A través de los comentarios de Ernesto Gonzaga, sabemos del aumento imparable de la minería ilegal, sobre todo la relacionada con el coltán, al que llama «el oro azul», metal ansiado por las multinacionales de la comunicación en todo el mundo, por lo que «estaba alcanzando al carbón y al oro en el mercado negro internacional. Lo usan en millones de cámaras digitales y en los componentes electrónicos avanzados» (210-211), además de poner en evidencia la explotación que sufren las comunidades más desfavorecidas en el trabajo minero, sin garantías de seguridad, con condiciones laborales próximas a la esclavitud y con el riesgo constante de las intoxicaciones por emanaciones de gases y la amenaza continua del derrumbamiento de las minas.

De una manera tan sutil como efectiva, Fayad toca uno de los temas más acuciantes de la historia colombiana reciente, como es la desaparición progresiva de la industria local, devorada literalmente por las grandes corporaciones y multinacionales que representan la globalización y, en otros niveles, el despoblamiento de las zonas rurales por falta de oportunidades para los jóvenes, dándose el fenómeno de la «Colombia vacía», parafraseando el libro de Sergio del Olmo (La España vacía, 2016), o la «Colombia vaciada, en donde hay una responsabilidad gubernamental que influye y obliga al despoblamiento de los núcleos urbanos pequeños y las zonas rurales porque se ha destruido el tejido empresarial y no se ha atendido de forma adecuada a las demandas de los agricultores y ganaderos de la zona, fundamentales en la economía local y familiar. Así, cuando el protagonista llega a uno de los pueblecitos del área metropolitana de Bogotá para ver a sus padres, que se han trasladado allí por razones de salud y tranquilidad gracias a las gestiones inmobiliarias de doña Aurora Céspedes, Ernesto Gonzaga descubre una realidad completamente nueva, que le ha sido ajena desde su regreso, tal y como le informan las mujeres que se encargan del cuidado de sus padres, en donde se están produciendo cambios radicales en el modus vivendi rural, con nuevos cultivos que nada tienen que ver con las cosechas ancestrales y las peculiaridades del terreno y del clima, y con una población que huye del entorno, bien sea por la violencia, bien porque buscan nuevas oportunidades:

Los padres confirmaban lo que decía la mujer sobre el cultivo de flores y otros oficios de los habitantes del pueblo. De la agricultura de la comarca no quedaban más que unos surcos de papa, otros de maíz y unas hileras de habichuelas que alimentan a los pájaros. No había manos que manejaran los azadones, las ambiciones de los jóvenes cogían el camino de la mecánica y de la huida a la ciudad, unos porque los desplazaban y otros en un intento de estudiar o de ponerse al acecho en las calles por si aparecía un trabajo (134).

 

A través del personaje de Belén, vecina del protagonista, con quien vive una suerte de romance fallido, en parte por su cobardía, en parte porque ya se siente de «regreso» de todo, Fayad recrea con mano certera la resistencia de la pequeña industria y del comercio casi artesanal que consigue sobrevivir en medio de las tensiones de la globalización, representada en la empresa casi familiar en la que Belén trabaja como «consejera de diseño». Frente al antiguo taller de costura en el que funcionaban a pleno rendimiento dos máquinas de coser y un total de siete trabajadoras, el negocio había tenido que prescindir de parte de su plantilla de operarias para poder sobrevivir ante los envites del mercado internacional, ofreciendo trabajos especializados de alta costura y, por otro lado, posibilitando remiendos artesanales de los que ya casi nadie se ocupaba. También los sobrinos de doña Aurora Céspedes están iniciándose en el negocio local con una pequeña industria de juguetes infantiles, que puede prosperar a pesar de los mil inconvenientes externos e internos, ya que «a ellos no los afectaban los convenios desventajosos del libre comercio internacional, ni eran codicia de los secuestros de insurgentes ni los arrasaban los paramilitares para quitarles la tierra, a lo sumo había que temerle a la delincuencia común» (98).

En medio de una realidad literaria en la que casi nunca pasa nada, al menos en apariencia, se filtran referencias continuas a los desplazados por la violencia, a la inseguridad que se vive en las calles por culpa de la delincuencia común, se nombra la corruptela imparable de la clase política, con su número nada desdeñable de congresistas en presidio, se denuncian las estafas piramidales propiciadas o amparadas desde las instituciones gubernamentales y buena parte de la trama argumental de la novela, sobre todo en lo relacionado con el doctor Gonzaga, traza la difícil silueta de un país inoperativo, que no funciona bien, que no ha sabido adaptarse a la modernidad, perdido en la maraña burocrática y administrativa, merced a la insaciable voracidad de los especuladores de dentro y fuera del país. Sin embargo, lo que más llama la atención en esta manera tan sutil como efectiva de denunciar la quiebra moral de toda una sociedad está ejemplificado en un episodio que protagonizan Belén y la pequeña empresa textil para la que trabaja, que tiene que ver con la entrega de un encargo importante de camisas primorosamente confeccionadas para una banda de música, en la que «cada una tenía el dibujo de un instrumento musical, que correspondía a cada uno de los músicos. Guitarra, batería, saxofón, contrabajo, sonajeros y armónica» (167). La entrega del material tiene lugar en una casa «de ladrillo rojo situada al lado del Palacio de las Delicias» (142), en la calle «veintitrés con diecisiete», un enclave peligroso donde se percibe una violencia de alto voltaje, que está propiciando y jerarquizando un nuevo ordenamiento urbanístico. El encargo de camisetas, un total de ciento setenta y ocho, son, como le cuenta Belén al protagonista, «las más finas del mercado, unas con dibujos bordados y otras pulcras, con destino a un nuevo grupo de música que se iba de gira por las principales ciudades del país. Su promotor, a quien llamaban el Jefe, había hecho el pedido y quería dárselas de sorpresa a sus protegidos. El grupo constaba de seis jóvenes bien estudiados que llevaban un año ensayando juntos con un empeño que los dejaba aptos para grabar un disco después de la gira» (164). La dueña de la fábrica presume ante sus empleadas de sus buenas relaciones con el Jefe, un narcotraficante que ha amasado una inmensa fortuna y que está en la fase de blanquear y diversificar el negocio, a través de múltiples actividades empresariales más allá del tráfico ilícito de estupefacientes. El Jefe no es otro que Pablo Escobar, a quien Luis Fayad ya dedicó páginas memorables en la recreación de una narcofamilia en su obra Testamento de un hombre de negocios. En Regresos aparece el Jefe para recibir personalmente el encargo de las camisetas bordadas, vistiendo «una holgada camisa azul, pelo negro abundante, de unos cuarenta años, calmado, seguro al caminar» (166), amable y amenazador al mismo tiempo, carismático y de una ambición desmedida, rodeado de toda una corte de sicarios y colaboradores que acaban generando una verdadera superestructura social y económica. Entre los hombres de confianza se encuentra «el encargado de los servicios de seguridad, un hombre joven y fornido» (167), cuya identidad viene dada por un apodo, «Popeye», tal y como se desvela tras la llamada del timbre de la puerta del local: «—¿A quién espera, Jefe?, ¿por qué no me avisó? —Yo no espero a nadie, Popeye, vaya a ver quién es» (169). Después de una larga espera, el taxista se queja no sólo de la demora, sino también de la sensación de inseguridad que siente aparcado en un lugar tan peligroso. Popeye ve al taxista a través de «una pantalla instalada en el contestador de la puerta», en una secuencia que revela el control absoluto que el capo tiene de la calle, del barrio y de la ciudad. No sólo vigila el espacio exterior a través de las pantallas, sino por medio de los taxistas, los conductores, los pequeños comerciantes, los confidentes, los policías corruptos, los conserjes y porteros de los edificios y establecimientos que dan al Jefe no sólo una visión panóptica de todo lo que ocurre, sino el poder de controlar de manera casi absoluta todo cuanto sucede en su entorno. El doctor Gonzaga, ajeno a la verdadera dimensión criminal del personaje que tiene enfrente, sabe interpretar entre líneas el tono amenazador con que el capo le da una orden disfrazada de petición:

El Jefe señaló la poltrona del doctor Gonzaga en el rincón alejado.

—Oiga, usted, amigo, venga acá.

El doctor Gonzaga dudó de que el Jefe le hablara a él y se acercó con movimientos que acompasaban la duda.

—Oiga, amigo —le dijo el Jefe—, hágame un favor, vaya abajo y dígale al chofer del taxi que en la calle nadie está para molestarlo, sino para cuidarlo, que se le va a pagar el doble por su trabajo y que espere el tiempo que haya que esperar.

—Sí, señor —dijo el doctor Gonzaga—, con su permiso (169).

 

El personaje de «Popeye» no es otro que Jhon Jairo Velásquez Vásquez (1962-2020), uno de los lugartenientes más letales de Pablo Escobar, quien, tras veintitrés años en la cárcel, adquirió una nueva notoriedad al publicar su libro Sobreviviendo a Pablo Escobar (2005), escrito por la periodista Astrid Legarda y que ha sido muy polémico no sólo por la dimensión épica y heroica con que se presenta al personaje, emulando al propio Pablo Escobar, sino también por los reportajes, las entrevistas y series de televisión en plataformas digitales que han contribuido a banalizar las barbaridades perpetradas en su día por el cártel de Medellín. El propio taxista es el encargado de dar esa información al protagonista, quien parece vivir ajeno a todo, a pesar de su condición de antropólogo y hombre comprometido con los sectores más desfavorecidos de la sociedad:

—Esta gente invierte en ganancias millonarias —dijo el taxista—, no crea que sólo administran el Palacio de las Delicias, tienen otros frentes y hacen lavados de plata que llegan al fin del mundo.

—Eso he oído decir.

—Exacto, usted y yo lo hemos oído pero no lo hemos tocado, lo que uno ha oído decir es que le jalan a todo y no hay duda, gente, armas, drogas, ¿o qué es lo que uno ha oído?

—Pero el negocio de las camisetas no tiene que ver con eso —dijo el doctor Gonzaga en una reacción rápida que defendía el honor de Belén.

—Hoy en día estamos expuestos a esos vampiros —dijo el taxista y dio una vuelta sobre los talones […]. Los tres se subieron al taxi.

—Se lo mandan los de arriba —le dijo ella al taxista entregándole un sobre. El taxista miró adentro y se lo echó al bolsillo con un golpe de conformidad (170).

 

Es la propia dueña del taller textil, que presume de influencias y amistades, quien pone ante los ojos de Belén la descomposición moral que está sufriendo Colombia por efecto del narcotráfico y de los supuestos «narcobenefactores», tal y como se denuncia en una revista que publica un artículo con el elocuente título de «Los mecenas salidos de las tinieblas»:

[…] en la que se preguntaban si entre los benefactores del arte no había negociantes sin escrúpulos. «Individuos venerados por sus protegidos o mejor dicho por ingenuos que en la mayoría de los casos terminan siendo sus víctimas. La muestra más reciente y quizá la más sonada en la historia de la delincuencia es la del que se hace llamar el Jefe, custodiado por Popeye, apoderado de un lustroso grupo que se presentó al público en el último Festival de Música del Parque. A través de sobornos y amenazas, el grupo obtuvo un puesto destacado en el evento, pero quedó en claro que el brillo exterior de sus instrumentos fue mayor que su armonía y se vio que las camisetas eran de una calidad superior a sus modelos. El Jefe y otros falsos mecenas, sustentados por políticos corruptos, han creado consorcios de fortunas amasadas con la sangre de ciudadanos inocentes y han ocultado su origen ilegítimo en inversiones que favorecen más a su propio crimen que a los aparentes beneficiados, los que encarnan la cultura del país en las bellas artes y en el deporte, los compositores y los intérpretes de la música, los creadores de las expresiones visuales y los autores de la imaginación y del pensamiento. Sin embargo una gran parte de la sociedad se les opone. Por mucho que las garras de las tinieblas se hayan extendido, tendrán que retroceder, podrán comprar los mejores instrumentos y camisetas de finos bordados, pero no el alma de los jóvenes» (276).

 

En este contexto social, delictivo, empozoñado por la narcoeconomía y la metástasis moral que parece contagiar cada rincón del país, el regreso y reciclaje definitivo del antropólogo Ernesto Gonzaga se ve como una auténtica imposibilidad. Los años vividos en una sociedad tan diferente y ajena a los códigos sociales del narcoestado como la canadiense lo han convertido en una persona diferente, en un extraño incluso para los suyos propios, en alguien ajeno a su entorno y a su origen, una persona inadaptada y alérgica a las zancadillas y a las tachuelas burocráticas que lo alejan día a día de su país, un antropólogo de altos vuelos y grandes valores profesionales y humanos a quien no le importa bajar y bajar de escalafón laboral —de director de un proyecto gubernamental a repartidor de fruta en una camioneta—, para quien parecen estar cerradas todas las puertas de su país, quizás como terrible metonimia de lo vivido por varias generaciones de colombianos transterrados y exiliados, que han hecho de la nostalgia su nueva patria, tal y como recrea Luis Fayad, desde la maestría y la sutileza, en su espléndida novela Regresos.

 

[1] Bogotá, Random House, 2014. En adelante cito en el propio texto por esta edición.

[2] Madrid, Cátedra, 2019. Edición a cargo de José Manuel Camacho Delgado, págs. 65-66.

[3] Los parientes de Ester se centra a finales de los años sesenta y principios de los setenta; Compañeros de viaje (1991) traza la vida universitaria en los años cincuenta y sesenta, aunque focaliza su atención en 1965, en la víspera de la muerte del sacerdote Camilo Torres (1966); La caída de los puntos cardinales (2000) abarca la historia de un grupo de libaneses llegados a Colombia durante las guerras civiles de finales del siglo xix hasta los años setenta, aproximadamente, y Testamento de un hombre de negocios (2004) recrea el mundo del narcotráfico desde los años sesenta hasta la muerte de Pablo Escobar en 1993.

[4] Véase mi trabajo «Siempre víctimas. El narcotráfico entre fogones: narcofamilias, desplazados e indígenas en Testamento de un hombre de negocios, de Luis Fayad» en La víctima en sus espejos. Variaciones sobre víctima y cultura (Ed. Myriam Herrera Moreno), Barcelona, Bosch Editor, 2018, págs. 623-670.

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