recorren las fachadas definen ya la urbe prescindiendo incluso de la mención primordial de su multitud. Es cuando la ciudad entra en su frenesí y se transforma en una entidad móvil e incluso casi mutante en sus cambios. Ni que decir tiene, los ejemplos abundan: Ulises, de James Joyce; Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin; Petersburgo, de Andréi Bely… Dejémoslo aquí.
Valga esta introducción como manera de explicar la especial conformación de Un cierto Tánger, el último libro de Fernando Castillo (Madrid, 1953). El inicio de La forma de una ciudad es una frase difícil de olvidar porque pertenece a nuestra experiencia más íntima: «La forma de una ciudad cambia más deprisa que el corazón de un mortal», y la cito porque es lección que parece haber tenido en cuenta el autor al describir la ciudad marroquí, después de haber publicado Atlas personal, un itinerario sobre diversas ciudades europeas de dilatada raigambre en la literatura mezclado con notas sobre consideraciones al terruño alicantino entrevisto por Gabriel Miró o una visita a Las Hurdes.
Fernando Castillo es historiador cultural obsesionado por dos aspectos del paisaje urbano: la ciudad tomada como laberinto, a veces sombrío y, en consecuencia, la urbe como generadora de huellas al modo que podría estudiarlas un arqueólogo y que se deposita en sitios insospechados las más de las veces y pocas en lugares ad hoc, al modo de rastros o Mercado de las Pulgas. Pero esta obsesión se refiere a períodos muy concretos de nuestra historia reciente y, en especial, esa conformación moral del paisaje tan bien descrito por Patrick Modiano, sobre todo en su Trilogía de la Ocupación: la ciudad descrita como un laberinto de corrupción moral propicia el asesinato, la delación, el negocio turbio… en clara consonancia con el estudio, asimismo, de la literatura fascista, fascinación que se produjo muy pronto en escritores como Francisco Umbral y que luego ha continuado con fortuna Juan Manuel de Prada.
Esa obsesión se trasluce, por otra parte, en el gusto por la arquitectura de la época, tal el art déco, tan correspondido a la literatura gansteril de los años veinte en Chicago y Nueva York, y más tarde, el estilo internacional o la querencia racionalista inaugurada por la Bauhaus y que tuvo en el GATEPAC (Grupo de Artistas y Técnicos Españoles para el Progreso de la Arquitectura Contemporánea) nuestra aportación más acendrada, más ligado al ascenso del nazismo, a la Guerra Civil española, a la mundial y a ciudades muy específicas por distintos motivos, como Tel Aviv o Tánger, descrito de modo magnífico por Fernando Castillo. Y tal es así que ese estilo racionalista, donde el Barrio Español tangerino es paisaje de lucimiento de ese modo de construir, en el libro de Castillo comienza a desmoronarse cuando acaba la Guerra Mundial y, debido al auge del nacionalismo, Tánger comienza a perder su estatus de Zona Internacional, y ello hasta tal punto que cuando la ciudad comienza a conocer su segundo auge, de tono más bien literario y artístico, con la llegada de los Jane y Paul Bowles, los Truman Capote, William Burroughs, Cecil Beaton… y un poco después, Jean Genet, Chukri y Juan Goytisolo, los edificios racionalistas comienzan a perder su blancura, empiezan a desmoronarse en agonía lenta pero segura, hasta el día de hoy donde la basura y la especulación, amén de la creciente islamización, amenazan con llevarse por delante los restos de esa condición de ciudad terrible y, a la vez, libre, que tuvo sobre todo en los años de la Guerra Civil española y de la Segunda Guerra Mundial. De ahí que, salvo la primera novela que Paul Bowles escribió sobre Tánger, Déjala que caiga, quizá junto a El cielo protector, la mejor narración del escritor norteamericano, Castillo prefiera sobre todas, La vida perra de Juanita Narboni, de Ángel Vázquez, la gran narración sobre la haketía o mezcla afortunada de árabe, español, portugués, locuciones ladinas y francés que se hablaba en el Tánger descrito por el autor, cuya madre tenía una sombrerería en la ciudad desde la que el niño Vázquez atisbaba mezcla de mundos como la cosa más natural del mundo hasta que terminó por darse cuenta que aquello era una excepción. Luego, y eso lo describe con suma lucidez Castillo, advino Reivindicación del conde don Julián, de Juan Goytisolo, que es novela sobre un Tánger mitificado al revés y que prescinde de manera consciente de la leyenda canalla de la Zona Internacional: el protagonista es un europeo que se introduce en el Tánger marroquí con ánimo de traicionar los valores de la cultura occidental del momento, al igual que el mítico visigodo al facilitar la invasión musulmana de la Península.
Si en las obras de estirpe modianesca, centradas en París y en el Madrid sitiado por los tropas nacionales, Castillo rastrea un mapa conformado por restos naufragados de aquellos desastres de la ocupación alemana y el sitio de una ciudad que tuvo al enemigo llamando a sus puertas, esto es literal, los años que duró el conflicto, en Tánger realiza un mapa similar hasta el punto de hacer una lista de nombres de establecimientos desaparecidos ya en la ciudad con ánimo de conjurar la memoria. Desde el catálogo homérico de las naves y la descripción del escudo de Aquiles el recurso ha sido fecundo.
Así, el mapa que nos presenta Castillo tiene mucho de ese recurso benjaminiano de la cita. Salvo que aquí no se trata de citas literarias o filosóficas capaces de reconstruir un mundo en su pálido y fragmentario estado, sino de conjurar mediante el documento histórico y su mezcla con recursos narrativos, algo que Castillo hace muy bien, la memoria de una ciudad. Decía Walter Benjamin que a todo documento de cultura le correspondía en igual medida un documento de barbarie y la sentencia parece haber sido tenida en cuenta en la redacción de ese libro, pues Castillo nos presenta un Tánger sombrío, oscuro, que posee la cualidad de, por ello mismo, ser fuente de iluminación. Esto es algo que se sabe desde antiguo, pero la gracia de Castillo consiste en concretarlo fielmente en un lugar y fecha determinado, ese Tánger modianesco que tanto le fascina. Pero de este libro, editado con tal gusto y primor que nos recuerda a la colección «La memoria» de la editorial Sellerio, destacaría una cualidad que le hace rara avis en la conformación tangerina que goza ahora, otra vez, de nuevo, una suerte de resurrección al modo de los Ojos del Guadiana: Castillo recalca una y otra vez su escepticismo bien fundado sobre la mitificación del Tánger durante los años en que habitaron la ciudad los beats junto a adinerados, tipo Barbara Hutton, y británicos, como Cecil Beaton. Para Castillo, el Tánger fetén era el Tánger canalla y modianesco que refleja pálidamente la película Casablanca, de Michael Curtiz, y no la que se muestra como un inagotable prostíbulo de chicos y chicas indígenas para una élite mayoritariamente anglosajona, británica y norteamericana, no la única, y ello sólo por la solidez del dólar y la libra esterlina, y donde la población local era poco menos que un decorado exótico.
Lejos estamos de los tiempos en que Pío Baroja, de ánimo regenerador, estuvo de corresponsal de El Globo en Tánger en 1903. De esas crónicas citamos unas líneas donde describe aspectos de la ciudad: «El Zoco Grande es una explanada que ahora está intransitable de fango y porquería, rodeada de tenduchos, y en el que las freiduras ponen un olor insoportable de aceite de argán… Al ver freír estos pastelillos y buñuelos, que un moro o un judío cochinísimos manosean, se encontrarán apetitosas las gallinejas del Puente de Toledo». Descripción que, en ciertos aspectos, podría acercarse a lo que un turista experimentaría ahora, quizá no en el Zoco Grande pero sí en otros sitios de la ciudad. Pero sucede que entre 1903 y 2019 la ciudad ha sufrido tantas transformaciones, entre ellas los tiempos en que fue Zona Internacional, que esos aspectos higiénicos, propios de la mirada regeneracionista, aunque existan todavía, se desestiman. Al igual que los olores de las gallinejas del Puente de Toledo, que tienen ahora su equivalencia en otros aspectos, no menos sórdidos, en el Madrid de hoy.
Un cierto Tánger es un libro consciente de todos estos avatares y, por ello, se centra en el Tánger que al autor le fascina. De ahí lo de «cierto», que parece parcial pero en realidad es ejercicio de honestidad intelectual. De este modo, tenemos un libro de viajes que bien podría acercarse por su excelencia y temática a otros que han hecho famoso a su autor, tal París-Modiano. De la Ocupación a mayo del 68; Los años de Madridgrado o La extraña retaguardia. Personajes de una ciudad oscura. Un hermoso libro.