POR ROCÍO OVIEDO PÉREZ DE TUDELA
El carácter esencial de la literatura de Gómez de la Serna tiene su fundamento en la serie de imágenes que provoca en él la contemplación del mundo. Las greguerías incluidas en un libro como Muestrario son definidas por José Enrique Serrano como una vulneración de la realidad (Muestrario, p. 25) o como una contemplación de la descomposición de la vida «detrás de la vida» (ibídem, p. 444). Pero lo que se puede afirmar, más allá del tono decadente de estas consideraciones (vulneración y descomposición), es su percepción de otra realidad, que subyace a la experiencia tanto de lo vivido como de lo contemplado y que brota como una zarza que invade el presente. En este hacedor de imágenes se multiplican las figuras retóricas, ya sean metáforas o, más frecuentemente, hipálages, si bien, a su vez, surgen otras más contemporáneas que lo ubican en contacto con el cine y la fotografía. Estas circunstancias ocasionan tres tipos de aproximación a la incógnita de la imagen en Gómez de la Serna: un acercamiento acorde con la retórica clásica, un acercamiento desde la perspectiva de su contacto con el cine y un tercer acercamiento que trata de la inserción de imágenes dentro del texto y su diálogo con el mismo. Esta insistencia en su intento de representar el mundo y el misterio que rodea a cada elemento del universo provoca un singular desasosiego con respecto a las formas habituales de la representación; una especie de melancolía entendida al estilo clásico del genio inconforme, cercano a la locura.[i]

Su literatura es una caza interminable de lo extraordinario que ha de vestirse, como él mismo indica, con la única forma apetecible. Es consciente de esta tensión última relacionada con el concepto de lo inefable, aunque sin mayor afán de trascendencia. Inefable (inexfabilis)[ii] porque mantiene en latín una clara sinonimia con la palabra indecible (indicibilis), de igual modo que hubiera podido utilizar inenarrable (si bien perdería su contenido místico): «Lo indecible ofrece su desove a los literatos» o «Qué bello cuando se diga “¡Ya no existe lo indecible!”» («Las palabras y lo indecible»).

Antonio Garrido señala que, precisamente lo inefable, según Curtius, es un tópico en torno al que se puede estructurar toda la literatura occidental y, de acuerdo con Jankélévitch, diferencia entre lo inefable y lo indecible.[iii] Aunque se puede considerar, en el caso de Gómez de la Serna, conforme con su iconoclasia y anticlericalismo, que la relación con la mística y su deseo de convertirla en profana serían un acicate para establecer la relación indecible-inefable.

En todo caso, se puede advertir en Gómez de la Serna una tensión por encontrar lo extraordinario dentro de lo cotidiano, lo que parece relacionarlo con la tensión melancólica de lo indecible, que provoca la búsqueda de la imagen retórica en la mística. Es una búsqueda de lo «sublime» en el concepto de Plotino. O una búsqueda kantiana acorde con las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, si bien más cercano al concepto de genialidad de Schopenhauer (capítulo xxxi, El mundo como voluntad y representación). Las vanguardias apelan constantemente a la imagen ante la sensación de impotencia para expresar con palabras el complejo mundo que rodea al hombre.

Por ello no sorprende su batalla con la palabra que indaga en el espectro de posibilidades que contiene para prolongarse infinitamente en una meditación que consuena en la esencia del pensamiento: «Un crimen como un látigo caído» (Pombo), «Yo sé que el vino no huye dando gritos a la llegada del invierno», «Caigo al imperio de los nomeolvides» (recogido también por Neruda) o puede ver el dinamismo de «los ángulos» que «son unos pájaros que quieren volar».

Y es precisamente este afán por expresar la esencia de la existencia efímera y la tragedia humana (lo indecible) donde encuentra su originalidad y su dinamismo el relato. Una tragedia que no se detiene a lamentarse en una esquina, sino que se viste con traje de fiesta, con un dejo de humor aparente del que se desnuda para mostrar lo descarnado de su propia reflexión en ese «suicidio que dura toda la vida». O con el aire lúdico y humorístico que rompe con el tabú y lo correcto. O esa música que se desprende del piano de cola cuando abre «su gran boca de ballena» (p. 242).

Casi una obsesión por la imagen en todas sus formas, ya sea retórica o bien pueda incluirse en el formato de una fotografía o un dibujo. La inserción de imágenes en Pombo se va a convertir en una constante y, en Ismos (1931), él mismo confirma en el arte nuevo la búsqueda «en los objetos y las imágenes» (p. 13). Incluso llega a diseñar un cuadro con el término «Lo nuevo», como ya hiciera en Pombo. Ilustraciones que no abandona, sino que, más adelante, acompañarán a sus greguerías, como las publicadas en la revista Blanco y Negro entre julio de 1930 y julio de 1935.[iv] Un hecho que parece constatar la necesidad de la imagen gráfica para completar a la palabra.

Como indica en el prólogo Andrés Trapiello, la tertulia de Pombo, acorde con el concepto ramoniano, se considera una de las bellas artes y, como tal, se la va a describir a lo largo de sus infinitas páginas. Tan infinitas como las poliédricas facetas que muestra la contemplación de todos sus lados y da cabida a una de las características más originales de Gómez de la Serna: la curiosidad que lo lleva a agotar el caudal de posibilidades que una misma realidad le ofrece, como si siguiera la premisa de Keyserling.[v] Es, en verdad, el punto de vista de la esponja, pero siendo él mismo la esponja que todo lo absorbe: «visión varia, neutralizada, sin predilecciones, multiplicada» (Obras completas, xvi, p. 793).

I. LA RETÓRICA DE LA IMAGEN
La figura retórica más repetida tanto en Pombo como en Muestrario es la personificación que dota de vida propia a lo necesariamente inanimado. Si los espejos miran, las paredes son neutrales, «no fisgan ni rechupan» (Pombo, p. 24). Incluso una inocente tarjeta se convierte en fatal en Nuevos caprichos (pp. 535-537) al transformarse en una tarjeta enlutada. O bien expresa su opinión favorable a las ventanas, que pueden mostrar mayor belleza que los balcones, a los que califica de «indiscretos» (Muestrario, «Variaciones», p. 629). Es la percepción vanguardista de los objetos que se animan y cobran vida. Surge la inquietud del hombre cuando contempla un mundo que escapa a su dominio. Es la inclusión de lo extraordinario dentro de lo cotidiano, que auspicia tanto lo fantástico como el realismo mágico posterior.[vi] Tal vez pudiera relacionarse incluso con la «teoría del disparate» que rescata Ioana Zlotescu, definida por el autor como «cuadro de pesadilla», «grandes arañas que bajan del cielo claro», «conatos de drama, de escena, de realidad abrupta y borrosa» (Disparates, v, p. 444; Zlotescu, 2016, p. 212). Pero, si existe la personificación en lo inanimado, con mayor razón se aplica a los seres vivos. El gato se humaniza y se convierte en paladín «de las malas asechanzas», al tiempo que aprovecha su glotonería para devorar «los malos espíritus que sólo él encuentra y caza». De acuerdo con la retórica, esta personificación del animal se redacta en paralelo a la atracción seductora del diván («La Venus de los divanes»), que «mira con sus ojos del color del tiempo» (Pombo, p. 41). Las personificaciones continúan a través de toda la obra y no sólo cobran vida en el texto, sino que lo invaden de imágenes: el Café del Domingo es un personaje que viste, precisamente, de «domingo»: «Es un buen chico que lleva un pañuelo de seda sobre el cuello de la camisa» (Pombo, p. 256).

La imaginación desborda en la sinestesia y «El arroz helado» llega a ser tan esencial como para hacerle recordar que ya conocía su sabor porque lo probó su madre en el embarazo. A la creación, por tanto, de la movilidad inquietante de lo estático se suma la hiperbolización en todas sus variantes, pero que busca, esencialmente, lo mismo que el cine: dotar de vida y comunicar las sensaciones que él pudo experimentar en la botillería, incluso en los aspectos que no es posible copiar en el cine, como los sabores y los olores que se insinúan a través de las palabras, dando lugar a la sinestesia tan buscada por sus predecesores, los modernistas. La imagen sinestésica llega a su máxima expresión en esa tarde donde se esparce el aroma del «espeso guiso de ropa vieja», término que contagia a algunos habituales del café, como Mariano de Cavia o Palacio Valdés, que ha pasado a ser el «viejo académico de Pombo» (p. 51).