Los investigadores estructuralistas, nos dice en otro lugar[i], se han situado al margen de una supuesta ideologización de los mass media, mientras que la reacción de la izquierda ha consistido en destacar el papel alienante de las industrias de la comunicación, aunque conviene «hilar más fino en la relación poder-comunicación-pueblo mediante la denuncia de los aparatos ideológicos de estado». No menciona a Althusser, pero le toma prestado el concepto de AIE y alienta a la historiografía marxista a investigar la relación entre comunicación y lucha de clases (p. 23). Bajo el fascismo, que define como «una situación excepcional del poder burgués, provocada por la impotencia de la burguesía para mantener una hegemonía de clase formalmente democrática», como una superación de la lucha de clases por la concordia de los intereses antagónicos sometidos a las altas razones de la nación o del bien común, la incomunicación alcanza su cumbre histórica (pp. 59-60). Más aún si, como en el caso español, a diferencia de los otros dos «casos históricos», el fascismo ha cumplido su «ciclo completo».

 

La primera poética antológica de Vázquez Montalbán que comentamos está escrita desde la conciencia de que, sobre todo a partir de los años sesenta, España ha ido preparándose para ensamblarse «dentro del sistema capitalista internacional, mediante una renovación del aparato productivo, vigilada desde las almenas del aparato represivo del régimen»[ii]. Los Aparatos Ideológicos de Estado eran ya los de cualquier país moderno/capitalista. Por eso afirma que se ha cuantificado en desmesura grotesca el efecto de la poesía social y que esta desmesura ha condicionado «su ruina estética, su vejez cultural»[iii]. La «disposición moral» a hacer poesía social estaba cargada de idealismo, de «romanticismo formal». Entre los poetas actuales como él y los que se inventaron la poesía social, media, a su juicio, un hecho fundamental, como es la comprensión de que los géneros literarios y sobre todo la poesía leída han perdido importancia en la conformación de la conciencia pública: «¿Qué puede hacer la literatura política, elíptica en la expresión, frente a una cultura de masas dirigida desde la enseñanza primaria y recocida a través de medios informativos cada vez más alienantes?» (p. 16). La sutileza del adjetivo «elíptica» resume la distancia política aún existente entre el franquismo y las democracias occidentales, aunque no invalida la idea, desarrollada a continuación, de que los Estados de todo el mundo tienden, a través de la enseñanza –la escuela: el AIE número uno de la formación social capitalista, a decir de Althusser–, los medios de comunicación y la propaganda, a controlar la opinión pública y a lograr el «consensus social al sistema». Frente a estos aparatos de persuasión, concluye Vázquez Montalbán, el potencial instrumental de la literatura es mínimo. No tiene, sin embargo, que reducir su función a la de un «modesto tirachinas», cosa que puede lograr –pero aquí no hay menos idealismo y romanticismo formal, pese a todo[iv]– guardando más fidelidad a la lógica interna de la modernidad poética, de Baudelaire, Mallarmé o Rimbaud a Eliot. Han pasado los tiempos, en definitiva, en que la poesía social se justificaba por la «identidad entre la intención de protesta y su formalización». Vázquez Montalbán apunta, con ello, a la necesidad de formalizar su compromiso social y político con los dispositivos técnicos y expresivos de la vanguardia, con la «mayor libertad de creación» que da el «hecho experimental» y que permite cargar de realismo la poesía, superando el ridiculismo, «ismo en el que se incurre cuando el poeta confunde su estilográfica con un proyectil dirigido o su subjetividad con la energía nuclear» (p. 16).

La conciencia de que poco puede hacer la literatura política en una cultura de masas obliga, además, a que el compromiso revolucionario no pueda disfrazarse de literatura. La conclusión de Vázquez Montalbán es de nuevo tajante: «Hay campos de acción cívica para el que quiera encontrarlos; campos más amplios y duros que la soledad de una mesa con una cuartilla dispuesta para la violación»[v]. No lo hubiera dicho mejor un novísimo al uso. Pensemos en las arremetidas contra la poesía social, o contra la de la posguerra en general, que hay en las poéticas de Nueve novísimos, en concreto en las de Martínez Sarrión, Félix de Azúa, Gimferrer, Molina Foix y Carnero[vi]. Por ejemplo, el último, refiriéndose a los «corruptores» del lenguaje poético, se pregunta entre paréntesis y con evidente sarcasmo: «¿Llegaron a convencerse de que el futuro dependía de su batalla de flores?». Carnero coincide con Vázquez Montalbán en poner de relieve el ridiculismo de la poesía social, pero las zonas de confluencia no van más allá. Lo que es en el joven de la coqueluche reconfiguración del patrón poético español de posguerra a partir de «los Fuegos Sagrados de la Lengua» y del estilo, de la ruptura de la que tanto habla en su prólogo Castellet[vii], es en el senior reconfiguración de ese mismo patrón a partir del diálogo entre el compromiso social e ideológico y el mencionado «hecho experimental» o la «lógica interna» de la poesía moderna a partir de Baudelaire. Por arte de birlibirloque, el Castellet que había anatematizado por «simbolista» esta lógica poética moderna en Veinte años de poesía española, ahora, al presentar a los novísimos, se vuelve a servir de Machado –vía Vázquez Montalbán, precisamente– para hablar de la «pesadilla estética» del realismo (p. 21) y establecer una desvinculación entre la materia poética de sus dos antologías, la de 1960 –o Un cuarto de siglo de poesía española, 1965– y la de 1970[viii].

No es verdad que Vázquez Montalbán, en contra de lo que postula en la antología de Leopoldo de Luis, acabase separando la acción cívica y la escritura poética. Nada tan significativo como las alusiones a la militancia del poeta y la revolución o las intertextualidades con Celaya y Otero –a quienes menciona explícitamente– en su poema «Arte poética», incluido en Nueve novísimos. La poética en prosa para esta antología enlaza con el punto en que se habían dejado las cosas un año antes. La literatura, leemos aquí, era en el siglo XIX material estratégico de primera clase. Marx y Engels vieron que la literatura burguesa tenía su realismo, aunque luego unos cuantos «oficinistas bien intencionados» aplicaron el esquema y descubrieron el realismo socialista, que después del estallido de la bomba atómica se opuso al realismo capitalista. En uno y otro caso, afirma Vázquez Montalbán, se trataba de una cuestión marginal, porque en ambos campos se controlaban los medios de comunicación y solo «para despistar unos y otros acordaron vigilar de cerca la literatura»[ix]. La poesía, tal y como está organizada la cultura, no sirve para nada, en ninguna parte, si bien la «irregularidad histórica española» obliga a aplazar un juicio universal. Escribir es un ejercicio gratuito que satisface las necesidades de un par de miles de culturizados, entre los que Vázquez Montalbán otorga un papel de excepción –la socarronería es evidente– a Gimferrer, que lo lee todo, y a Castellet, que también lo lee todo para luego hacer antologías: «Las antologías sí que se leen. Creo que a partir de ahora solo escribiré antologías» (p. 19). No es extraño que Vázquez Montalbán intuyera ya por entonces la operación de política literaria que suponía Nueve novísimos, sobre todo a la luz de lo que había ocurrido con el precedente de Veinte años de poesía española. En el mismo año de 1970 bromea, en una entrevista al antólogo[x], sobre la infidelidad crítica e ideológica de Castellet («Antes de que amanezca tú negarás tres veces a los nueve novísimos»), infidelidad que era clara a tenor de la estética profesada por el crítico catalán diez años antes. De todo modos, como sigue señalando Pulido Tirado, el Vázquez Montalbán comprometido y marxista no dudó después en ver en los novísimos una línea imaginaria más de las muchas que maldividen la literatura española, una línea trazada como «frontera cerrada hacia el capítulo de la poesía social», aunque en alguna otra ocasión defendiera la poética novísima por haber supuesto la «relativización de la función social-histórica de la literatura», haber valorado la «exigencia de lo literario» y rechazado la «justificación de las buenas intenciones ideológicas» (p. 333), algo que, con todo, también resulta aplicable a los poetas del 50 o de la experiencia, como hemos visto que los llama.

Al prologar en 1986 la primera edición de Memoria y deseo, Castellet advertía de la forzada distinción que había establecido entre los seniors y la coqueluche: Nueve novísimos contenía un «error grave»; no se trataba, vista con el paso de los años, de una sola antología, sino del «aborto de dos»[xi]. Al menos el senior Vázquez Montalbán mostraba, efectivamente, su deuda con el uso social, histórico, político e ideológico de la palabra que había caracterizado a realistas sociales y críticos. Al mismo tiempo, Castellet confesaba en 2001, con motivo de la reedición de Nueve novísimos, que le pesaba demasiado su antología anterior, por lo que en 1970 quiso quitarse de encima el realismo histórico y decir literariamente, con los jóvenes, que el franquismo se había acabado, incluso que se había acabado aquello de la poesía como arma de combate[xii]. En realidad, los novísimos, como en alguna ocasión precisó Ángel González, eran aún una manifestación cultural, la última, del franquismo. Lo mismo viene a plantear Vázquez Montalbán cuando alude en esta segunda poética antológica, como hemos visto, a la «irregularidad histórica española». Irregularidad que le impele a escribir «como si fuera idiota, única actitud lúcida que puede consentirse un intelectual sometido a una organización de la cultura precariamente neocapitalista»[xiii]. La cultura y la lucidez, precisa a renglón seguido, llevan a la «subnormalidad». La contradicción fundamental o de primer plano seguía sin resolverse en 1970, contra lo que pudieran dar a entender los novísimos. Esa contradicción continuaba funcionando, si no tanto en el nivel económico, social y cultural, sí en el político. No olvidemos que su Manifiesto subnormal es también de 1970. Como el mismo Vázquez Montalbán aclara, la «subnormalidad» era un intento de explicar cuál era la situación objetiva del intelectual no solo en una sociedad franquista, sino también en una sociedad de consumo. El intelectual es en una y otra un personaje sub-normal. En el caso del franquismo, esta impresión se acentuaba con cierta carga de angustia y de política «porque te encontrabas obligado a la vía indirecta del lenguaje, a escribir entre líneas, y eso pensabas que te convertía en mucho más subnormal de cara a un lector del futuro»[xiv]. La subnormalidad de la escritura como una crítica social y una forma de resistencia frente a la subnormalidad del sistema, «neocapitalista» y a la vez franquista. Pensemos en un libro como Cuestiones marxistas (1974), perteneciente al ciclo de la escritura subnormal, y en concreto en la carta que Carlos –lógicamente, Marx– escribe a Groucho[xv], donde le dice que su malestar es colectivo e histórico, condicionado por una situación histórica determinada, y que el intelectual es tan víctima de la división del trabajo como el matricero, aunque su dominio del lenguaje le permite «comunicados generales acerca de su desconexión entre realidad y deseo» –de nuevo Cernuda y Eliot–. Tras leer varias veces la carta programática de Carlos, a Groucho le molesta que su «hermano mayor» se haya limitado a actualizar fragmentos de La ideología alemana. Pero el mensaje de Carlos es claro: «Conecta tu malestar con el del proletariado, funde tu rebelión en la gran rebelión»[xvi].