Miguel Ángel Hernández
Anoxia
Anagrama
272 páginas
POR JOSE MARÍA POZUELO YVANCOS

Una de las líneas de fuerza de la narrativa hispánica del siglo XXI, que viene dando obras de calado, es la de la Memoria y el luto. El tema es la muerte de familiares, especialmente la de los padres, pero también puede ser de la pareja o del hijo, como ocurrió en Mortal y rosa de Umbral, en el pasado siglo, y en la etapa en la que me centro La hora violeta de Sergio del Molino. Recoge un topos cuyo origen está en la corriente que en ingles se denominan Grief Memoir, libros de duelo o testimonios del dolor, que han instado a una representación figurada que demanda ser leída como testimonial o cuya pena se predica verdadera. Así ocurre en la tradición judía con raíces en el Kaddish desde Kafka a Canetti y ahora en Amos Oz (Una historia de amor y oscuridad) Albert Cohen (Book of my mother) Philippe Roth (Patrimonio) por citar solo algunos memorables. Pero no solo la tradición judía. No podemos dejar de recordar que la serie denominada Mi lucha (podría haber elegido mejor título), del exitoso escritor noruego radicado en Suecia, Karl Ove Knausgärd se abre con el tomo titulado La muerte del padre. Igualmente la excelente Annie Ernaux con las novelas tituladas para la muerte del padre El lugar y Una mujer, que trata de la muerte de su madre. Hay entre nosotros muchos que en la última década tratan de memoria y duelo escritos por Giralt Torrente, Abad Faciolince, Rosa Montero, Eduardo Halfon, Gabriela Ybarra, Menéndez Salmon, Elvira Lindo, Vías Mahou, o por citar uno aparecido este mismo 2023, el de Elvira Navarro, Las voces de Adriana.

Miguel Ángel Hernández ensayó un testimonio personal en la novela anterior a Anoxia, que tuvo gran éxito de lectores y critica, la titulada El dolor de los demás (2017). El tema de Anoxia vuelve a tener la Memoria y el luto como eje, pero está escrito en tercera persona. La protagonista es Dolores Ayala, una mujer de cincuenta y nueve años que enviudó hace diez y que es dueña de una tienda de fotografía fundada con ilusión por ella y su difunto marido, pero que en la narración es un negocio del pasado, al que ya no acude casi nadie. Un negocio muerto que curiosamente da entrada a otras muertes. La circunstancia de arranque de la trama es un encargo que le hace un curioso personaje, de nombre Clemente Artés -anciano fotógrafo francés retirado en un pueblo costero de Mar Menor-, de que acuda al tanatorio para hacer la foto de un amigo difunto. Muerte y fotografía caminaran ya juntos a lo largo de toda la novela.

La conciencia de artista ejecutando el movimiento está siempre presente en Miguel Ángel Hernández, quien tiene una difícil y curiosa singularidad: ser profesor experto en Arte, haber leído sobre las dimensiones y dificultades de la representación (así fue ya en Intento de escapada y en El instante de peligro) no le lleva a ser menos novelista, sino mejor novelista, porque tiene detrás, en cuanto escribe, la reflexión sobre los temas, conocedor profundo de las grietas o fisuras del signo, y la capacidad de los símbolos para verse atrapados en un estrato de significación mayor. El secreto de saberlo hacer tiene que ver con la curiosa mezcla de lo reflexivo y lo próximo, sea la Huerta o la muerte por asfixia de los peces del Mar Menor y la maldición del diluvio cebada sobre el pueblo costero de Los Alcázares. Ha sabido mostrar Miguel Ángel Hernández que lo universal literario tiene que ver menos con las ideas abstractas que con las emociones concretas, la condición humana, las mismas en unos pueblos murcianos, que en Nueva York, la Patagonia chilena o Bombay. Con una diferencia que enriquece Anoxia por doquier, a cada página. Solo habiendo visto latir los peces en su lucha por respirar poco antes de morir, puede traducir a página literaria el poder de una imagen en la que la novela ha depositado el universal de la lucha de la Vida y la Muerte, que si no estuviera el Amor llenarían todo cuanto ocurre al ser humano. Al autor le importa mucho aquello sobre lo que escribe, como a todos, pero él sabe transmitirlo. Ahí entra una dimensión de la conciencia de que la emoción se traduce en tacto, de que el amor por el hijo muerto, o por el padre, el luto, los lutos, llenan la Memoria íntima de los seres humanos, y que solo si alguien, una fotógrafa, o un escritor los capta, tal memoria llega a los lectores como asunto que les concierne.

La trama de Anoxia ejecuta una doble dialéctica: la que hay entre Vida y Muerte y la que hay entre Memoria y Ausencia. La fotografía de los muertos hecha antes en el domicilio, ahora en el Tanatorio, de la que Clemente Artés tiene todo un archivo personal, y que ciertamente Miguel Ángel Hernández nutre de referencias como práctica histórica real, le sirve para tratar el arte de la Fotografía como modo de rescatar la Memoria del ser querido ausente a quien el fotograma resucita. La elección que hago de ese verbo no es casual, está en la novela, puesto que resucitar es quizá el único verbo que contiene en su contenido la vida y la muerte. Anoxia tiene otra particularidad para el tema de la Muerte: cruza desde lo externo a lo interno. Comienza con la muerte de otros, (incluidos los peces muertos del Mar Menor), y los familiares del tanatorio al que Dolores acude con Clemente para fotografiar con profesionalidad, hasta que se rompe ante el ataúd de un niño, abrumada por la inocencia y la injusticia de una Muerte que nunca debió ocurrir. Es el acceso a la vivencia del dolor interno de Dolores.

Porque lo fundamental de esta novela es que la actividad de la trama se vivencia en el propio personaje, puesto que desde que fue viuda por la pérdida de su marido Luis en un accidente de moto en Antequera, Dolores se sepultó en vida, entregada a la pervivencia del negocio fundado con él, negocio, el revelado fotográfico, que ha muerto ya. También murió Dolores como mujer, como cuerpo, y solo la presencia de Alfonso, el director del Archivo, un personaje que el lector rechaza, despierta en ella la vida de una sexualidad adormecida. La imagen más lograda de la dialéctica es la relación metonímica que el narrador hace entre los peces del Mar Menor aquejados de anoxia -falta de oxígeno-, que aletean para salir a la superficie y respirar, con la propia historia y situación personal de Dolores, quien vive esa última oportunidad del cuerpo en Alfonso. También vive la actividad a la que se entrega y el afecto tomado hacia Clemente como una forma de lucha, la Vida contra la Muerte, el gran símbolo que Anoxia ejecuta con brillante disposición narrativa por una trama que lees casi de un tirón, sin poder dejarla, por lo bien urdida que esta la secuencia de acontecimientos desarrollados en los cuatro meses que dura la historia contada. Cuatro meses en los que se repiten dos diluvios sobre el pueblo de Los Alcázares, sembrando de muerte, con objetos y casa inundadas, y de lucha por la vida de los vecinos por rescatarlas. Están también los paisajes de naturaleza muerta de las urbanizaciones a medio construir, abandonadas cuando pinchó la burbuja inmobiliaria de la crisis de 2008, lo que permite al narrador fundir fotografía y muerte no solo en las personas sino en el horizonte que rodea al Mar Menor. Esta inteligente manera de concretar emotivamente en sucesos reales las líneas de fuerza simbólica me ha parecido uno de los mayores aciertos de esta formidable novela.

También lo es por otra razón técnica. Frente a lo que se hace hoy con mayor frecuencia, que es unir memoria y luto a la primera persona narrativa, Miguel Ángel Hernández se sirve de la tercera persona narrativa, al igual que de modo simultáneo ha hecho Elvira Navarro, en novelas publicadas con diez días de diferencia. En ambos casos aunque no siempre con igual técnica (Elvira Navarro enfatiza interrogaciones hechas al personaje) se trata de decir al personaje por dentro, tanto por medio del estilo indirecto libre o bien con el flujo de conciencia que permite que asistamos a la vivencia de Dolores como si estuviera naciendo en el momento en que lo lees, por el acierto que Miguel Angel Hernández ha tenido al hacer que los ejes de significación partan de la vivencia interior de Dolores, que el narrador externo se limita a evidenciar, poniéndolos ante nuestros ojos. Algo semejante a lo hecho por Javier Marías con Berta Isla, y en general en su literatura que, como ha mostrad un libro reciente de Carmen Maria López el flujo interior actúa al modo de ojos de la mente.

Miguel Ángel Hernández da en Anoxia otro paso adelante en una trayectoria de creciente interés. Y se sitúa en la primera línea de quienes escriben narrativa en español. Tiene además la particularidad de convertir lo complejo de la teoría que hay detrás en emoción que todo el mundo sigue y a todos alcanza porque nadie deja de vivir con sus seres queridos muertos esa necesidad de vida en la Memoria, por la fotografía, el recuerdo que los resucita en la imagen. La Literatura y el Arte nacieron también para eso. Para el dibujo del rostro amado, en la forma de mascarillas mortuorias, en forma de pintura y retrato, en la fotografía, y finalmente en la palabra literaria, feliz cuando sabe decirse como ha ocurrido en Anoxia.