Seis años más tarde, Carmelo Rodríguez decide regresar de su «exilio» en tierras parisinas, pero todavía con el miedo que atenaza sus movimientos y condiciona la transparencia y transmisión de los datos biográficos que le afectan personalmente y que han pasado a convertirse en una fuente constante de chismorreos y suspicacias entre el nuevo grupo de amigos. Más tarde, cuando él y Ernesto Gonzaga decidan recurrir a un anuncio de prensa para localizar a una funcionaria del Ministerio cuyo nombre es, en sí mismo, todo un misterio —no saben si es Irma o Irene—, aparecerán no sólo las consabidas «chicas prepago» (246) que han malinterpretado el anuncio, sino también miembros de la policía secreta que han leído el mensaje en clave filoterrorista, desvelando no sólo la tensión social que se vive en Colombia, sino también el estado policial que día a día alimenta el sentimiento de paranoia y asfixia de la sociedad colombiana. Como le revela uno de los policías: «—Hemos filtrado información de amenazas contra destacados funcionarios y contra la institución en general, dijo el otro hombre, la mención que usted hace del Ministerio infunde sospechas de una nota en clave para preparar atentados» (247).
La idea inicial de alquilar o comprar una casa en la que establecerse con Lisa y los hijos permite al narrador todo tipo de consideraciones sobre las transformaciones urbanísticas que han tenido lugar en la ciudad (Bogotá) durante la década de los años ochenta y principios de los noventa, lo que sumado a los otros marcos temporales en los que transcurren sus novelas convierte a Luis Fayad en el gran cronista de la vida citadina en la capital colombiana,[3] heredero natural del cronista neogranadino Juan Rodríguez Freyle, cuya obra El carnero aparece en repetidas ocasiones entre las páginas de Regresos. En realidad, la ciudad a la que llega Ernesto Gonzaga después de tantos años le resulta completamente desconocida, con sus nuevos barrios residenciales, el empobrecimiento y la conflictividad de algunas zonas tradicionales, el despoblamiento del casco antiguo de la ciudad, las continuas y crecientes tensiones sociales, los desniveles económicos derivados de la implantación del neoliberalismo económico, con su arrinconamiento implacable de los sectores sociales más desprotegidos. Para conocer la intrahistoria de la ciudad en los últimos veinte años, nada mejor que los conocimientos atesorados a golpe de venta y alquiler de doña Aurora Céspedes, un personaje con un perfil extraordinario, inteligente, organizada, intuitiva, auténtica matriarca que parece conocer las necesidades materiales y espirituales de los personajes que intervienen en la obra y que está en consonancia con los grandes personajes femeninos que jalonan la narrativa de Luis Fayad. De hecho, nadie mejor que ella para ofrecernos panorámicas globales sobre los cambios que ha vivido la ciudad en las últimas décadas, lo que convierte a Regresos en una novela complementaria a las tesis urbanas expuestas en Los parientes de Ester (55-93).
Luis Fayad ha sido de los primeros escritores colombianos en plantear el impacto ecológico que se ha producido como consecuencia de la violencia, los desplazamientos humanos a las áreas suburbiales o la ocupación de grandes zonas naturales por parte de la guerrilla, el ejército o los paramilitares, dando voz, incluso, a las comunidades indígenas tan perjudicadas por los cultivos de coca gestionados por los grandes cárteles del narcotráfico, como vemos en su novela Testamento de un hombre de negocios.[4] En Regresos es el antropólogo Ernesto Gonzaga quien permite desvelar a los lectores aspectos poco conocidos de la realidad colombiana, casi siempre ausentes del canon literario de las últimas décadas. El protagonista «regresa» a su Colombia natal para hacerse cargo de un proyecto de integración de las comunidades indígenas del Amazonas, en un intento vano por evitar que amplias zonas del país se conviertan en auténticos parques temáticos para el turismo rural, cuyas ofertas y paquetes de viajes incluyen vuelos chárter, estancias en la zona en hoteles acondicionados, viajes fluviales con guías locales, encuentro con las comunidades indígenas, todo ello favorecido, como informa uno de los hermanos Gonzaga, gracias a que «de esa zona se retiró la guerrilla y los paramilitares no tienen fuerza», al tiempo que «se ve a la tropa patrullando» (122) no sólo por las zonas rurales, sino también por cualquier calle o plaza de la ciudad, lo que debe interpretarse como una denuncia a la creciente militarización y vigilancia policial del país en los años más duros del narcotráfico.
No obstante, el creciente interés por incorporar al Amazonas en las rutas turísticas es visto por Ernesto Gonzaga y su equipo de colaboradores como una verdadera amenaza para las comunidades indígenas y su entorno, posibles víctimas de un imparable deterioro no sólo del ecosistema en el que viven, sino también de sus formas ancestrales de vida. Sin embargo, cuando el proyecto del Amazonas decae por falta de recursos económicos, el protagonista va a recibir otras propuestas de asesoramiento directo o indirecto que permiten pulsar la complicada situación que viven diferentes sectores poblacionales dentro de la complejidad de un país tan rico y diverso en su geografía física y económica. Así, por ejemplo, tal y como propone el director general, era fundamental dedicarse en cuerpo y alma al «Proyecto de las aguas del Pacífico. Era urgente conocer su estado de contaminación, el abuso de los arrendatarios extranjeros, el tiempo probable del beneficio de la pesca y cuánto producto podría recaudarse para pagar los sueldos de los puertos antes de que fuera imposible detener la extinción de todas las especies» (144), fundamentalmente las del «atún, la piangua y el pargo» (199), lo que pone al descubierto por parte del autor una conciencia ecológica y de respeto a los diferentes ecosistemas colombianos, ausente en la narrativa de las últimas décadas, escorada siempre hacia asuntos derivados del narcotráfico y sus múltiples secuelas.
Esa misma mirada ecologista y profundamente comprometida con el entorno natural se deja ver en los proyectos fantasmagóricos con que tratan de enredar al protagonista en asuntos de la minería y la tala de palma para abastecer de madera el insaciable comercio internacional:
«Ni contento, no sé qué más hacer», dijo el doctor Gonzaga y describió uno de los proyectos como una interesante lucha contra la deforestación, con la pena de no estar inspirada por la ecología. Su misión era estudiar mejor la tala de palma en los terrenos del Pacífico, con base en la mala experiencia que había dejado la explotación del estaño. Las minas estaban agotadas. La tierra exhausta no produciría más por los siglos de los siglos. La pérdida había afectado a la economía del país, por años, incluidos los sueldos del sector público, y desde entonces era mayor el número de niños sin escuela y faltaban habitaciones en los hospitales. Para que las plantaciones no sufrieran un final parecido al de las minas de estaño, el Proyecto del Pacífico impediría el desmonte total por otros diez años, ojalá fueran quince antes de que los barcos con las bodegas llenas de madera hicieran el último viaje por el canal de Panamá rumbo a Europa, dejando atrás una estela de tierra inservible para pagar el sueldo de los empleados públicos, desde el presidente hasta los basureros (128-129).