«¿Por qué tantos escritores están ahora explorando estrategias de plagio y apropiacionismo? ­­—se pregunta Goldsmith—: Es sencillo: el ordenador nos anima a imitar su modo de trabajar» (Dworkin y Goldsmith 2011, xviii). En efecto, la escritura conceptual americana puede considerarse el reflejo de una experiencia contemporánea de inmersión en las inagotables fuentes de datos con las que convivimos y que debemos aprender a procesar. Sin embargo, bajo esta obvia reflexión, se esconde una utopía que no lo es tanto: «El énfasis de la escritura conceptual recae en un trabajo que no intenta expresar psicologías individuales únicas, coherentes o consistentes y que, además, rechaza las estrategias familiares de control autoral en favor del automatismo, la oblicuidad y modos de no interferencia» (xiii). Es decir que, frente a la espontaneidad de la expresión artística subjetiva, rémora impuesta por una estética romántica que se considera impositiva, el automatismo de las máquinas nos permitirá liberar a las obras del control de su creador. Una idea que Roland Barthes resumiera en la repetida consigna de la muerte del autor y que ya estaba presente en el también antiexpresivo minimal look de los sesenta; y que llevó a considerar la figura literaria de Mallarmé en el mundo del arte, junto con otras, como las de Cage o Duchamp, como un icono cultural, sobre todo por aquel mítico proyecto de libro en el que las páginas podrían barajarse a voluntad del lector.[vi]

Por otra parte, el que la estrategia «increativa» de estos autores sea, fundamentalmente, el manejo y modificación de la información recibida parece ajustarse a los cambios detectados por Benjamin Buchloh en la evolución del arte conceptual:

Si el ready-made negaba la representación figurativa, la autenticidad y la autoría al tiempo que remplazaba la estética de estudio del original manufacturado por la repetición y la serie (es decir, por la ley de la producción industrial), el arte conceptual desplazó incluso la imagen del objeto producido en masa y sus formas estetizadas características del arte pop, sustituyendo la estética de la producción industrial y el consumo por una estética de la organización legal-administrativa y de la validación institucional (p. 178).

 

Efectivamente, la estética de la oficina estaría presente tanto en el fichero utilizado por Robert Morris para Card File (1962) como en los sobrios cajones de archivadores presentados por Art & Language en Index 01 (1972) para la Documenta V. Ahora el paradigma es internet: en un mundo en el que hasta la identidad ha pasado a formularse en términos de gestión y se expresa en selecciones de músicas y colecciones de imágenes, la escritura conceptual celebra conscientemente este cambio. Pero hay que recordar que el «sampleado» infinito y el reciclaje de materiales existentes no sólo afecta a los contenidos, sino también a las estrategias. Porque el plagio o apropiacionismo tampoco es nuevo. De modo muy semejante a cómo la artista Sherrie Levine, a comienzos de los ochenta, presentaba a los espectadores imágenes idénticas a las tomadas por Walker Evans en 1936; en 2011 Vanessa Place tuitea Lo que el viento se llevó tratando de evidenciar el carácter racista de la novela de Margarett Mitchell y da lugar, así, a una de las obras de escritura conceptual más discutidas. El proyecto Gone with the Wind fue considerado insultante por algunos colectivos y causó la retirada del nombre de la autora en diversos actos y programas oficiales. Un espíritu polémico que acompañó, asimismo, a otro de sus proyectos, Tragodía. En él, Place se autoplagia, en tanto que abogada especializada en delitos de agresión sexual, reproduciendo los documentos legales utilizados durante las causas. Los tres extensos volúmenes resultantes, Argument (2011), Statement of The Case (2011), Statement of Facts (2010), resultan, en este caso, provocadores por la crudeza de enfrentar al lector a episodios de violación mediante testimonios reales: «La culpa, como la poesía, es un acto de retórica, un acto de habla […]. Dicho de otra manera, por primera vez en poesía una violación es una violación es una violación» (2018, p. 67). Una obra que, sin duda, pone en cuestión los límites éticos de la repetición incesante de contenidos y la responsabilidad que entraña el acto de compartir información: «La autoría no importa. El contenido no importa. Lo único que importa es la poesía. El efecto-eco» (2018, p. 69).

Pero ¿cuál es la ventaja última de esta desaparición del autor, de esta mínima intervención creativa? Uno de los rasgos más llamativos de la conceptual writing americana es la tendencia de sus autores a arropar las prácticas con textos teóricos que demarcan, justifican y legitiman la existencia del movimiento. Un ejemplo de ello es el breve volumen titulado Notes on Conceptualisms (2009), que, firmado conjuntamente por Vanessa Place y Robert Fitterman, se ha convertido en uno de los principales referentes a la hora de señalar este marco crítico. Fruto de una conversación inicial acerca de técnicas de borradura en la literatura, la tesis que vertebra el ensayo supone que la escritura conceptual se caracterizaría por servirse de la alegoría, rechazando la utilización del símbolo. Dispuesto en parágrafos que recuerdan al Tractatus de Wittgenstein, el ensayo de apenas cuarenta páginas recupera las ideas expuestas por Benjamin en El origen del drama barroco alemán e incluye referencias a críticos de arte americanos (Benjamin Buchloh, Hal Foster) y a una extensa nómina de filósofos continentales (Žižek, Paul de Man, Badiou, Adorno, Horkheimer) para justificar la práctica de una docena de libros cuyos títulos se van desgranando a lo largo del texto. Un exceso de teoría sólo explicable por esa tradición tan americana, importada ya en todas partes, de artistas-pensadores que se sirven de la teoría para crear la «ilusión de un poder de transgresión» (Cusset, p. 241) frente al mercado, sin que en ocasiones se perciba de forma clara su efectividad: «La escritura alegórica (particularmente en la forma de escritura conceptual apropiada) no pretende criticar la industria cultural desde lejos, sino reflejarla directamente. Para ello, utiliza los materiales de la industria cultural directamente. […] La crítica está en el replanteamiento. La crítica de la crítica está en el eco» (p. 20).

Esta insistencia en la profusión teórica contrasta con unas obras que, según sus propios autores, no están hechas para ser leídas: «Si captas la idea de lo que intentan hacer, puedes entender el libro» (2005, s. p.). Esta afirmación la encontramos en Theory, de Goldsmith, otra de las referencias para entender los planteamientos que subyacen a este tipo de prácticas. El soporte de esta obra consiste en un paquete de quinientos folios, sin más adorno ni encuadernación que esa cubierta, también de papel, que suele envolverlos. La tensión entre unos textos breves que dialogan con la página en blanco y un libro que se pretende, por su título, un conjunto organizado de ideas, entre la fragilidad de la disposición de las hojas y la dureza del montón compacto de páginas, resulta más interesante que su contenido. En él nos encontramos con un ensamblaje de reflexiones con cierta voluntad programática: «Hacia una literatura sin autor», afirma una de las páginas sueltas que conforman el libro; o «La muerte del autor. Finalmente asesinado por internet». Pero, si ha muerto el autor, ¿por qué aparece de nuevo para hablarnos de sus preferencias literarias, por qué enuncia anécdotas y ocurrencias de sus amigos, o nos hace testigos de las palabras con las que Obama se dirigió a él cuando visitó la Casa Blanca con ocasión de «A Celebration of American Poetry»?

Parece que la autoría, con la que se pretende acabar en la práctica literaria por ser un «constructo capitalista», emerge con fuerza en los textos teóricos para marcar el curso de una literatura que se quiere de vanguardia (rodeada de proclamas y manifiestos) en la era de internet: «Nuestra conciencia está saturada por la fuente textual de las redes sociales» (Goldsmith, 2005). Es en este marco de preocupaciones como pude entenderse también el proyecto de Fitterman «The Sun Also Rises». A Hemingway Reader (2008), en el que reproduce la novela conocida en España como Fiesta, pero conservando únicamente en cada capítulo las oraciones que comienzan con el pronombre personal «yo». Sobra decir que, aunque la novela no esté completa, la cantidad remanente de texto es considerable, dado el gusto del novelista americano por ofrecer visiones subjetivas de sus alter ego literarios, ocupados en mujeres, alcohol y aventuras taurinas. Hemingway representa el paradigma de autor ególatra, patriarcal y autoritario con el lector contra el que la escritura conceptual podría, como es lógico, posicionarse. Sin embargo, llama la atención que una obra como Soliloquy, deliberadamente «increativa», por recoger el lenguaje pronunciado de manera arbitraria por Goldsmith durante una semana cualquiera, tampoco difiera tanto de lo que pretende evitar:

I I’ll tell you more, I’m a little buzzed. I had two glasses of wine and a cognac. And she took me out to lunch at MoMA so. The absinthe I didn’t have too much of but at any rate what but I do, you know, what I can, you know, she really adores you and adores your work and thinks that you’re you’re you’re due more due more praise so that’s cool. Um, and she, let’s see your book is coming out from Northwestern? And she said that she voted for that book to happen. You knew that already. Yeah. Yeah. Yeah. Yeah. The Wittgenstein book? Right. Right (2001, p. 46).

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