Ramón Andrés
La bóveda y las voces. Por el camino de Josquin
Acantilado
384 páginas
POR CRISTIAN CRUSAT

Declaró una vez George Steiner que, al estar cara a cara con alguien, siempre se preguntaba: ¿Qué vivencias ha tenido esta persona?, ¿cuál ha sido su victoria, o su gran derrota? En otras palabras: ¿qué quiere hacer con su vida? Semejante cuestión sugeriría un punto de vista posible para el biógrafo, si es que se tratara de eso.

Aunque La bóveda y las voces no se configura como una biografía en sentido estricto del princeps musicorum Josquin Desprez, sí cabe reseñar que Desprez se alza como el testigo a través del que Ramón Andrés se adentra en una época (el siglo XV, en lo fundamental) y, por así decirlo, en una dicción. A medio camino entre el cuaderno y el diario, la biografía y la crónica, el libro de Andrés constituye un ponderado registro de apuntaciones que oscilan entre lo íntimo y lo social, siempre a partir de las circunstancias de Desprez. Se trata de un genuino «libro para leer», según la expresión de Salvador Elizondo; de un nuevo anillo alrededor de la «nebulosa biográfica» proclamada por Barthes. Una forma del ensayo, cómo no.

Los lectores de Andrés reconocerán estos rasgos en otras obras de su admirable bibliografía, aunque debería convocarse aquí primero El luthier de Delft (2013), de una erudición y sensibilidad magnéticas, inolvidables en su trazado de las sutiles y decisivas relaciones entre música, pintura y ciencia durante la época de esplendor cultural de los Países Bajos, es decir, durante esa brecha histórica en la que el ser humano aprendió a concebir las esferas de lo íntimo y lo privado. En ocasiones, las inflexiones adoptadas a lo largo de La bóveda y las voces recuerdan también las de Pensar y no caer (2016) por su asombrosa capacidad para interpretar una partitura o un retrato y, así, devolver al lector a las arenas movedizas sobre las que se levantan sus más profundas convicciones. El texto se salpica incluso de fogonazos expresivos y aforismos, cultivados anteriormente en Caminos de intemperie (2022) o Los extremos (2011). Y la presencia omnímoda de la música, siempre, como en Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros (2005), El mundo en el oído. El nacimiento de la música en la cultura (2008), Claudio Monteverdi. «Lamento della Ninfa» (2017), o Filosofía y consuelo de la música (2020). En resumidas cuentas, el último libro de Ramón Andrés significa un nuevo y valioso contrapunto entre las líneas instrumentales de su escritura, vinculada siempre a los matices del pensamiento.

Pero, por encima de todo, La bóveda y las voces es un ejercicio reflexivo sobre el tiempo oportuno y la paciencia. Los apuntes de este cuaderno acechan el latido de las chansons y los motetes de Desprez, piezas de una música «que no es antigua, sino del pasado. Es sagrada, pero su centro está en la tierra; es profana, aunque a la vez celeste». Resuena esta música entre las grietas de un mundo prehumanista, «anterior a la realidad tasada por el comercio del mundo». Cambrai, Gante, Mons, Douai, Brujas y Tournai demarcan esta «tierra prometida de la polifonía», la prodigiosa vereda que nos llevaría de Van der Weyden a Rimbaud y que, en la actualidad, asociamos a las penalidades de la Gran Guerra: remolacha, achicoria, cementerios de la Commonwealth.

A través de la serena prosa de Ramón Andrés el lector acompañará a Desprez por los caminos de Europa, entre ribazos y molinos de agua, peregrinos y capellanes, mulas y oblatos. Hay algo en Desprez de hijo pródigo, esa figura protagonista de la parábola que mejor expresó la confusión de las almas en el siglo XV, el siglo –no lo olvidemos– de François Villon y la peligrosa Coquille. ¿El otoño de un mundo? Al menos así lo explicaban los manuales escolares, que solían escoger El carro de heno de El Bosco para ilustrar este período de transición entre la Edad Media y el Renacimiento: «Me refiero al siglo XV, una época en la que se formaliza, ya sin retorno, la necesidad de escindirse de la realidad para crear una propia, que también defraudará. Lo moderno es, en parte, esta continua forja de universos personales y la inherente desilusión que sigue tras comprobar su precariedad». He ahí, instalado desde siempre, el carro de heno: enorme en su apariencia, fútil en esencia. Desprez tal vez sintió que se trataba de una era inaugural, propicia a una insólita alianza entre el intelecto y el espíritu. Ramón Andrés, por su parte, siente que ese tiempo ya no es de nadie; la búsqueda de nitidez lo ha guiado hasta la música creada en esa encrucijada histórica Y en las múltiples dimensiones temporales que se abren entre el ayer y el hoy ha encontrado la legitimidad de su proyecto.

Acompañándose, pues, de la música y de las razones biográficas de Desprez, el autor de La bóveda y las voces aspira a esclarecerse a sí mismo. Por esta razón dio inicio al cuaderno que acabó convirtiéndose en La bóveda y las voces. Lo comenzó, en concreto, la última semana de 2019. Las apuntaciones del 23 de diciembre de 2019 abren el texto. Estructuralmente, La bóveda y las voces responde en gran medida a la forma del dietario, a pesar de que la escritura se module progresivamente hacia el cuaderno de notas de un ensayista impenitente (razón por la que el neto «sentido del fragmento», tan característico del diario, se subordine al surgimiento de anchas reflexiones y viñetas narrativas que conectan con la naturaleza de escritura y lectura sin planes, caprichosa y aleatoria, típica del ensayo moderno, inseparable de los matices impresionistas y las siempre gratas desviaciones del centro de gravedad temático).

Del 23 de diciembre de 2019 al 29 de diciembre de 2020, Desprez guiará a Andrés en su particular forma de pintar el tránsito de un año de vida. Y qué año. «No pinto el ser», escribió Montaigne; «pinto el tránsito». Esto es: no hay cosas, sino procesos. En su texto, el dizque confinamiento se entrelaza con los hechos de una vida que no deja de correr en los siglos anteriores: «25 de marzo. Algunas personas cercanas me escriben diciendo que se sienten angustiadas. Les digo que se abandonen a la pasividad. Que se dejen. No se trata de filosofía budista ni hinduista ni estoica, tampoco es un consejo tomado de la Guía espiritual de Miguel de Molinos, sino la aceptación de que nuestra voluntad está en falso cuando cree que, por instinto, todo nos es alcanzable». De la manera más inesperada y oblicua, las referencias al covid-19 constituyen el principal rasgo diarístico del conjunto, en especial si se considera la proverbial vinculación entre diario y enfermedad (recuérdense los padecimientos consignados en sus diarios por Pavese, Pizarnik, Katherine Mansfield, Ribeyro…). En este caso, es el mundo el auténtico enfermo.

Al trasluz de las calamidades tardomedievales o de la peste desatada en Ferrara en 1504 (de donde tuvo que huir el propio Desprez), Andrés consigna también las vicisitudes del coronavirus y los vaivenes de un «tiempo de adversidades, despropósitos y pérdidas». No obstante, cumple rechazar cualquier identificación entre el texto de Andrés y los llamados «diarios de confinamiento». Las referencias a la pandemia se integran en la pintura general del tránsito, cuajada particularmente de viajes, de teofanías escondidas y, sobre todo, del vértigo de una música que «nos desplaza como centro, y ese desplazamiento es el único auxilio que puede asistirnos ante el cepo dentado de la trampa que nos ha traído hasta aquí».

Mientras tanto, gracias a su franca mirada humanista, Andrés entrelaza trayectorias personales, estilos artísticos y anécdotas; cumple destacar el modo en que examina la figura de Juana I de Castilla (a quien prefiere llamar la Melancólica), recluida en Tordesillas mientras resuena la música de Desprez, uno de los compositores escuchados en la corte. Al cabo, la identificación entre épocas y caracteres es verdaderamente significativa, si bien esto no constituye el propósito del libro, que gravita en todo momento en torno a las peripecias biográficas de Desprez y se propulsa a partir de la meditación musical. Al cabo, encontramos en La bóveda y las voces una nueva faceta de esa ética destilada en la bibliografía del autor, adaptada con enorme naturalidad al rostro de Josquin Desprez, quien no precisa reflejarse en la mirada de otro para ser: «No llenar, dejar que una mente tenga su propio silencio. Callar no significa no decir».

En La bóveda y las voces –libro que guarda un acusado «aire de familia» con magistrales libros recientes como Mi vecino Montaigne, de Juan Malpartida, o Stendher en Santandal, de Moisés Mori–, la música acompasa el correr de los días y las calamidades, mientras se hace tarde y alguien se duerme con la música de Desprez, de Ayub Ogada o, como esta noche en el caso del reseñador, del hechizante álbum Umdali de Malcolm Jiyane Tree-O. La bóveda –el mundo– y las voces –su polifónico misterio–.