POR SERGIO DELGADO
Al preparar esta conferencia, aprovechando la oportunidad para releer relatos de Augusto Roa Bastos que en algunos casos hacía por lo menos veinte años que no leía –o que había leído mal o que sencillamente no había leído– y para volver a mirar o descubrir aquellas películas en las cuales el escritor participó como guionista, tuve, todo este tiempo, la sensación que describe Peter Utz en relación con la escritura microgramática de Robert Walser, de vislumbrar «un secreto en el interior del secreto». Estoy hablando, concretamente, del trabajo de escritura que Roa Bastos desarrolló en torno del cine los años de su exilio en Argentina[i]. Cuando digo «escritura» pienso en los libretos o guiones cinematográficos en los que trabajó esos años, pero también en el estudio del lenguaje cinematográfico que realizó con medios muy rudimentarios, en las clases de guión que dictó en la universidad de La Plata y también ‒lo que de todas las posibilidades presentadas es probablemente la más irrecuperable‒ en el diálogo que supo mantener con los distintos interlocutores que participaban en el hacer de cada película: directores, productores, actores, técnicos. Ese territorio «interior» ‒con todas las connotaciones que esta palabra inmediatamente desencadena en el sistema de la literatura latino-americana‒, a diferencia de la suerte que corrieron los 526 papelitos que contenían los microgramas de Walser ‒también un lugar excéntrico de producción‒, que ese editor y amigo ejemplar que fue Carl Seelig[ii] supo conservar, en el caso de Roa Bastos mantiene, lamentablemente, al menos hasta donde puedo verificarlo, bien guardado su secreto. Al establecer esta comparación estoy sugiriendo indirectamente ‒y quisiera en todo caso ponerlo de relieve‒ que la situación de la literatura suiza en relación con la literatura escrita en lengua alemana puede ser equivalente a la de la literatura paraguaya en relación con la literatura escrita en español, pero este tema debería ser objeto de otro estudio.

Sin ánimo de disimular mi ignorancia ni tampoco de disculpar mi dificultad, debo decir que desde hace algunos años enseño Roa Bastos en la universidad y generalmente, por razones que en estos días estoy revisando, siempre me concentré en la lectura de Yo el Supremo. En esta novela, que se encuentra en un punto culminante de la obra del escritor, y probablemente por este hecho, la escritura del Supremo, su personaje principal, al dificultar la relación entre presente y pasado, obstaculiza la memoria misma de la escritura. Como si al mostrar la novela al comienzo, en primer plano, el manuscrito con la supuesta escritura del Supremo, y gracias también a la serie de malentendidos que a partir de ese momento se desencadena, se borraran de una vez y para siempre los trazos materiales de la letra del autor. Se me aparece como evidente que en este contexto, cuando el «taller del artista» adquiere dimensiones superlativas, la escritura de ciertos relatos fundacionales de la obra de Roa Bastos, escritos en paralelo con el trabajo cinematográfico, que tiene su punto culminante en el proceso de la «auto-adaptación», tarden en brindar su secreto. Dos temas están aquí combinados: el exilio y el cine. Ambos implican indudablemente un afuera muy singular de la literatura ‒en el primer caso político, en el segundo estético‒ e implican además el desafío, pero también la necesidad de un escritor de sobrevivir en estos territorios extraños.

Pero vayamos por partes. Como todos sabrán, Augusto Roa Bastos nació en Asunción el 13 de agosto de 1917, pero al poco tiempo el padre consiguió trabajo en la administración de un ingenio azucarero y la familia se trasladó a Iturbe, pequeña población del interior del Paraguay, en la provincia de Guairá. En ese mundo, entre la selva, el río y la explotación, el niño pasará su infancia. Hacia 1925 deberá cambiar de ambiente y dirigirse a Asunción para hacer sus estudios primarios y secundarios. Aquí es importante la figura de un tío paterno, el obispo Hermenegildo Roa ‒modelo probable del relato «El viejo señor Obispo», de El trueno entre las hojas‒, en cuya casa será alojado y quien lo introduce en sus primeras lecturas. En 1932 estalla la guerra del Chaco y al año siguiente Roa Bastos, con un compañero, se escapa y se dirige al frente para participar de la lucha. Por su edad ‒tenía entonces 16 años‒ lo destinan a trabajos auxiliares. Al regresar a Asunción, Roa Bastos no continuó con sus estudios académicos y se dedicó principalmente al periodismo, iniciándose en la escritura. Comenzará a escribir poesía, teatro, algunos relatos, una novela, pero pocos rastros quedan de este inicio ‒lo más visible es la escritura periodística‒. Es indudable, de todos modos, que en estos años construye las bases del mundo imaginario que escribirá y re-escribiría incesantemente en los relatos de El trueno entre las hojas e Hijo de hombre. En 1947, al iniciarse la sucesión de golpes de estado y guerras civiles que permitirá al general Alfredo Stroessner adueñarse del poder, Roa Bastos se exilia en Argentina y durante los siguientes cincuenta años no volverá a vivir en Paraguay. El exilio argentino, concretamente, durará casi treinta años, entre 1947 y 1975. En Argentina escribe y publica gran parte de su obra literaria: El trueno entre las hojas (1954), Hijo de hombre (1960) y El baldío (1966). En 1968 comienza a trabajar en torno de la figura de José Gaspar Rodríguez de Francia, al principio en la idea de una novela picaresca ‒o quizás esperpéntica‒, cuyo título debía ser Mi reino, el terror, que finalmente termina en 1973 y que se publica en 1974 como Yo el Supremo. Podemos vislumbrar aquí esa paradoja que va marcar toda la obra: Roa Bastos escribe y publica en el extranjero, pero estos textos sólo parecen encontrar su sentido en el lugar de origen. Para ser más precisos, en ese territorio, imaginario y real, donde transcurre la infancia. Quisiera detenerme un momento en este punto. Hablé de «paradoja» sin desconocer que generalmente se recurre a esta palabra cuando se describe algo contradictorio, inconcluso, inconsecuente. Es decir, algo que suele tener una connotación negativa. Quisiera pensar el término paradoja en un sentido, si se quiere, más profundo, como lo hacen las matemáticas o la filosofía: esa situación en la cual se está en una suerte de «callejón sin salida», aunque más no sea porque el lenguaje o la lógica han agotado sus posibilidades. Sólo se puede encontrar una solución a la paradoja construyendo una nueva lógica o un nuevo lenguaje. Podemos tomar como ejemplo una de las más conocidas paradojas de la literatura, la del capítulo LI de la segunda parte del Quijote, en el momento en el que Sancho es gobernador de una ínsula. En el ejercicio de sus funciones, Sancho se encuentra ante una verdadera encrucijada a la que debe, en tanto gobernante, encontrarle una solución. Y no tiene otra opción porque de esto depende la vida de una persona. Así se le explica el caso:

«Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío (y esté           vuestra merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso). Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo     della, una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario         había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la      puente y del señorío, que era en esta forma: «Si alguno pasare por esta            puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si        jurare verdad, déjenle pasar, y si dijere mentira, muera por ello ahorcado         en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna». […] Sucedió, pues,    que tomando juramento a un hombre, juró y dijo que para el juramento que            hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa.      Repararon los jueces en el juramento y dijeron: «Si a este hombre le dejamos    pasar libremente, mintió en su juramento, y, conforme a la ley, debe morir; y si     le ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca, y, habiendo jurado     verdad, por la misma ley debe ser libre». Pídese a vuesa merced, señor             gobernador, qué harán los jueces con tal hombre»[iii].