Todo se observa desde el interior del café. Para avalar esta situación nos encontramos con las dos imágenes de la página 47. La joyería As se contemplaría, efectivamente, tal y como se representa en el libro si lo miramos desde una de las ventanas y, de igual modo, el anagrama de Pombo se leería desde dentro, es decir, escrito de derecha a izquierda y no al contrario, como sería lógico, porque, una vez que ha introducido al lector en el café, todo transcurre desde el interior. Es, por tanto, una necesidad de fotografiar la escena y transmitir sus impresiones de una forma visual que auspicia su relación con el cine.

Las comparaciones y las metáforas se suceden como refiere la imagen de la página 56, donde recuerda que Pombo es la manzana 68. Imagen que hará las delicias de Gómez de la Serna, porque es la manzana de «numero más redondo», una llamada tácita a fijar la mirada del lector en los círculos del seis y del ocho.

El uso de la comparación es la imagen retórica más habitual. Como cuando compara las grandes bandejas de metal que tienen siempre cerca los camareros con los escudos de los legionarios (p. 240) o con un equilibrista japonés cuando lleva la bandeja sobre la cabeza (p. 241), o esos «zapatos de terciopelo» que «son como un antifaz para los pies» (Muestrario, p. 586).

Otro de los recursos retóricos será la fragmentación, habitual en las vanguardias. Su frecuencia mayor surge con la descripción de los contertulios, como Rafael Urbano, que usa «bigote arbitrario y corbata mal hecha» (p. 126); Corbalán con su cabeza grande y lampiña (p. 118), o Alfonso Reyes, que mira y penetra las cosas «como si una de sus pestañas fuese muy larga y muy aguda y atravesase el corazón de cada cosa» (p. 114). Más acusada resulta la fragmentación en las greguerías de Muestrario, donde lo esencial de la mirada será el blanco de los ojos, que es «lo frío, lo aporcelanado, lo de nadie» (Muestrario, p. 570).

La enumeración caótica o un exceso del uso de la anáfora son habituales cuando describe escaparates o con las cosas que rodean a los habituales del café, pero son aún más atractivos en la calle porque transmiten el dinamismo de una ciudad poblada de sujetos, ya sean objetos que se mueven o transeúntes. Lo sorprendente es que el propio autor es consciente de que percibe lo contemplado como si se tratara de un cuadro cubista («realidades secas y quebradas»).

¿Cómo podríamos apuntar esas realidades que no son más que realidades secas y quebradas? «Ese letrero de “Se corlean camas”: ese cielo tan empolvado de luz, tan blanco de luz que resulta tan profundo como sólo lo es cuando es profundamente negro; […] ese cochero que para su coche para hacer un cigarro; ese poste al que hacen cosquillas las ramas del árbol próximo, los letreros de la tiendas, el soldado, los carros, el cielo rayado por los cables, el guardia civil […] que hace eterna guardia en la tienda de objetos de mimbre. ¿Dónde colocar esas cosas que sólo merecen una anotación sin comentario?» (Muestrario, p. 569).

II. EL EFECTO CINEMATOGRÁFICO
LA CÁMARA
En Pombo el lugar se describe mediante una acumulación de efectos que pueden ser considerados cinematográficos,[vii] aunque él mismo en sus memorias (Automoribundia) afirmara que el cine nada tiene que ver con él y a pesar de su novela Cinelandia y de su reconocimiento, puesto de manifiesto en las citas que a él se refieren en las greguerías.[viii] Sin embargo, la introducción del lector en Pombo bajo la mirada de Gómez de la Serna nos produce la impresión de llevar al hombro una cámara con la que se detiene en los aspectos más particulares e incluso insignificantes de la botillería. Acumula, así, un deseo de representación viva, visual —pero en tres dimensiones— y dinámica. El objetivo recorre como en un travelling los alrededores de la calle Carretas, las librerías, el hotel, la taberna de Sixto y los inquietantes objetos ortopédicos que lo obseden, y en los que Ramón, cámara en mano, se detiene: esa cabeza «con toda su tripería cerebral al descubierto […] somos nosotros sin antifaz» (p. 20). Una cadena de descripciones que llevan al expresionismo fauvista: «Suspensorios indecentes, lavativas, pezoneras, paquetes de algodón azules y con esa cruz roja que nubla de sangre la vista» (p. 20). Una acumulación caótica de enseres que rompen con el tabú de lo indecible, con un tono claramente decadentista que puebla por igual de objetos e imágenes la mirada. Y, frente a las mutilaciones que esconde la ortopedia, el acogedor lugar que va a ser objeto de su obra, la botillería que se presenta con la minuciosidad de una imagen de un objetivo detenido que, de forma paulatina, se alza a escrutar, a cámara lenta y en contrapicado, sus grandes balcones abiertos («cerrados al sueño»), o sus balconcillos, para bajar y centrarse en la puerta y acceder al interior (plano picado), atravesando dos puertas que se abren en sentido diferente, lo que nos deja con una imagen kinésica en la retina (en plano medio). Una imagen plenamente cinematográfica. Ya en el interior, la panorámica muestra la entrada a los cinco gabinetes y un salón, comunicados «por bellos arcos». La imagen se completa con múltiples planos detalle con efecto zoom —el mostrador, las dos escaleras, el cordón de seda roja con campanilla, el empapelado crudo de las paredes, las mediacañas doradas, los relojes de pared, los visillos de encaje, etcétera— que conducen directamente a la cripta (pp. 24 y 25).

Descripciones complacientes y enaltecedoras del lugar que, de repente, se interrumpen, al igual que en las secuencias precedentes, para entrar en el patio coloreado con tonalidades oscuras, mientras juega con los efectos impresionistas de iluminación y sombra: su pozo, su cajón de sal gorda, su cajón de hielo, hasta tropezar con la pared y elevar el objetivo, alzar la mirada en busca de luz para encontrar la galería de los pisos sucios y desiguales, los cristales cubiertos con papeles o pintados, mientras vanamente «se intenta triunfar del patio». Lo más inquietante es la descripción que se va lleva a cabo, porque hay un alma en cada estancia que describe y una personificación clara que mueve a una naturaleza en su mayor parte fabricada por el hombre, y que debería estar inmóvil, exenta de emociones, pero que, en apariencia, amenaza y oprime, al tiempo que nos deja la sensación de que somos ilusos si pensamos que podemos dominar incluso los espacios que construimos o conocemos.

La imagen de los espejos[ix] muestra, asimismo, otra realidad, que se contempla a través de la lente del objetivo: no devuelve nuestra imagen, sólo retrata e inquieta y produce desasosiego, porque los espejos cortan la vida y se quedan con «lonchas nuestras, lonchas por decirlo así, de una sola dimensión» (se supone que frente a las dos dimensiones del cine). Esta acción del espejo, páginas más adelante, cobra una perspectiva cinematográfica al convertirse en «fotógrafo que se queda», de tal manera que se intercambian las realidades: el mundo referencial pasa a ser visto a través del mundo virtual del espejo. Como si la cámara se situara frente al reflejo. Más claramente se percibe en Muestrario, en el que añade otro aspecto cinematográfico a los espejos, la duración: «Estábamos solos mirando pasar los coches de los muertos lentos e interminables, a través de las ventanas del café […], en los espejos donde duraba el pasaje mucho más, […] mirando un carro de esos que adquieren mucha gracia tirado por un caballito galopador y alegre» (p. 570).

La descripción del lugar se ha cerrado con la referencia a la tertulia, la espera detenida, ya que no se sabe quién llegará. Es en este momento cuando comienzan a proliferar los dibujos, el primero es el de Salvador Bartolozzi, que dibuja a Calleja, a Ramón, a Manuel Abril, José Bergamín y a él mismo. Este tipo de representación gráfica, el retrato en todas sus variantes, ya sea fotografía, pintura o dibujo, es el más frecuente en Pombo. Porque el interés de Gómez de la Serna se centra en el hombre cuya acción es capaz de ver incluso en los objetos, a los que indefectiblemente humaniza. Una circunstancia que ha de dotar de movimiento a las escenas que narra —para evitar la quietud de la muerte— y, por lo tanto, confiere dinamismo cinematográfico. Las páginas siguientes se detienen en los personajes tanto asiduos como no a la tertulia, de igual modo que se acompañan de los dibujos de Albin, que añade a los ya citados Gustavo Maeztu y Solana, en el primero, y a Rafael Romero Calvet, en el segundo. Mientras, aguarda con su trapo al brazo, como paladín, Pepe, el camarero, también fotografiado en el volumen.

Tal vez el dibujo más señalado es el que se debe a la pluma de Gómez de la Serna y que recuerda, por sus sombreros de copa, el cuadro de Rembrandt Los comerciantes de tejidos.