POR SANDRA ALVARADO BORDAS
PRELIMINARES CRÍTICOS DEL CANON Y DE LA POESÍA DOMINICANA

Las historias literarias dominicanas del siglo xx muestran una ansiedad de comparación entre las propuestas producidas desde el propio territorio y las producidas en el marco de los movimientos literarios de Europa, Estados Unidos y América Latina. Esto ha conllevado una marcada y continua percepción deficitaria de la literatura dominicana en donde nunca faltan palabras como tardío y retroceso. La ansiedad por la originalidad y la autonomía, ciertamente, no es una condición propia de la literatura dominicana. Los pensadores latinoamericanos desde los inicios de los procesos de independencia comenzaban a expresar el deseo de construir una literatura diferente a la europea. La ansiedad de influencia de los predecesores europeos era algo con lo que debíamos romper y, aún hoy, la producción crítica dominicana parece externar preocupación por una escritura que estos mismos críticos consideran isleña, aislada y ensimismada, que no logra transcender las aguas del mar Caribe.

Críticos reconocidos enfatizan, una y otra vez, una panorámica de la literatura dominicana caracterizada por la tradición y el cambio (ruptura), la cual concluye con una mirada vacía hacia la entrada del nuevo milenio: poetas individualistas, carencia de lectores y una caracterización de la poesía dominicana desde su calidad y uso correcto del español. José Mármol, poeta y ensayista dominicano, reflexiona, en una reciente publicación titulada «Tradición y ruptura en la poesía dominicana de los siglos xx y xxi. Dinámica de sus movimientos», sobre la tradición de ruptura en la historia de la literatura dominicana. Partiendo de premisas alusivas al ensayo de Emir Rodríguez Monegal, «Tradición y renovación», a la secuencia rupturista de Octavio Paz y a las apreciaciones que hiciera Pedro Troncoso Sánchez en su prólogo al libro de Carlos Federico Pérez, Evolución poética dominicana (1987), Mármol señala una tendencia de ruptura y renovación dentro de una concepción evolucionista de la historia literaria. El vedrinismo y el postumismo de tendencias vanguardistas se alejan del modernismo dariano, luego los «independientes del 40» —marcados por las contradicciones de años difíciles de la dictadura de Trujillo—, la poesía sorprendida, la generación del 48, la generación del 60 y la poesía de posguerra perfilados bajo la resistencia y una literatura comprometida con lo social. La literatura dominicana sigue su curso «evolutivo» en la generación de los 80, y en los noventa con el movimiento del interiorismo y el contextualismo, hasta la poesía actual, la cual, según la crítica dejó de congregarse en grupos o movimientos literarios y desarrolla una actitud individual e iconoclasta.

El abordaje evolucionista de la historia literaria dominicana da pie a una ansiedad frente a la metrópolis, en donde es necesario rectificar, en palabras de Mármol, «la coetaneidad, o bien, la presencia temprana de aquellos conceptos, obras, movimientos y autores innovadores y posteriormente vanguardistas en el ambiente literario y cultural dominicano, pese a nuestro escaso desarrollo socioeconómico […]» (72). El ensayo, publicado en la revista dominicana Ciencia y Sociedad, despliega, basado en las evidencias del libro de Manuel Mora Serrano, argumentos para deconstruir «el mito de la llegada tardía». No sólo Mármol, sino otros críticos muestran esa ansiedad que puede ser leída entre líneas y que, si bien no será el objeto de este ensayo, develará, en el estudio de la poesía dominicana, una marginalidad y automarginalidad de las voces poéticas. En nuestro pasado literario, en el interior mismo de los movimientos, existía esta desazón de lo tardío. Como señala Soledad Álvarez, en «Un siglo de literatura dominicana», refiriéndose a nuestra inclinación por las vanguardias desde la llegada de los marines estadounidenses en el 1916: «El fuego era atizado por el deseo de ruptura y de novedad, así como por la angustia de ese “estar al día” frecuente en los creadores de los países periféricos» (524).

Si bien la tradición de la ruptura es un concepto que ha ayudado a historiadores y críticos literarios dominicanos a comprender los fenómenos de la producción poética, la ruptura, y su llamado a la renovación y al cambio, nos lleva a pensar en las vanguardias literarias, sus experimentaciones con el lenguaje, su relación con los acontecimientos históricos, la clase dominante y una sociedad cada vez más aburguesada. En las vanguardias y en la ruptura hay una resistencia que, en palabras de Rodríguez Monegal, siempre «resulta profundamente revolucionaria porque no puede institucionalizarse nunca y porque no es susceptible de ser orientada burocráticamente» (Rodríguez Monegal). En este sentido, creo que las reflexiones de Álvarez son atinadas en cuanto que logran presentar nuestros hitos literarios y/o ficciones fundacionales de la República Dominicana, las cuales marcan contradicciones en la relación de los intelectuales, escritores y poetas con el poder, y a su vez presentan la inclinación de los movimientos literarios por las vanguardias y la transgresión a lo largo del siglo xx.

Llegados a finales del siglo xx y principios del siglo xxi, la crítica literaria institucionalizada, que se congrega en espacios tales como la Academia de la Lengua, las universidades y el Ministerio de Cultura, tiende a mirar con desdén a la poesía dominicana producida por jóvenes nacidos entre la década de los setena y los noventa. Tanto Mármol como Álvarez concentran sus ensayos en una cronología repetida en más de treinta antologías de literatura dominicana que nos ofrece un acercamiento histórico a las características de los movimientos y sus autores. Ambos argumentan sobre la producción individualista de la posmodernidad, la cual se traduce en una literatura débil, caracterizada por «el desinterés hacia el estudio y el uso apropiado de la lengua» (Álvarez 553); o, como señala Mármol, no existe movimiento poético de ruptura significativo que «merezca resaltarse», aunque sí actitudes individuales, transgresoras, frente a la tradición (89). Con esto, establecen una visión canónica de la poesía que para los años noventa se consagra con el movimiento del interiorismo —El movimiento interiorista. Antología del Ateneo Insular, de Bruno Rosario Candelier—, con un intento de recuperar lo clásico, lo místico y la metafísica, persistiendo así por más de un siglo un espíritu neoclasicista.

Frente a esta idea canónica de la poesía y de la literatura dominicana, podemos encontrar otras voces críticas que se alejan del centro institucionalista y legitimador de una poesía que resulta ser «barroca, culta y verboseada», como la denomina Ariadna Vásquez, refiriéndose a la labor crítica sobre esta poesía que ha venido realizando Pedro Granados. Desde mediados de la primera década del siglo xxi y, sustancialmente, a partir del año 2012, se destacan numerosos esfuerzos de concentrar la poesía del siglo xxi en diversas antologías y/o de integrar esta poesía como «contínuum» de las historias literarias oficiales. Los criterios son varios, pero concentrados en elementos temáticos y en un ejercicio hermenéutico motivado por comprender la escritura como efecto de los procesos identitarios de la nación dominicana que, también, nos lleva a pensar en cómo se ha ido conformando el canon dominicano. En esa línea, vale mencionar el trabajo riguroso de Carmen Cañete Quesada y su antología La nación y su escritura. Colección de voces dominicanas (1965-2017), que, en un interesante diálogo con la Academia Dominicana de la Lengua, logra incorporar voces hasta ahora marginadas por el canon dominicano.

Cañete Quesada integra la poesía, la narrativa y la crítica producida en las últimas dos décadas y dialoga con las antologías y producciones críticas de todo un siglo para ofrecer una perspectiva panorámica y atinada sobre los procesos de canonización de la literatura dominicana. La reflexión sobre la configuración del canon dominicano es un tema poco estudiado por la crítica. Resulta interesante que dentro de las apreciaciones de la literatura dominicana, se ha resaltado la preeminencia de las voces líricas; la narrativa y el ensayo permanecen en segundo plano. Siendo éste el caso, profundizar en los factores que influyen en el canon de la poesía dominicana necesita de esfuerzos académicos colectivos de pensadores dominicanos del territorio y de la diáspora, haciéndose imperante colocar en cuestión a la literatura institucionalizada. La autora de La nación y su escritura, en ese sentido, avanza la discusión. El canon dominicano responde siempre a las agendas nacionalistas de los gobiernos de turno y ha perpetuado, en diversos niveles, el espíritu ideológico que inició con la cultura propagandista del estado trujillista. Lo fervoroso de lo nacional o la exaltación de los valores patrióticos, los temas coloniales e indianistas, las antiguas batallas, el ambiente autóctono y el cristianismo, la ausencia del pasado esclavista, el regreso a las historias del descubrimiento y de la conquista, las apologías han permanecido, según la autora: «en su estado virgen en las antologías y estudios mayormente publicados en los años sesenta y setenta […]. Aquella continuación de la tradición es fácilmente observable en las numerosas reediciones de colecciones e historias literarias hasta entrados los años noventa. De hecho, una gran mayoría de antologadores y colaboradores de esta literatura de propaganda —Max Henríquez Ureña, Héctor Incháustegui Cabral, Emilio Rodríguez Demorizi, el mismo Balaguer, etcétera— siguió perpetuando el canon de los tiempos del trujillato hasta entrados los años noventa» (Cañete Quesada 41-42).

Un efecto perturbador de esta continuidad canónica desde las instituciones es cómo se han excluido las voces poéticas de las mujeres y de otras comunidades minoritarias y/o étnicas. Si bien en los años ochenta comenzamos a notar la presencia de voces femeninas en las antologías y, la construcción de un discurso y de una genealogía de la escritura femenina —gracias principalmente a Chiqui Vicioso y Ángela Hernández—, su inclusión es limitada y fijada siempre en la voz patriótica de Salomé Ureña y en la figura femenina única de la poesía sorprendida: Aída Cartagena Portalatín. Reitero que los esfuerzos desde el centro literario (institucionalizado) han sido lentos en incorporar las voces diversas de la poesía dominicana de los últimos veinticinco años y en enfatizar una escritura femenina arraigada a una tradición literaria de mujeres, que apenas comienza a ser rescatada. Muchos factores intervienen en la falta de revisión del canon, como la ausencia de programas de grado y doctorado en literatura dominicana y las condiciones precarias de las bibliotecas y del profesorado universitario en aquellas universidades dominicanas que cuentan con departamentos de español, lengua y literatura. Los estudios dominicanos han avanzado gracias a la alta representación demográfica de esta población en los Estados Unidos y, por esta razón, ha crecido el interés de las universidades y sus departamentos de español por comprender la cultura y la literatura de la República Dominicana.

En acuerdo con Manuel García Cartagena, la crítica literaria dominicana ha trabajado lentamente en dar sentido a la producción poética de las últimas dos décadas donde los gustos personales han prevalecido por encima del pensar hermenéutico. De aquí que pensadores y críticos que piensan la literatura dominicana, desde otros centros y academias, enfaticen sus procesos metodológicos de selección para evitar la subjetividad y promover la «agenda» personal (García Cartagena, 33).

La crítica literaria local analiza y responde la mayoría de las veces, 1) a una ansiedad de comparación o a la percepción de una literatura deficitaria; 2) al concepto de ruptura para explicar los movimientos literarios del siglo xx y la inclinación de la poesía dominicana por una estética de las vanguardias; y 3) a una crítica institucionalizada que promueve la permanencia de un canon vigente desde la dictadura de Trujillo y que sistemáticamente excluye a las mujeres escritoras y poetas. La crítica de otros espacios geopolíticos fuera de la isla responde y produce discursos hermenéuticos que han resultado, en muchas ocasiones, incómodos y desafiantes para las comunidades de lectores del territorio.

A pesar de una cierta parcialidad para la profundización de los fenómenos literarios más actuales y de los efectos de la globalización en la escritura de los más jóvenes, en la última década se han publicado cuatro antologías que presentan las panorámicas más completas de la poesía de los últimos veinticinco años: «A la garata con puño»: muestra de la poesía dominicana actual, de Ariadna Vásquez, publicada en 2012 por Punto de Partida, la revista de los estudiantes universitarios de la Dirección de Literatura de la UNAM; Indómita & brava. Poesía dominicana 1960-2010, de García Cartagena), publicada en el 2017; Isla Escrita. Antología de la poesía de Cuba, Puerto Rico y República Dominicana, de Néstor Rodríguez, publicada en el 2018; No creo que yo esté aquí de más. Antología de poetas dominicanas 1932-1987, de Rosa Silverio, publicada en el 2018; y Conjugar el verbo arena. Poesía dominicana actual, de Verónica Aranda, publicada en el 2019.

Las antologías mencionadas trazan líneas comunes: las transformaciones sociales y urbanas de la sociedad dominicana están revestidas por el consumo y un crecimiento económico que irá abismando la desigualdad social: la presencia inevitable y desgarradora del capitalismo y la modernidad. Los estudios introductorios de estas antologías listan las nuevas formas literarias, las expresiones poéticas a través de la música, el performance, el escenario de la ciudad, la escritura desde el margen o desde una «conciencia de margen» (Aranda, 11). Falta aún profundizar en la proliferación de las voces femeninas en las dos décadas del siglo xxi y en las astucias de las políticas dominicanas que rehúsan la revisión y que continúan sustentando un sistema patriarcal modelado en valores patrios, concepciones católicas y tradicionales de la familia, cómo señala Cañete Quezada, «La sociedad en general se ve condicionada por un patrón de conducta sexual prácticamente inalterable» (49). Las poetas en su diversidad reaccionan, escriben, cantan, gritan y gesticulan sus pensamientos ante un sistema que continuamente las oprime.