Sancho, en un primer momento, parodiando al rey Salomón y su famoso juicio, propone que se divida al hombre en dos, separando la parte que dice la verdad de la que miente. Se le responde que esta solución tiene sus inconvenientes: si se lo divide, el hombre muere. Entonces Sancho recuerda un «precepto» que le había transmitido su maestro don Quijote: «siempre es alabado más el hacer bien que mal», con lo cual propone que se deje pasar libremente al hombre. Para superar una determinada paradoja ‒así lo hacen las matemáticas‒ es necesario idear una suerte de meta-discurso o meta-lenguaje que supere la encrucijada. Es lo que hace Sancho, en cierto modo, recurriendo a la piedad o, más precisamente, al principio de «no matarás». Este principio, de carácter universal, está por encima de cualquier código o ley local. Lo mismo ocurre con Roa Bastos, que propone un territorio literario que supere las fronteras nacionales, planteando así un dominio trans-nacional o, si se quiere, trans-regional. En el prólogo al libro La lombriz de Daniel Moyano, publicado en 1964, Roa Bastos dice:

 

«Daniel Moyano se ubicaba de entrada entre los valores más representativos de las últimas generaciones en la narrativa del interior; los que como Di Benedetto, Ardiles Gray, Manauta, Rodríguez, Codina, Saer, Lorenzo, Lagmanovich, J. J. Hernández, T. E. Martínez, Foguet y otros (algunos sin obra reunida en libro todavía), han venido intentando una renovación de las formas y estructuras tradicionales y un reajuste de sus módulos expresivos en el cuadro de conjunto de nuestra literatura de imaginación en América. Por caminos técnicos, estéticos y aun ideológicos diferentes, estos escritores entre los veinte y los cuarenta años, sin formar grupos ni escuelas, han coincidido en la preocupación común de superar las limitaciones del regionalismo, en sus formas más epidérmicas y tópicas. Bajo el signo de una conciencia crítica y artística muy aguda, se empeñan en ahondar      en los valores de su singularidad y trascenderlos a una dimensión más       universal; en lograr, en suma, una imagen del individuo y de la colectividad frente a sus propias circunstancias, lo más completa y comprometida posible con la totalidad de la experiencia vital y espiritual             del hombre de nuestro tiempo»[i].

 

Es muy conocido este prólogo, que ha sido rescatado recientemente[ii], donde se propone un corpus que puede ser sin duda actualizado y corregido, pero que sienta las bases de lo que Martín Prieto nombre, retomando una categoría esencial en la literatura de Juan José Saer, «escrituras de la zona». Concretamente, Prieto reconstituye la lista de Roa Bastos: el primer Daniel Moyano (el segundo es ganado por el realismo mágico: «el interés de las primeras obras de Moyano radicaba en el modo en que se había mantenido al margen de las convenciones desrealizantes o fantásticas y del proyecto realista», p. 349), Juan José Hernández, Antonio Di Benedetto, Héctor Tizón y Juan José Saer. En 2007, en el Colegio de México, Ricardo Piglia, en conversación con Juan Villoro, vuelve también sobre esta época y recuerda justamente una escena que tiene lugar en oportunidad de la presentación de un libro de Moyano. Probablemente se trata de la misma anécdota, revisitada cuarenta años después, en la que Saer y Roa Bastos discuten con Piglia sobre el problema de la primacía del centro en el sistema de la literatura nacional. Concluye Piglia:

«lo paradójico de la escena es que yo terminé representando a Buenos Aires y      todos sus inconvenientes contra Moyano, Saer y Roa Bastos, que era como el          Papa en esa reunión: no hacía falta que hablara, su sola presencia le daba   garantía a todo lo que no tuviera que ver con Buenos Aires»[iii].

 

Hay que tomar en cuenta que cuando esa escena tiene lugar, en 1964, Saer y Roa Bastos, para focalizarnos en los escritores que son tema de estas conferencias, apenas si habían publicado un par de libros de relatos. En cambio, cuando Prieto, Piglia o Demaría vuelven sobre esos hechos y dichos, Saer y Roa Bastos ya tienen sus obras consolidadas y estas obras, por la coherencia de sus sistemas imaginarios y la potencia de su trama textual, transforman la región representada. Es decir, invierten la apuesta. Sarmiento proponía, al describir a Facundo Quiroga, que es el territorio el que define la fisonomía de su caudillo; la ideología llamada realismo o, más precisamente, regionalismo de fines del siglo XIX y principios del XX, consideraba en cambio que cuando un escritor asume la representación de un paisaje o un personaje, al reproducirlo, es más el motivo de su arte, que sus procedimientos, lo que lo justifica. Roa Bastos y Saer no enseñan, en cambio, que es el escritor el que crea, en cierto modo, la región que imagina. Parafraseando al viajero o al escritor, ninguna región es transparente.

Vuelvo a citar a Roa Bastos, subrayando ahora sus palabras, cuando dice que estas obras logran «una imagen del individuo y de la colectividad frente a sus propias circunstancias, lo más completa y comprometida posible con la totalidad de la experiencia vital y espiritual del hombre de nuestro tiempo». El problema aquí, entonces, no es el de dar cuenta de una región determinada ni del individuo que la habita, pilares a partir de los cuales el escritor construye su obra de inspiración realista o fantástica; el problema es, justamente, el de dar cuenta ‒vuelvo a citar, subrayando doblemente y seguramente tergiversando‒ de «la totalidad» de la experiencia «del hombre en el tiempo». Sólo es posible construir la totalidad a partir de lo parcial; sólo a partir de lo particular puede apuntarse a lo universal. En todas estas experiencias, no importan las divisiones provinciales o nacionales, ni las categorías realistas o fantásticas que el escritor se impone o que sencillamente acepta. La literatura no nace de los límites, sino de su transgresión. Nace de esa saludable tensión entre lo particular y lo general. En este sentido, habría que volver a revisar la función que cumple la lengua guaraní en los relatos de Roa Bastos. Lo cierto es que las palabras y las frases no están ahí simplemente para completar la descripción del lugar ni la caracterización de los personajes. Es el territorio y sus habitantes los que residen en esas palabras que vibran en la precariedad de una lengua que, a pesar de carecer de escritura, tiene paradójicamente, en relación con ese territorio, más potencial que la lengua española.

El segundo tema que nos habíamos propuesto abordar, el de la relación de Roa Bastos con el cine, está estrechamente relacionado con el exilio. Dice Paco Tovar que «[Roa Bastos] se establece en Buenos Aires y ahí sobrevive como mejor puede, gracias a diversos oficios: ensayista y profesor, escritor y periodista, corrector de pruebas, traductor y adaptador de letras para canciones, guionista de cine, radio y televisión»[iv]. Hay que destacar, dentro de esta variedad de oficios, aquellos que lo aproximan al cine: comienza a trabajar como guionista ‒su primer experiencia es El trueno entre las hojas, en 1958‒ y, a partir de 1965, enseña estética cinematográfica y guión en la Universidad Nacional de La Plata. En esos años visita regularmente el Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral de Santa Fe y conoce, entre otros profesores, a Juan José Saer, que a partir de 1962 enseña en dicha universidad. Como guionista, trabajó, por orden cronológico, en las siguientes películas: El trueno entre las hojas (1958) y Sabaleros (1959), dirigidas por Armando Bo; La sangre y la semilla (1959), dirigida por Alberto Du Bois; Shunko (1960), sobre la novela de Jorge Ábalos, dirigida por Lautaro Murúa; Hijo de hombre (1961), dirigida por Lucas Demare ‒también llamada La sed y Choferes del Chaco, basada en el último episodio de la novela homónima de Roa Bastos‒; Alias Gardelito (1961), dirigida por Lautaro Murúa; El último piso (1962) y El terrorista (1962), cuyo guión escribió en colaboración con Tomás Eloy Martínez, dirigidas ambas por Daniel Cherniavsky; La boda (1964), con dirección de Lucas Demare; El demonio en la sangre (1964), dirigida por René Mugica; Castigo al traidor (1966), basada en el cuento de Roa Bastos «Encuentro con el traidor», de El Baldío, dirigida por Manuel Antín; Soluna (1967), basado en una obra de teatro de Miguel Ángel Asturias, dirigida por Marcos Madanes ‒que también adaptó la novela El señor presidente, de Asturias‒; Ya tiene comisario el pueblo (1967), con dirección de Enrique Carreras; Don Segundo Sombra (1968), dirigida por Manuel Antín y La Madre María (1974), dirigida por Lucas Demare. A esta lista, que no intenta de ninguna manera ser exhaustiva, habría que sumar los proyectos de guiones o libretos que se escribieron, pero que no llegaron a filmarse, los que quedaron truncos luego de unas primeras páginas de sinopsis y los que fracasaron al cabo de las primeras conversaciones. Según el testimonio del mismo Roa Bastos, era importante la cantidad de guiones en los que él había participado que no alcanzaron su realización cinematográfica[v], por lo que queda pendiente un trabajo de relevamiento y de archivo. De esta aproximación, puede concluirse la riqueza y complejidad del trabajo de Roa Bastos en relación con el cine, que coincide además con el momento en el cual se consolida su proyecto narrativo, desde los cuentos de El trueno entre las hojas hasta Yo el Supremo. El cine resultará para el escritor, en estos años, una suerte de laboratorio de experimentación de las formas narrativas, los personajes, los escenarios, pero también le permitirá participar de uno de los momentos más importantes de diálogo y cruce generacional de la cultura argentina del siglo XX. Los interlocutores eran muy heterogéneos y las situaciones de producción de las películas muy distintas, lo que implicaba, en cada caso, una estrategia particular. Roa Bastos trabajó con directores que tenían una trayectoria importante, como René Mugica o Lucas Demare, ligados al cine más bien clásico de los años 50 ‒que algunos historiadores consideran «los años de oro» de la industria cinematográfica argentina‒, pero trabaja también con jóvenes que formaban parte de la llamada «generación del 60», como Lautaro Murúa o Manuel Antín, que apuntaban a un sistema de producción más experimental. Había en cada proyecto, sin duda, una tensión singular entre la concepción del cine como lenguaje de estos realizadores y las formas narrativas que Roa Bastos exploraba en esos años con su literatura. No antes ni después de este trabajo de guionista se consolida su personalidad de escritor.