POR MIGUEL ÁNGEL GARCÍA
A Manuel Vázquez Montalbán se le ha venido situando, una y otra vez, entre la poesía social y los novísimos[i]. No es casual que cierre la segunda edición de la antología de Leopoldo de Luis y abra la de Castellet, encabezando la sección de los seniors, aunque esta posición intermedia, acorde con las transiciones de las que gusta la historia literaria más o menos evolucionista, se justifica por motivos que van más allá de los puramente cronológicos. De los novísimos lo separan, según propia confesión, los orígenes sociales, determinantes en su manera de apropiarse de un patrimonio cultural no solo culto, sino también popular, y adquirir su código literario: hay en él un «mestizaje real», frente al mestizaje mitómano y lúdico del resto de los novísimos, sobre todo de la coqueluche, como bien se aprecia, nos dice, leyendo las poéticas de la antología de Castellet[ii]. La abrumadora mayoría de estas poéticas adelanta la posterior victoria del sector «más ensimismado» de los novísimos en correspondencia con la «dictadura de los setenta», así en poesía como en novela, que a su entender supuso la derrota del mestizaje real hasta el surgimiento del grupo «La otra sentimentalidad» en los años ochenta. Pero ese mestizaje, añade aún, le perseguía y le hacía sentirse heredero de Machado, Otero, Celaya, Hierro y, sobre todo de los «poetas de la experiencia», de la «Escuela de Barcelona», con la incursión del primer Valente y Ángel González. Los poetas del 50 le ofrecieron, entre otras cosas, «una primera aproximación al mestizaje y al collage, a la distancia adogmática con respecto a la realidad, al descubrimiento del poeta como personaje» (p. 22). No solo reconoce que su crítica de la literatura social fue «injusta y freudiana», también matiza que su choque nunca se produjo con los «poetas de la experiencia», aunque sí con el error de considerar, como ocurrió con los primeros poetas sociales, que la poesía era un arma cargada de futuro y que había que lanzarla a la calle para acabar con el franquismo o «para el asalto a la contradicción fundamental»: «A diferencia de otros novísimos, yo no sentía ni siento una repugnancia estética por el uso social, político, histórico de la palabra, pero sí rechazo el mesianismo redentorista del escritor y la escritura» (p. 23). Este uso social, político, histórico, incluso ideológico de la palabra y su relación con el concepto de «contradicción fundamental», nos introducen de lleno en la necesaria reconfiguración que sufrió el patrón poético español después de la guerra civil, esto es, bajo el franquismo.

La reconfiguración venía impuesta por las nuevas coordenadas políticas y culturales que trajo el Régimen, si bien las tensiones entre la literatura social o comprometida de los cincuenta/sesenta y el vanguardismo formalista/esteticista y más o menos evasivo de los setenta, los dos polos hasta cierto punto contrarios que delimitan la producción poética de Vázquez Montalbán, ya habían marcado el campo literario prebélico. No hubo en la poesía de posguerra, en contra del abismo histórico que pareció abrir la contienda, una ruptura con las ideologías literarias anteriores. En concreto, con las ideologías que habían opuesto durante los años veinte y treinta lo puro y lo impuro, la forma y los contenidos, la estética y la sociedad, el lenguaje poético y la historia. La singularidad de Vázquez Montalbán radica en que no interpreta esos extremos como excluyentes. Más aún: trata de atarlos en un mismo haz. «Puede hacerse –afirma en otra entrevista– literatura de ideas y literatura pretendidamente no de ideas, que sin embargo “siempre tiene ideología”, literatura formalista que no es solo formalista y literatura con una voluntad histórica»[iii]. No se debe privilegiar, matiza a continuación, una en relación con la otra. Si de una obra se extrae una conclusión histórica, no es algo desdeñable, aunque de ello no quepa hacer un sine qua non, un código dogmático –la única literatura buena es la que transmite mensajes–. Por aquí asoma la distancia del autor con la experiencia literaria, superada, de los poetas sociales más ingenuos y, de paso, con cualquier dirigismo estético, como el del realismo socialista. Pero su lucidez lo lleva al mismo tiempo a señalar que, si la literatura es solo lenguaje –como sin duda pensaban los novísimos–, el lenguaje está cargado de «tiempo significante» y a la fatalidad de transmitirlo no puede escapar ningún escritor: «Dentro de la relación lenguaje, tiempo, significación, se incluye lo histórico y el contagio y la intervención ideológica de la escritura»[iv]. De aquí que invite, expresamente, a «una investigación sobre los elementos de ideología activa que hay en todo escritor ensimismado» (p. 21). La «responsabilidad social del lenguaje desde una especial percepción de la división del trabajo», que siempre le ha obsesionado, o la «ética del compromiso», que le ha marcado desde la adolescencia, lo diferencian de los demás poetas novísimos y lo acercan a los poetas del realismo histórico, incluso a los del realismo social, aunque finalmente lo separe de estos la formalización de ese compromiso, que tampoco sería lógico hacer «según los cánones de los años veinte y treinta derivados de la estética del realismo socialista o crítico» (p. 24). El mestizaje de cultura noble y cultura popular, mediática o «plebeya», pero también el mestizaje de poética social o de la experiencia y poética novísima, conducen a Vázquez Montalbán a una formalización vanguardista de su compromiso.

Hay en su caso compromiso con la historia, con unos orígenes sociales, con la memoria individual y colectiva, resistencia ideológica y política al franquismo y, a la vez, compromiso con el lenguaje y la experimentación, con la autonomía formal que concede a la literatura. Saint-John Perse o Eliot le parecen poetas reaccionarios por su visión del mundo, pero dice creérselos «por verdades de carácter literario, no por verdades que provengan del terreno de la ideología»[v]. En esto no es contradictorio con los clásicos del marxismo, sino con las lecturas desviadas o caricaturescas que acabaron convirtiéndolo en artefacto mecanicista. Marx, Engels o Lenin degustaban la buena literatura al margen de su «bondad o maldad histórica» –los primeros a Balzac o Heine sobre el barato populismo de Sue, el último a Pushkin sobre poetas revolucionarios como Esenin y Maiakovski– y de estas «contradicciones lectoras» Vázquez Montalbán deduce que, si bien es cierto que la historia impregna la literatura, no es menos verdad que esta goza de una «autonomía legitimadora», de una lógica interna que crea un sistema de valores objetivos, no dependientes de la bondad o maldad de los contenidos. Por eso, un poeta reaccionario a partir del análisis ideológico del contenido de su poesía puede ser un magnífico poeta a partir de la aprehensión de su propuesta estética, al margen de su intención política: «Saint-Jonh Perse o Eliot son poetas extraordinarios y ciudadanos reaccionarios. Desde mi posición ideológica les pondría un diez en literatura y un cero en historia»[vi]. Tal vez, dándole la vuelta a estas palabras, habría puesto a muchos poetas sociales un cero en literatura y un diez en historia.

La respuesta al cuestionario de Batlló para la Antología de la nueva poesía española (1968) prefigura su poética para la segunda edición de la antología de poesía social que edita Leopoldo de Luis en 1969, incluso su poética para Nueve novísimos poetas españoles (1970). En ella dice entender, y hasta cierto punto compartir, la reacción contra la poesía social más grosera. Sencillamente porque, ya envuelto en el inminente aire esteticista de los setenta[vii], considera imposible pedir explicaciones morales o ideológicas a un artista. El lenguaje del marxismo aflora, sin embargo, desde el momento en que se pregunta, no sin ironía, si la reacción contra la poesía social es consciente o «un producto de una inconsciente corrupción ideológica neocapitalista»[viii]. Más que hacia el lenguaje marxista, aunque también, la ironía va dirigida contra los poetas sociales que han petrificado su uso. Ante la formulación de esa pregunta, que deja de ser insidiosa para quien como él sitúa al «artista» en primer plano, sale en defensa de la autonomía de lo poético: «es posible ser un podrido neocapitalista y al mismo tiempo un excelente poeta» (p. 13). Pensemos en los casos de Saint-John Perse y del Eliot que le presta la imagen decisiva de la memoria y el deseo para titular su poesía completa, aunque Vázquez Montalbán la transforma del todo al rellenarla, además de con la dialéctica cernudiana entre realidad y deseo[ix], con la pulsión de esperanza de Bloch[x] y termina viendo en el deseo, que identifica con la Historia[xi], una fuerza en cierto modo revolucionaria.

Más contundente es su poética para la antología de Leopoldo de Luis, que, como tantas veces se ha dicho, fue en el fondo el panteón de la poesía social. La posición de Vázquez Montalbán, que ahora no tiene tanto que ver con la salvaguardia de los derechos del artista, sino con su «visión marxista de los mass media»[xii], no puede ser más demoledora: la expresión «poesía social» es una convención cultural falsa; quienquiera que la haya tomado en serio y la haya asumido se ha equivocado, aunque el error no tiene demasiada importancia, porque los hechos literarios no sirven para nada y no vale la pena comprobar su bondad ética o estética. No es sino el mestizo cultural real, aquel que descubre que debe tanto a la cultura noble como a la «innoble», que la subcultura que ha rechazado en una etapa de su vida como «un producto malévolo de la conspiración del franquismo en la cultura de masas y la condición de las clases» forma parte de sus señas de identidad cultural[xiii], quien argumenta, poniendo de relieve el «carácter oral concomitante con el arte poético»[xiv], que hay poesía muy social –las canciones de Conchita Piquer, por ejemplo, y recordemos el poema así titulado de Una educación sentimental, que además abre su selección en Nueve novísimos–, poesía un poco menos social –la de Rafael de León– y poesía muy poco social –la de Celaya, Otero, José Agustín Goytisolo o la suya propia–: «Es más social la poesía más sociable, que llega, objetivamente, a más gente. Es menos social la menos sociable, la que solo leemos unos 2.500 españoles»[xv]. No hay ninguna boutade en el anterior razonamiento. La adhesión a la canción nacional o popular implica, como señala Salaün[xvi], una voluntad de solidaridad y de complicidad con una época y con unas clases sociales, con la España de los vencidos: «En Vázquez Montalbán, la cultura empieza con lo vivido día a día, y la primera actitud política coherente consiste en evitar toda clase de apostasía cultural». De este compromiso con la memoria histórica y con una determinada educación sentimental, la de las clases populares en la España franquista, deriva el carácter más social/sociable que asigna a las canciones de la Piquer. No solo el poeta social lúcido que hay en Vázquez Montalbán, también el sociólogo marxista de la comunicación que lo acompaña en este caso, manifiestan, sin excusar la autocrítica, que «entre todos hemos hecho el juego a la poesía social y la hemos escrito como si fuera a provocar vastos movimientos de masas, como si estuviera dirigida a la inmensa mayoría, como si la poesía fuera material estratégico convencional de primera clase en la lucha frente a la contradicción de primer plano o la contradicción fundamental»[xvii]. Naturalmente, esta contradicción en primer plano o fundamental era –en lenguaje marxista o «en la jerga más izquierdista posible» de entonces[xviii]– el franquismo[xix], que al día siguiente de su victoria plantea una «política cultural basada en la falsificación del lenguaje y de la historia», el secuestro de la memoria de la España vencida y el «monopolio factual de todo aparato de creación de conciencia», de los medios de comunicación de masas[xx].