Eduardo Mitre
A cántaros
Pre-Textos, 2021
78 páginas
POR EDUARDO MOGA

La poesía de Eduardo Mitre (Oruro, Bolivia, 1943) navega por lo cotidiano. Narrativa, autobiográfica en buena medida, prosaica —sin que esto signifique demérito, sino mera caracterización: inclinada al pragmatismo, razonablemente antilírica— y coloquial, en A cántaros da cuenta de una conciencia que aúna el recuerdo y la contemplación, que evoca lo pasado con dolor y pasión contenidos y atiende, a la vez, con ojos hospitalarios, al discreto drama de los días volanderos, a los detalles insignificantes, pero cargados de sentido, de una vida que transcurre, silenciosa, en una gran ciudad, que es Nueva York. 

La primera sección del libro, «Elegías», canta a seres queridos y muertos. Tres poetas, el gran Jaime Sáenz —el mayor poeta boliviano del siglo XX, si no de siempre—, Rubén Vargas Portugal y Jorge Zabala, protagonizan sendos poemas. Otros amigos o artistas desaparecidos —François Jacqmin, Jesús Urzagasti, Emmanuelle Riva— comparecen en «La nieve», un largo poema en tercetos polisilábicos y blancos. Y en «El profesor jubilado», Mitre recuerda su propia y pretérita condición de maestro, a la que llevó «una extraña devoción a las palabras», aunque la memoria se le haya vuelto ya «la pizarra / que al final de cada clase borraba». Pero los recuerdos no recaen solo en las personas que ha conocido y que ya no están, sino también en la Bolivia en la que nació y se crio el poeta, hasta que dejó el país para vivir y trabajar en Francia y los Estados Unidos. Así sucede en muchas composiciones de A cántaros y, singularmente, en la que da título al libro, la última del volumen, donde rememora el cielo de Oruro, el jardín de alcachofas de su casa, la madre embarazada («esperando que yo nazca»), el primer viaje a Cochabamba, el río Viloma, el cerro San Pedro, la plaza 10 de Febrero. La melancolía, que atraviesa A cántaros, se acendra en esta parte inicial: se materializa en cuerpos y lugares idos, pero aún palpitantes en la inteligencia y en la piel de quien los recuerda. La desaparición de estas figuras es un hiriente recordatorio del paso del tiempo («¡cómo nos veja / la cruel nevada del tiempo!», dice Mitre, villonianamente, en «La nieve») y de la constante amenaza —o más bien promesa— de la muerte, que alienta en todos los rincones de la vida. En «Aún», el primer poema de la segunda sección del libro, «Mi ventana en Brooklyn», se resume la oposición a esa promesa de la muerte: el poeta expresa su alegría por seguir vivo un día más: «Y aunque cada día más lento, / entre incrédulo y agradecido / aparta con ímpetu / la sábana diaria de la resurrección». 

La poesía de Eduardo Mitre no aspira a decir la grandeza, sino a susurrarla con lo cotidiano e incluso lo nimio: minimalista, construida con el menor número de elementos posible, persigue que la grandeza se constituya por humilde o lo leve, si es dicho con fervor, si cunde, colmado de sentido. Per aspera ad astra, sostuvieron Séneca y luego la heráldica; por lo pequeño a las estrellas, podría ser el lema de Mitre. En varios poemas de «Mi ventana en Brooklyn», el poeta describe a las ardillas que ve en los árboles y jardines de la calle, «súbitas como un relámpago, / rezando como monjitas / —una bellota de rosario». Acredita en estos versos, y en los que les siguen —«pasada la verja, la calle -ligera / como una canoa- fluye con niños»— su aptitud para el símil, con el que consigue aventajadas imágenes, al igual que con algunas metáforas, que en ocasiones alcanzan la condición de greguerías («Mi paraguas florece: esbelto tulipán negro»). En la serie inicial de poemas de la tercera sección de A cántaros, «Íntimas», la atención de Eduardo Mitre recae en otro objeto intrascendente, pero significativo de la voluntad de juego y de vuelo, esenciales para todo poeta (y para toda persona), como son los columpios de los parques de la ciudad. Un haiku titulado «La nana» dice: «¡Dios, qué tristura: / su columpio otra noche / bajo la lluvia!». Y en el poema siguiente, «Mutaciones», atravesado por la pesadumbre de la muerte, leemos: «Era un parque inmenso / lleno de lápidas / convertidas en columpios. // Y los muertos se columpiaban / alborozados como niños». La poesía de Mitre es poesía del instante. Es revelador que utilice el haiku (y, en general, el poema muy breve, de tres o cuatro versos, como hace a menudo en «Íntimas»), porque eso es lo que pretende justamente el poema japonés, según la clásica definición de Basho: captar el instante, eso que, ingrávido, mínimo, casi inaprensible, ocurre aquí y ahora. Y así, con esta misma expresión, acaba el libro: «Pido seguir andando / con la pluma de mi paraguas, / apuntando / bajo el sol o la lluvia: / el aquí, el ahora». En otro poema, «El ángel del instante», Mitre poetiza ese segundo pasajero pero eterno —un reflejo, un ruido, un pájaro— que, engarzado con otros, tan huidizos y tan perdurables como él, constituye la existencia, y vuelve a emplear «el aquí y el ahora», que «son el espacio y el tiempo / de su efímero reino». El instante es la pila en la que el poeta inclina la cabeza, como sucede en «Advenimientos», en el que Mitre canta a la sonrisa de su hija Sofía cuando lo bautiza abuelo. Pero el poeta todo lo hace a ras de suelo, marchando por la tierra y las calles: «Pido seguir andando», ha dicho en «A cántaros». Ese «andando» es otra clave de la obra mitriana, que, además de poesía de lo instantáneo, como un fogonazo o un rayo, es poesía paseante o paseada, poesía ambulatoria. Mitre camina por la ciudad en la que vive y por las ciudades en las que ha vivido, y lo hace con los ojos y los oídos y los poros de la piel bien abiertos. Su sensibilidad penetrante, su mirada y su escucha acogedoras, su memoria vivaz, le permiten apresar las hebras que configuran el tapiz claroscuro de los días, los estallidos callados que nos sacuden a cada momento, pero que pasan, para quien no sabe sentirlos, inadvertidos. 

Sin embargo, este conjunto de estímulos, captados por el fértil vagabundeo del poeta, no se despliega linealmente, sino que conoce la mixtura y la multiplicación. El aquí y el ahora de Mitre son muchos aquís y muchos ahoras: los de los tiempos y los lugares en que ha derramado la vida, unidos en el presente absoluto del poema. En «Apuntes de un viaje», las horas pasadas en Italia, junto al Tíber y al Arno, desembocan, sin apenas solución de continuidad, en el East River, el Hudson y el puente de Brooklyn. Algunos de esos columpios a los que canta Mitre valsan «entre los árboles / en un parque de Brooklyn / y allá / en el Altiplano». En «A cántaros», ve un avión ascender desde el aeropuerto de La Guardia, en Nueva York, y entrar «en el cielo azul / que se desliza hasta volverse / el de Oruro sobre mi casa». A veces, lo que se funde no son dos espacios o momentos distintos, sino el sueño y la vigilia, o un ser y otros seres, como cuando habla de aquellos estudiantes que tuvo y que ahora regresan, «de la vigilia al sueño», y que «esperan que concluya la clase, / como yo, entre ellos sentado». Mitre lucha por recobrar el pasado y vencer al tiempo, ese objetivo inevitable pero inevitablemente fracasado. No abandona los estratos del ayer, sino que los vivifica con la evocación, la amalgama y el latido: «Desandar la senda del tiempo / hasta que el niño que fui / vuelva su mirada hacia mí / y me reconozca de viejo», escribe en «Hoja de ruta». El poema que lo sigue, «Caja negra», reminiscente del «Lleno de vida ahora», de Whitman —un autor con el que Mitre tiene mucho más que ver de lo que su laconismo, frente al carácter torrencial del norteamericano, pueda sugerir—, recuerda su voluntad de perdurar, que se plasma en la supervivencia que le conceda la literatura, en la conexión entre las almas que rescate a la suya de la muerte: «Entonces, cuando me toque, / si abren un libro mío / y leen algunas líneas, // no dirán lo que me habrá / o no sucedido, pero sí donde / —contigo— respiro todavía».