«Hay que pedirle a la inteligencia que actúe»Por Carmen de Eusebio
Ramón Andrés (Pamplona, 1955) es ensayista, pensador y poeta. Entre 1974 y 1983 ejerció su primera actividad profesional como cantante, centrado en el repertorio medieval y renacentista, con instrumentos antiguos. Gracias, además, a su formación musical, ha escrito libros como el Diccionario de instrumentos musicales. Desde la Antigüedad a J. S. Bach, con prólogo de sir John Eliot Gardiner (última edición de 2009); W. A. Mozart (2003 y 2006); Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros (última edición de 2014; Premio Ciudad de Barcelona 2006); El oyente infinito. Reflexiones y sentencias sobre música. De Nietzsche a nuestros días (2007); El mundo en el oído. El nacimiento de la música en la cultura (2008 y 2014); Diccionario de música, mitología, magia y religión (seleccionado por el diario El País como mejor ensayo, 2012 y 2014); El luthier de Delft. Música, pintura y ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza (seleccionado por el diario El Periódico como mejor ensayo, 2013 y 2014), y Claudio Monteverdi. «Lamento della Ninfa» (2017). En el terreno literario y ensayístico, ha publicado Tiempo y caída. Temas de la poesía barroca (dos volúmenes, 1994); Historia del suicidio en Occidente (2003), estudio ampliado y editado bajo el título Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente (2015); No sufrir compañía. Escritos sobre el silencio (siglos xvi y xvii) (2010 y 2015) y Pensar y no caer (2016). En poesía, han aparecido La línea de las cosas (1994; Premio Ciudad de Córdoba), La amplitud del límite (2000) y Poesía reunida y aforismos (2016), así como un libro de aforismos, Los extremos (2011).
No vamos a abarcar en una entrevista la variedad y complejidad de su obra, que comprende la historia de la música, la filosofía, la mitología, la literatura y el arte, su tarea de estudioso y ensayista, pero también de poeta, algo que no sólo está en sus poemas, sino en su prosa. No obstante, sí me gustaría que pudiera dar una imagen suya como escritor. Hay, creo, una nota que recorre sus escritos, desde sus ya antiguos estudios sobre la poesía barroca a su espléndido Monteverdi. «Lamento della Ninfa»: no cejar, no caer, no ceder a la complacencia. ¿Saber y ser están implicados?
Por supuesto que sí. El saber, el conocimiento son formas de responsabilidad y no podemos alcanzar el ser sin la implicación profunda con lo que hemos aprendido. Aprender es un don, pero también una deuda. No sé si soy capaz de hablar de mí como escritor, tal como me sugiere. Sólo decirle que escribir es una forma de resistencia, un modo de no sucumbir y, asimismo, una manera de recordar el sentido de las cosas, algo que a menudo, en plena época nihilista, se nos olvida. Usted me preguntará: «¿Una forma de resistencia?». Sí, una manera de oponerse, de hacer frente a las acometidas de un mundo dominado por el narcisismo, la sobreabundancia y la precariedad moral. Por otra parte, debo comentarle que para mí la escritura y el estudio son, además, dos maneras de ordenarme. Escribir me orienta, lo mismo que aprender de los maestros.
Usted ha desarrollado una amplia obra reflexiva, pero se diría que está lejos de pensar sólo con la lógica, en el sentido estricto, y que recurre a la música, la pintura, la poesía, diría que incluso a los hechos, para que todo piense, sea una propuesta de saber. ¿Hay algo de esto?
Su pregunta es sutil, nadie hasta ahora me había preguntado acerca de ese camino «lógico que no está en la lógica». Lo entrecomillo porque puede parecer una paradoja. Hace ya algunas décadas Heidegger señaló, sin duda con acierto, que uno de los problemas de Occidente era y es la incapacidad de aplicar la razón fuera del camino de la lógica. Sólo sabemos discernir guiados por un razonamiento lógico. Esto nos limita y hace previsibles, muy previsibles. La consecuencia de ello es una falta de imaginación, letal para el ser humano y también para la sociedad. La razón, si le exigimos todo el potencial, si apuramos toda su capacidad, si apostamos por ella, nos ofrece de continuo nuevas vías, distintas formas de hacer. Se trata de no acomodarse. Cualquier verdadero escritor, cualquier artista auténtico, pero también cualquier científico que se precie, necesariamente debe regirse por unos parámetros que no son los de la lógica convencional. El lenguaje musical, el poético, el artístico son puertas abiertas a un modo distinto de hacer.
Usted es músico y poeta. ¿Hay alguna tensión entre la subjetividad de la música, quizás la más abstracta de la artes y que se dirige al oído y, por lo tanto, al tiempo antes que nada, y la poesía, en la que busca —confiesa usted mismo— una cierta objetividad, una salida a la estrechez subjetiva?
Aunque, ciertamente, son dos lenguajes distintos, no se oponen. Sin embargo, yo no diría que la música es más subjetiva que la poesía, si bien, es verdad, ha vivido momentos de subjetividad extrema, caso del romanticismo y del posromanticismo. Hay partituras pertenecientes a esos periodos que no por valiosas dejan de ser asfixiantes. Monumentos del ego. Considero que el creador no debe tener sólo como punto de partida su propia subjetividad. En el pensamiento y en el arte, lo mismo que en la música y la poesía, el reto estriba en sobrepasar el límite de tus convicciones y certidumbres. Ir más allá de lo que tu subjetividad permite. Hay que pedirle a la inteligencia que actúe y que no viva complacida en el pequeñísimo mundo de cada uno, que, al fin y al cabo, es un suburbio de la existencia, una humildísima parte del todo.
La razón, si le exigimos todo el potencial, si apuramos toda su capacidad, si apostamos por ella, nos ofrece de continuo nuevas vías, distintas formas de hacer
Todo en su obra supone una apuesta por salir del ego, no de la vida propia, sino de la tiranía del yo, esa entidad tan fantasmagórica, más cuanto más se afirma. ¿Cómo ve la industria cultural de hoy? ¿Es una apuesta por la búsqueda o por «el único y su propiedad» (Stirner)?
Sus palabras están en sintonía con lo que acabamos de decir, y hace bien en plantear y en hablar de la tiranía del yo. El ego, su exceso, es un depredador insaciable, una máquina de generar deseo. Sentirse único y propietario está en la base del narcisismo al que hemos aludido. El depredador tiene hambre, por eso, en el mundo desarrollado, se ha vuelto un consumidor compulsivo. Hemos perdido la condición de ciudadanos para ser unos simples clientes. Lo que usted llama «industria cultural» tiene ya mucho de entretenimiento y de satisfacción del ocio, nada más. Apenas hay implicación por parte del receptor. Obviamente, esto no es la cultura, porque la cultura de verdad, la insobornable y radical por su capacidad de propuestas, sirve, precisamente, para cuestionarlo todo. El lenguaje nos traiciona: verá que últimamente se habla de consumir libros, de consumir música. No es lo mismo un lector que un «consumidor de libros»; no es lo mismo un oyente que un «consumidor de música». El lector y el oyente ―o el que va a un museo o a ver una buena película― han sido desplazados por esa noción de consumidores. Han relegado al oyente, al lector y al espectador a un segundo orden, el de usuario o comprador. Un buen lector, un buen oyente son irreductibles y nada tienen que ver con la pasividad del que «come» porque se aburre.
Usted que representa, o eso me parece, la encarnación de una refinada cultura, tiene muchas dudas de que la cultura sea lo que solemos denominar como tal. ¿Qué es para usted?
No creo que mi persona encarne, como usted dice, la idea de una refinada cultura. Simplemente, he procurado leer y aprender sin descanso, lo cual requiere una buena y reiterada dosis de humildad, un término este apenas hoy reconocible. Sin caer en la ingenuidad de algunos ilustrados, debemos aceptar que la cultura nos hace estar más atentos, sobre todo si la entendemos como una fuente de saber, pero también como un elemento ético. Por eso la cultura es capaz de modificar, de transformar y proponer pensamiento. Si los Estados se afanan por restringirla en las escuelas, por acotarla a un terreno reducidísimo, es porque su ausencia crea sumisión y comportamientos homogéneos, es decir, obediencia.
Debemos aceptar que la cultura nos hace estar más atentos, sobre todo si la entendemos como una fuente de saber
Leyendo El luthier de Delft, he tenido la sensación de asistir a un mundo de un tiempo minuciosamente artesanal y, por lo tanto, a un tiempo distinto, hecho de parangones ocultos. Su libro es estudio muy detallado e histórico, donde recurre a los mismos instrumentos (objetos hoy existentes), a la literatura al respecto (historia y ciencia) y a la pintura. Su amor a la música lo lleva a ese archivo razonado y a la puesta en pie, en escena, de una sensibilidad que sitúa a la analogía al servicio de una trascendencia de los límites. La caja del violín, émula de la estructura de una catedral. ¿Cómo se construyen los instrumentos hoy? ¿Qué ha cambiado, además de nuestro saber tecnológico?
Le agradezco la lectura. El libro, en verdad, es un homenaje a las manos y al silencio, pese a que trate de música. Nuestras manos «ya no tocan»; y nuestros oídos soportan, con raro estoicismo, el ruido de fondo de esta máquina productora de una realidad que encubre a la verdadera, que nos ha sido ocultada. La sobreabundancia que hoy poseemos sirve para adormecer y encubrir lo que hay de esencial en la vida y en cada uno de nosotros. Situar el libro en Delft, en la Holanda del siglo xvii, me permitió hablar de Spinoza y de Vermeer, pero también de un músico como Sweelinck. Los tres, a su manera, propusieron un mundo sin filtros, valiente ante las contradicciones que nos son consustanciales. Respondiendo a una parte de su pregunta, puedo decirle que el oficio de luthier sigue teniendo mucho de artesanal. Cuento con buenos amigos que se dedican a este apasionante quehacer y le aseguro que son auténticos artesanos que desconocen, cuando trabajan, el reloj. Se guían por el amanecer y el atardecer, como los campesinos. Esta generosidad revierte en el resultado final del instrumento. Hoy existe una industria de la construcción de instrumentos, si bien nada tiene que ver con la obra salida de un pequeño taller donde la paciencia y la minuciosidad lo son todo. Esto no quiere decir que esté en contra de la industria que usted menciona, bien al contrario, es muy necesaria para los aficionados y quienes se inician en la música, pues por un precio razonable pueden comprar un violín o un violoncelo dignos.