«Ocurre, no obstante, que cuanto más ponzoñosa se muestra la pluma de Cansinos más interesante se vuelven sus retratados, de modo que al vilipendiarlos lo único que consigue sin querer es consolidar su estricto carácter de literatos sin remedio, de enfermos de la literatura»

POR FRAN G. MATUTE

Fotografía de Wikimedia Commons

Qué distinta hubiera sido la recepción de La novela de un literato de Rafael Cansinos Assens (Sevilla, 1882–Madrid, 1964) de haberse publicado a principios de los años sesenta del siglo pasado, dada entonces por finalizada su escritura, cuando a nadie parecía importarle demasiado el modernismo español, no digamos ya la bohemia literaria. Qué oportuno resultó así para su buen quedar, también para su eventual mitificación, el que viera la luz por primera vez tan tarde, póstumamente, justo cuando las vanguardias literarias españolas comenzaban a ser reivindicadas con fuerza por una nueva hornada de avezados estudiosos que encontraron en sus páginas una suerte de biblia laica desde la que expandir sus lecturas.

De haberse publicado en su momento, y esto lo sabemos con certeza por la correspondencia que se conserva entre el autor y Manuel Aguilar, primer editor que se interesó al completo por estas memorias del memorioso Cansinos, el texto habría tenido que salir magullado, sí o sí, de cara a superar la censura franquista. En una carta fechada en diciembre de 1961, Aguilar le llega de hecho a proponer abiertamente a Cansinos una serie de importantes alteraciones. «Ya sé que la supresión, y si no la supresión, la modificación de todas estas referencias quitaría la sal y la pimienta de la obra», concedería el editor, a quien según se ve lo que parecía interesarle del manuscrito era sobre todo el retrato del Madrid literario de la época (1898-1936), preocupándole enormemente las consecuencias legales que ciertos comentarios allí vertidos sobre algunas figuras literarias de renombre pudieran tener en manos de sus herederos. Cansinos, también lo sabemos, se negó en rotundo a cambiar una coma y así fue como de este texto tan solo vieron la luz en su momento algunos fragmentos en la revista Índice. Las negociaciones entre Cansinos y Aguilar continuarían no obstante hasta prácticamente la muerte del primero, falleciendo a los pocos meses también el editor, quedando así La novela de un literato más o menos in albis hasta su primera edición oficial por Alianza, en tres tomos, publicados tortuosamente entre 1982 y 1995, siendo engullidos al instante por lectores valiosos como Andrés Trapiello, Juan Manuel Bonet o Juan Bonilla, entre tantos otros, pues los fanes de este título se convirtieron pronto en legión.

Todos ellos habrían seguro celebrado en aquel entonces una edición tan cuidada e interactiva (sic) como esta última que nos ocupa (considerada «definitiva» por el editor, el incansable Rafael M. Cansinos, hijo del autor, quien durante la pandemia revisó por completo de nuevo el manuscrito original), que introduce ahora (en un elegante volumen único en cartoné) destacadas novedades, entre ellas la ordenación cronológica de los capítulos (con indicación constante, al lado de la paginación, del año en el que se suceden los hechos narrados, también de la edad que tenía en ese momento el autor), junto a la recuperación de algunos fragmentos inéditos incluida la de otros eliminados en su día probablemente por error. Es de destacar igualmente un renovado índice onomástico, más exhaustivo (al no ser en verdad solo onomástico), acompañado a su vez por otro interesante índice de conceptos. Y ya, rizando el rizo, se encontrarían las (más de quinientas) notas y comentarios a la novela, minucioso estudio crítico de doscientas páginas realizado durante años por el editor (a work in progress, lo sigue denominado este) al que se puede acceder de forma gratuita a través de la página web de Arca Ediciones y que supone una fiesta para cualquiera con un mínimo de interés investigador, esto es, para cualquiera que pretenda adentrarse en serio en esta novela. Porque admitamos ya que resulta prácticamente imposible leer (o releer) La novela de un literato sin que tal o cual personaje (ya sea primario, secundario, terciario…), de los muchos (muchísimos) que pueblan el particular bestiario que se contiene en su interior, te proponga querer profundizar más sobre su vida, obra y milagros. Afortunadamente el período se encuentra a estas alturas lo suficientemente estudiado como para no desesperar en el intento, siendo estas búsquedas, estos desvaríos, parte fundamental de la meándrica diversión que promete una obra tan inabarcablemente expansiva, capaz de contener en sus casi novecientas páginas (ahora en fino y elegante papel biblia) tantas otras novelas de literatos, y léase aquí, quizás por todas, Las máscaras del héroe de Juan Manuel de Prada.

Sobre si La novela de un literato tiene categoría propia de novela o se trata de unas meras memorias con voluntad de prosa (basadas como están en los diarios que con mimo fue confeccionando el autor a lo largo de su vida) supongo que se habrá escrito largo y tendido, siendo en todo caso el debate absurdo, pues indudable es en este sentido el importante halo narrativo que atraviesa toda la obra (dentro, claro, de su lógica fragmentación diarística). ¿Cómo si no desde la ficción se pueden elaborar con tanto detalle tantas escenas en las que nos vemos sumergidos en tal o cual tertulia, o tantos descacharrantes diálogos surgidos en medio de tal o cual trifulca literaria? Decir que en estas páginas se «huelen» los ambientes literarios de la época (los altos y los bajos) puede sonar a exageración, pero solo admitiendo esta circunstancia se podrá comprender el impacto que genera en el lector toparse por sus páginas con «personajes» tan vivos como Francisco Villaespesa, Carmen de Burgos, José «Zaratustra» Iribarne o Armando Buscarini. Influye en lo anterior, sin duda, la mirada aviesa de Cansinos, que no pierde la oportunidad de contar, en cuanto puede, las más míseras miserias. Así, a literatos ahora tan reputados como Manuel Chaves Nogales o Rafael Lasso de la Vega los presenta como ilustres gorrones, consumados expertos en el arte de comer y beber, y levantarse luego de la mesa sin pagar. Al joven César González-Ruano, por su parte, lo describe sin miramientos como un trepa y un esnob sin talento. De forma tristemente desternillante se lee también el «banquete burlesco» que varios literatos estudiantiles muy cabrones (entre ellos, Andresito González-Blanco) le organizan a un tal Antonio Sancho en su honor, personaje este mediocre, aspirante a escritor, al que sablean hasta decir basta mientras le regalan el oído con loas a su insostenible obra poética.

Ocurre, no obstante, que cuanto más ponzoñosa se muestra la pluma de Cansinos más interesante se vuelven sus retratados, de modo que al vilipendiarlos lo único que consigue sin querer es consolidar su estricto carácter de literatos sin remedio, de enfermos de la literatura. Sin perder nunca de vista, claro está, que enfermo de literatura estaba también el propio Cansinos: prueba de ello son sin duda las babosas reflexiones que el propio autor se dedica así mismo al publicar su primera obra (El candelabro de los siete brazos) y ver así por fin su nombre estampado en la cubierta de un libro, y poder asomarse luego a los escaparates para verse alternando con los grandes autores… «¡Eso es tanto como figurar ya en la Historia de la Literatura Universal!», exclamaría.

Es así que esta obra, que tantas páginas dedica a los inicios del modernismo en España, a los encendidos debates de primera hora que se dieron entre los poetas consolidados del momento («los saurios», según Guillermito de la Torre) y aquella nueva camada de letraheridos que respiraba con admiración los incipientes aires de la vanguardia latinoamericana, y que tanto hizo también por ofrecer un amplísimo y detallado panorama de los círculos literarios del Madrid de entonces, con innumerables referencias a las principales editoriales y cabeceras, así como a los más reputados editores y periodistas del momento, más numerosas e impagables descripciones de las más afamadas tertulias locales, ya se celebraran en un piso o un café (o un prostíbulo), por no hablar de algunos notables encuentros con hoy día popes intocables de nuestras letras (como Juan Ramón Jiménez, Ramón María del Valle-Inclán, Antonio y Manuel Machado o Ramón Gómez de la Serna, entre otros), será siempre y sobre todo recordada por los no pocos suculentos pasajes dedicados a los «hampones de la literatura», en palabras del propio Cansinos, con el inefable Pedro Luis de Gálvez a la cabeza.

Que el bohemio malagueño (dato este que incide en el hecho de que casi nadie en aquel Madrid era de Madrid) sea hoy uno de los personajes más fascinantes del período, amén de uno de los más estudiados (por todas pienso en la excelente biografía no finiquitada que le dedicaría Quico Rivas, publicada póstumamente con el insobornable título de Reivindicación de don Pedro Luis de Gálvez a través de sus úlceras, sables y sonetos), se debe en buena parte al hipnótico retrato que en La novela de un literato se le hace más allá de la ya legendaria y casi manida anécdota con el bebé muerto robado que supuestamente llevó metido en una caja para pedir limosna por las calles. Así, en uno de los más enternecedores (y en el fondo realistas) encuentros entre Cansinos y un Gálvez «sentimental», el sevillano lo dibujaría de nuevo dando pena por las tabernas repitiendo una y otra vez, desesperado, que debía llevar a casa «pan tiejno», tal y como al parecer se lo había pedido su hijo hambriento, mientras el padre, entre lamentos, le sonsacaba (varias veces) «la última copa» al narrador.

Aunque a su manera escasos, resultan no obstante igual de estimulantes los capítulos que aquí se dedican al ultraísmo, en concreto a su nacimiento y a su primera recepción crítica, catalogado entonces por Luis Astrana Martín, director de El Liberal, como «una estupidez». Pero sorprende aún más la poca impronta que le merece a su propio fundador aquel barbilampiño movimiento de vanguardia, del que pronto, al parecer, terminaría avergonzándose pues, según afirma en un momento dado, los ultraístas «solo pueden mover a risa». Y se hace justo conceder que es desde el cachondeo desde donde Cansinos nos describe siempre al inclasificable Isaac del Vando Villar cada vez que comparece. Se intercalan así estas hoy día sorprendentes apreciaciones (estando como está el ultraísmo consolidado como una de las primeras vanguardias de peso en España) con otros sucesos que, en su momento, carecían de especial trascendencia pero que son ahora vistos como hitos literarios transatlánticos, entre ellos la adscripción al movimiento de un joven Jorge Luis Borges, entonces de paso por Madrid, y que brevemente se pasea también por estas memorias.

La novela de un literato finaliza, como es conocido, el 19 de julio de 1936. Cansinos, lógicamente, no dejó de escribir sus diarios, y seguiría haciéndolo de hecho durante la Guerra Civil y la posguerra. Su poder testimonial (no hablo ya siquiera de su interés estrictamente literario), asumo, queda fuera de toda duda, por lo que cada año que pasa sin que vean la luz seguirá siendo una incógnita para cualquiera interesado en el siglo XX español. Mientras dichos escritos se desatascan, es justo reconocerle a La novela de un literato su envidiosa capacidad de ser un pozo sin fondo de información, capaz de seguir ilustrando estudios tanto académicos como literarios (siendo esta quizás una de sus más raras habilidades), alcanzando con cada futura edición (pues seguro que tras esta, con el venir de los años, llegará otra «más definitiva») nuevos estatus dentro de nuestra historia de la literatura, donde a día de hoy ocupa un lugar diría que único así como difícilmente superable: el de obra magna inagotable, imperecedera y, para colmo, terriblemente gamberra y adictiva. Más pan tiejno, por favor, para Cansinos Assens.

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